Название | Los amos del cielo y de la tierra |
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Автор произведения | María Dolores Peña Rodríguez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788419228840 |
—Hoy vas más tarde que de costumbre. Me alegra verte desayunar tranquilo, aunque solo sea de vez en cuando —le dijo, mirando a su marido satisfecha.
—Estoy haciendo tiempo. Voy a pasarme por el convento a darle unos papeles a sor María Teresa.
La mujer quedó pensativa. Félix no lo advirtió y siguió dando buena cuenta del desayuno.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó la mujer.
—¿Qué se te ha perdido a ti en el convento?
No obtuvo respuesta. Pero no le negó el capricho a su esposa.
—De acuerdo, acompáñame si te hace ilusión.
Sí que le hacía ilusión. Por darle las gracias a la hermana, le justificó a su marido y por otros motivos que, de momento, le ocultó.
—Déjame arreglarme. Estoy en un momento.
El esposo no la creyó y comenzó a leer la prensa.
Mucho antes de lo que pensaba Félix, su mujer estaba dispuesta para salir.
—¿Nos vamos?
El hombre la miró con admiración. Había merecido la pena esperar, pensó.
—Bien. Vamos, señora de Vázquez.
La tomó del brazo y salieron a la calle en dirección a La Magdalena. Todavía había pocos transeúntes. Un penetrante olor a masa frita salía de los quioscos donde vendían churros y tazones de chocolate. Las barcas de pescadores volvían de faenar. Todo familiar y nuevo a la vez. María Luisa y Félix disfrutaban del ambiente. Al notario no se le fue por alto la intención de su esposa al querer conocer a sor María Teresa.
En la entrada del convento tocaron la campana de aviso. Una hermana asomó su cornete por el postiguillo.
—Ave María Purísima.
—Buenos días, hermana. Sor María Teresa me espera. Le traigo unos documentos. Soy Félix Vázquez, el abogado. Vengo acompañado de mi esposa, si no hay inconveniente.
—Avisaré a la madre María Teresa. Esperen, por favor.
Unos minutos después.
—Pasen los dos. Síganme.
La pareja, cogida del brazo, caminaba por el claustro en dirección a las oficinas donde la madre superiora esperaba noticias de los papeles que Félix traía en la cartera.
—Don Félix. Venga con Dios. ¿Su esposa?
—Sí, hermana, mi esposa María Luisa.
—Sea bienvenida a esta casa. Pero, pasen a mi despacho. Tomen asiento.
—Gracias, hermana.
La religiosa ocupó su sillón y el matrimonio se sentó en sendas sillas delante del escritorio. Sor María Teresa se dirigió a la mujer del letrado:
—Es un placer conocerla, doña María Luisa. Permítame decirle que don Félix y usted hacen una excelente pareja.
—Gracias, hermana. He venido a darle las gracias por el obsequio. Es precioso. Todo un detalle.
—No las merece. El rosario es una herramienta de lucha que no debe faltarnos en los tiempos que corren. Úselo para rezar muchos rosarios, y con ellos pedir que Dios les mande hijos pronto —dijo la monja.
—Esperemos que así sea. La verdad, estamos deseando tener un retoño.
Sor María teresa se dirigió al letrado:
—Bien. Espero que me traiga buenas noticias. ¿Cómo va todo?
—El trámite está prácticamente terminado. Las escrituras definitivas van a tardar unos meses. Tienen que ir a Madrid. Ya sabe la burocracia como es. En cuanto estén se las haré llegar. Mientras tanto, estas le valen a todos los efectos.
—Muchísimas gracias, don Félix. Un trabajo impecable. No esperaba menos de usted. Cuando lo crea oportuno me pasa la minuta.
—Cuando lleguen las escrituras definitivas. Solo le cobraré los gastos de la gestión administrativa. He considerado su aclaración en cuanto a su economía.
—Dios se lo pagará.
La religiosa, sonriente, se dirigió a María Luisa:
—Tiene usted suerte de tener a don Félix como esposo. Rezaré para que Dios les mande hijos muy pronto. Sin embargo, será lo que Él designe. Hay mucha desgraciada que los trae sin pretenderlo. Pero para eso estamos las instituciones, para ayudar a esa pobre gente, y proporcionar un futuro a esas criaturas.
—Sí, hermana, hay que resignarse a lo que Dios nos manda. Pero es una gran labor ocuparse de los desvalidos como esos niños y madres desamparados.
Caminaban los tres por el claustro en dirección a la salida. Hablaban de las obras de beneficencia que el convento llevaba a cabo con muchachas provenientes de familias marginadas.
A la salida, los esposos se despidieron de la religiosa.
—He pasado un rato muy agradable, hermana. Gracias por recibirme. Soy consciente de que, en estos lugares, las visitas están restringidas.
—Para ustedes están las puertas abiertas siempre que nos necesiten. Para lo que sea. Vayan con Dios —dijo la monja reteniendo la mano de María Luisa entre las suyas.
—Quede con Él, sor María Teresa.
Salieron a la calle. Anduvieron un trecho sin decir palabra. En sus corazones y en sus pensamientos un mismo latir. Una ventana abierta a la esperanza.
CAPÍTULO III
SEVILLA 1965
Sor María Teresa se detuvo en el dintel de la puerta del locutorio. Al observar la figura de la persona que tenía delante, pensó que se trataba de una aparición. Abrió los ojos cuanto pudo y sacudió la cabeza varias veces para intentar deshacerse de la imagen que tenía frente a ella.
Dentro de la sala un hombre, de unos treinta y cinco años. Alto, moreno, vestido con chaqueta sport y corbata, miraba a su alrededor con ambas manos en los bolsillos del pantalón. Observaba, curioso, muebles, cuadros y paredes. Un lujo impropio del lugar, dedujo.
A través de las ventanas, de una altura considerable, el sol del mediodía iluminaba el locutorio.
De todas las obras pictóricas que colgaban de las paredes, al joven le llamó la atención una que desentonaba, o al menos eso le pareció, y se detuvo frente a ella para mirarla de cerca. Un óleo con un retrato. Un señor de unos sesenta años. Parecía un hombre importante, elegantemente vestido con una chaqueta a la moda de la época, camisa y corbata, atada con un nudo mariposa.
El visitante oyó pasos y se volvió. Una religiosa, de edad avanzada, le miraba desde la entrada del locutorio. Fue hacia ella. Le tendió la mano para saludarla al mismo tiempo que se presentaba:
—Soy Miguel Vázquez Mora, hermana, el abogado con quien os habéis puesto en contacto para un asunto de transmisión de patrimonio.
Sor María Teresa, conforme el joven caminaba hacia ella, no pudo evitar un ligero traspiés que le obligó a sujetarse en el quicio de la puerta para no caer al suelo. El joven acudió enseguida.
—Hermana. ¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?
La monja, los ojos fijos en él, respondió:
—Sí, sí, gracias. Es un mareo sin importancia. Cosas