Название | Sombras |
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Автор произведения | Victoria Vilac |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789942884688 |
Esperó a que todo estuviese oscuro y se deslizó por la cocina, guardando algunos embutidos, aceitunas y dátiles, cosas que le permitieran sobrevivir el viaje. Volvió a la estancia, consciente de que debía tomar una decisión, pues solo había dos opciones, irse o esperar. No quería dormir, no podía; tenía miedo, miedo de los nazis, miedo de que los atacaran por sorpresa, por lo menos les daría batalla.
Estaba determinada a sobrevivir, como su madre le había dicho, aunque aquello implicara ir contra las costumbres de su pueblo, ya que estaba prohibido para una mujer gitana hablar con un payo como ya lo había hecho con el conde, y peor aún, exhibirse públicamente sin la presencia de un familiar cercano, especialmente para una jovencita soltera como Leena.
¡El destino me ha separado de mis seres queridos!, ¿acaso debo entregarme a la muerte como una oveja al matadero?, ¿o tengo que luchar como una fiera para defender mi vida, mi única, verdadera y valiosa posesión?, se preguntaba mientras contemplaba como la tarde caía sin noticias del conde.
Había decidido enfrentarse a la muerte, sí, al Ángel de la Muerte que la vigilaba, a aquella idea sin rostro o forma alguna pero cuya presencia sentía a cada paso como una sombra que trataba de engullirla entre sus fauces.
El familiar aullido del lobo llamó su atención. Esta vez no pudo evitar ir a buscarlo, era como si la llamara, como si clamara por ayuda. Caminó hacia la ventana, y divisó en el cielo estrellado, la presencia de la luna que alumbraba el campo, como un inmenso faro. Los contornos de los árboles y la fuente de piedra se iluminaban con la tenue luz que se desprendía del lejano satélite. Leena pudo distinguir una sombra que salía del bosque circundante a la propiedad y se aproximaba rápidamente a la mansión.
Ella bajó por la escalera de caracol que conectaba directamente su habitación con el patio. Se detuvo a pocos pasos de aquella figura, emocionada y temerosa a la vez, hasta que pudo constatar que era Andrei. Su rostro apesadumbrado experimentaba un gran conflicto interno pero por breves segundos, se iluminó al ver que estaba preocupada por él.
—¡Debemos huir! ¡Logré escapar pero sin duda, mañana se notará mi ausencia y vendrán a matarnos!
—¡Estoy preparada! —dijo ella mientras le ayudaba a subir las gradas hacia su habitación. Con la luz pudo ver que su ropa estaba manchada de sangre, pero él lucía bien—. ¿Qué pasó? —le preguntó consternada, buscando en su cara o cuerpo alguna herida o rasguño, pero no había nada.
—¡Más tarde, no hay tiempo! —respondió él con firmeza.
Leena tomó su bolso y siguió a Andrei, se dirigieron a su estudio cobijados por el silencio y oscuridad nocturnal; entró en la recamara y minutos después salió con un morral, se había puesto un grueso abrigo y caminaba a grandes pasos.
Planear una huida en medio de una guerra, era arriesgado, pero llevarla a cabo, era un suicidio y así lo entendió Leena cuando empezaron la travesía. Cruzar la frontera entre Alemania y Francia no habría tomado más de unas horas en circunstancias normales, pero en medio de un campo de batalla y a pie, tal hazaña parecía imposible.
Avanzaban durante la noche y en el día se escondían en camposantos o en trincheras abandonadas, junto a ellos yacían cadáveres mutilados, algunos en avanzado estado de descomposición.
Aquella pesadilla apenas empezaba, pues, en cada pueblo, las patrullas nazis los acechaban y debían esconderse en árboles, en ríos o en cualquier lugar que pudiera ofrecerles refugio. Algunas noches Leena no podía avanzar; sus pies se habían ampollado y cada paso le causaba terribles dolores. Andrei, se encargaba de curarlos con algún ungüento que milagrosamente parecía calmar su intensa agonía.
Él siempre estaba de guardia cuando Leena pedía descansar por un momento y se quedaba dormida en un prado, un bosque o una tumba vacía. Ardelean parecía no cansarse nunca y aducía no tener hambre. Leena prácticamente se había comido todas las provisiones y cuando ya no quedaba nada para alimentarse, él se aparecía con un animal o fruta que había encontrado en el bosque, para que ella pudiera comerlo, al calor de una fogata, que eran escasas, debido a la presencia de cuadrillas nazis en toda la zona.
Había perdido la cuenta de los días que llevaban caminado, cuando al fin llegaron a Francia. Junto a ellos, cientos de personas deambulaban como fantasmas, buscando comida, un lugar de descanso o ayuda para los enfermos. En las esquinas, soldados heridos o mutilados pedían ayuda. Niños sin padres corrían de un lugar de otro, buscándolos, llorando desgarradoramente, esperando un mendrugo de pan o una taza de agua para no desmayar. Familias sin rumbo acarreaban maletas a lugares inexistentes. Se vivía un drama que no podían ignorar.
Leena tenía pocas fuerzas, la larga travesía había minado su capacidad física, pero el dolor, la muerte, la degradación humana que se vivía en cada rincón, habían debilitado su alma.
En esos días, su vínculo con Andrei se había fortalecido, aunque no hablaban mucho —debía guardar sus fuerzas para las largas caminatas— sus acciones, su preocupación constante y su aliento, la habían impulsado a continuar con aquella loca aventura. Pero estaba exhausta.
Debían llegar al puerto de El Havre, pero en esas condiciones no la dejarían abordar. Había un estricto control que impedía subir a bordo de los barcos a enfermos, por temor a contagios masivos durante el viaje.
La noche había caído y Andrei se resignó. Con más fuerzas que en la mañana, se dirigió con la joven en sus brazos a una casa muy modesta, en donde tocó la puerta, primero con fuerza y luego con rabia. Quizá ya no había nadie en ella, pues no obtuvo respuesta. Se sentó en las escalinatas de piedra con la joven desmayada en sus brazos, abatido, derrotado, cuando la puerta se abrió.
Un hombre joven lo miró con perplejidad por varios minutos; se percató de que no estaba solo y se apartó, dejándolo entrar. Cuando se cercioró que nadie los seguía, cerró el portón con cuidado.
Andrei recostó a Leena en un sofá de la sala. No era una estancia muy grande pero si acogedora y cálida, el fuego estaba encendido y no había nadie más en la habitación.
—¿Por qué has venido? —le cuestionó el joven con dureza.
Andrei no podía mirarlo a los ojos. Pero le contestó:
—Por ella. Necesita descansar.
—¿La trajiste caminando desde Alemania? —su voz denotaba enojo— ¡Es una simple mortal Andrei! ¡Es una crueldad! ¡Incluso para ti! —dijo sin inmutarse, sabiendo que sus palabras lo enojarían.
—Solo necesita descansar, se pondrá bien —respondió casi en un susurro, trataba de asegurarse a sí mismo que las cosas mejorarían, tenían que mejorar. Necesita un baño caliente —observó.
—No estamos en una mansión con sirvientes —le replicó arrogante el dueño de casa.
Andrei le dirigió una fría mirada
—No lo hagas por mí, hazlo por ella —dijo, pero su tono de voz no era muy amistoso.
—Lo haré por piedad, que es algo que tu no comprendes, hermano —expresó acentuando la última palabra y desapareció de la sala.
Leena respiraba con dificultad, su pulso era casi imperceptible y estaba helada. Andrei la contemplaba preocupado, parecía que su vida se extinguía. Tanto tiempo buscándola y ahora que la había encontrado, la sentía lejana.
—Solo una gota de tu sangre y volvería a la vida… —escuchó decir a su hermano que miraba la escena con desagrado.
—¡Basta Serge! ¡Si no quieres ayudarme, solo dime y nos marcharemos! —rugió Andrei, molesto por los comentarios del joven.
—El agua está lista —respondió, mientras se alejaba dándole la espalda.
Andrei estaba indeciso sobre cómo actuar. Debía desvestir a Leena para darle un baño caliente, pero se sentía incómodo. Removió sus botas y medias, sabía que debía sacarle el pantalón y la camisa. Serge, quien era su hermano menor, había llenado