Tú y yo. Milagros García Arranz

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Название Tú y yo
Автор произведения Milagros García Arranz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164752



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mariposas en el estómago. Nos miramos desconcertadas a los ojos y temí empezar a escuchar las típicas frases hechas y excusas que yo tantas veces había utilizado y dicho a chicos: «me ha encantado, pero ya sabes…», «me gustas mucho, pero esto no es lo mío», «no eres tú, soy yo», y yo luchaba por no ser una de esas chicas que se enfadara por no poder cambiarla. Me invadió un terrible pánico, así que por temor a empezar a escuchar todo eso, fui yo la que rompió el silencio y el momento de tanta excitación que estábamos viviendo, diciéndole que no quería que eso quedara en un polvo, que quería algo más y que si creía que podía dármelo, me lanzaría al vacío por ella. Su silencio lo dijo todo. Llevé su cabeza a mi regazo y tiernamente nos abrazamos. Aunque Susana se quedó dormida minutos después, yo tardé horas en conciliar el sueño. Mi cabeza iba a mil por hora y sentía que mi corazón tan pronto salía de mi pecho como creía que se iba a parar. Todo era tan nuevo para mí, tan embriagador, tan emocionante, tan doloroso… Nunca jamás volvimos a hablar de aquel suceso; sin embargo, seguimos siendo, si cabe, más amigas que antes.

      Tras aquellos besos empecé a cuestionar seriamente mi sexualidad y confirmé que no solo me atraían las mujeres, sino que podía disfrutar con ellas. Pero ¿qué me pasaba? ¿Quién me gustaba realmente? ¿Cuál era mi condición sexual? A mí me encantaban los chicos en general y alguno de manera particular. Fueron terriblemente desastrosos los primeros besos que nos dimos Álvaro y yo, pero no porque fuera chico, sino por nuestra falta de experiencia. No sabíamos qué hacer ni con las lenguas, ni con los labios. Nos volvimos expertos en los tres años de práctica que estuvimos juntos, ya que lo que hacíamos en nuestros momentos íntimos era besarnos y poco más. Y sí, había vivido y sentido besos preciosos, muy parecidos a los que acaba de darme con Susana. Un mar de dudas inundaba mi cabeza. Me aterraba pensar si finalmente averiguaba que me gustaban las mujeres y decidiera vivir con alguna, ¿cómo afrontaría el hecho de que era creyente? La iglesia me excomulgaría. Y cuando al final se enterara mi familia, tan tradicional, ¿cómo lo asimilaría? Me tenían como la sobrina, prima, hija, nieta… modelo. Y cuando se lo contara a mis amigos, ¿seguirían siendo mis amigos o, por el contrario, se mofarían, me rechazarían y me repudiarían como amiga? Y respecto a mis valores y creencias, ¿cómo podía cambiar el hecho de querer casarme y formar una familia?

      Respecto a mi futuro empleo, tenía claro que llegaría a ser una alta directiva de alguna multinacional y si ya resultaba problemático y difícil para muchas empresas contratar directivos femeninos, ¿me contrarían si se enteraran de que, además de mujer, era lesbiana? Y lo más importante: ¿afrontaría mi futuro siendo fiel a mis sentimientos por muy difícil que me resultara y por mucho que tuviera que luchar con todo mi entorno?

      5

      PIERDO MI VIRGINIDAD

      Durante los tres años siguientes, después de mi primer viaje interrail y mi estancia en Londres, seguí viajando fuera de España cada año cuando acababa mis exámenes de junio y elegía Londres, donde pasaba algo más de dos meses. Ian, el supervisor de mi primer trabajo, continuó en contacto conmigo y no solo cuando iba a Londres. Nos llamábamos y nos escribíamos durante el resto del tiempo que no nos veíamos. Incluso hizo un viaje a Burgos para verme dos años después de conocernos, durante la Semana Santa de 1989, donde pasó diez días. Se hospedó en un hotelito que elegí cerca de la casa de mis padres.

      Una tarde le dije que viniera a nuestra casa. Quería conocer a mi familia y le presenté a mis padres. Ni corto ni perezoso sacó un colgante con un brillante que me regaló y con su pobre español dijo: «yo querer casar con su hija». Al principio me quedé blanca, pero luego, al ver la cara descompuesta de mi padre, me eché a reír. ¡Cómo alguien podía pedir mi mano sin antes habérmelo propuesto a mí! Mi reacción relajó a mis padres, aunque molestó a Ian. No volvimos a mencionar ni a hablar del desencuentro. Ian ya sabía por mi reacción que fue una clara negativa.

      No era la primera vez que me habían pedido matrimonio, pero lo que estaba claro es que no habían sido personas que me interesaran lo suficiente como para plantearme dar ese paso. Además, había decidido que iba a hacer muchas cosas y conocer mucho mundo viajando antes de que llegara ese momento. Ian era un irlandés seis años mayor que yo, muy frío y calculador, y aunque sabía que le gustaba, nunca hasta entonces me había dicho nada. Acordamos que ese mismo verano nos volveríamos a ver en Londres y me invitó a que en esa ocasión me hospedara en su casa.

      Llegué al aeropuerto de Heathrow y para mi sorpresa no había nadie. Ya el año anterior decidí que no me daba la paliza de pasar un día entero en autobús para llegar a Londres y determiné empezar a viajar por este medio. Compraba los billetes con antelación o a última hora, así me salían muy bien de precio.

      Me dirigí a la boca de metro para ir a Victoria Station, pero cuando llegué tampoco estaba. Llamé al teléfono que tenía de Ian. Nadie me contestó, así que busqué un lugar donde pasar la noche. Ya eran casi las diez y no quería pasearme con mi maleta. En el hotel me dieron una habitación en un basement —de nuevo otro sótano—, una habitación grande sin ventana en la que había dos camas de matrimonio. El recepcionista que me atendió era un corpulento hombre negro, sin pelo, parecido a Cuba Gooding Jr., que me acompañó a la habitación.

      Dejé mi maleta y decidí ir a comer algo antes de irme a dormir. De regreso, me encontré de nuevo al recepcionista, que me saludó muy animosamente. Me sorprendió su pícara sonrisa, y me despedí también sonriéndole y con un breve «good night». Iba a cambiarme y a darme una ducha. Bueno, en Londres no hay apenas duchas, solo hay bañeras —muy incómodo, si no te quieres relajar tomando un baño—. Como decía, había abierto ya mi maleta, que había puesto encima de la otra cama, cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir cuando, de repente, el recepcionista me abordó de forma violenta, entrando en la habitación sin permiso y sujetándome con sus dos grandes manos los brazos impidiendo que me pudiera mover de medio cuerpo hacia arriba. Sin mediar palabra alguna, comenzó a besarme de manera violenta y mientras lo hacía, entré en pánico pensando que me iba a violar.

      Unos segundos más tarde me tranquilicé y decidí fríamente barajar todas las posibilidades que tenía. Si chillaba, nadie me oiría —estaba en un basement—; si me ponía a defenderme con fuerza, tenía las de perder, dado su enorme cuerpo, así que le seguí el juego unos minutos y en el momento en que empezó a empujarme hacia la cama, conseguí pararle, y agarrándole de la cara, logrando que captara mi atención y me escuchara, le dije que estaba agotada del viaje y le propuse que cuando descansara seguiríamos.

      No sé ni cómo lo hice, pero logré zafarme de él y acompañarle hasta la puerta. Cuando estuvo fuera del sótano, cerré por dentro de todas las formas que me fue posible, con la llave y los pestillos que había. Me pasé media noche temblando mirando a la puerta por si volvía. Al día siguiente salí con sigilo del hotel. No me despedí, tan solo dejé las llaves encima del mostrador, aprovechando que no había nadie en ese momento.

      Salí y busqué una cabina para llamar de nuevo a Ian, pero una vez más nadie me contestó. Me dirigí a unos policías a los que les pregunté cómo ir a Crossford Street. Al verme, no dudaron en pedirme que subiera a su coche. Me dijeron que me llevaban, que era muy complicado llegar. ¡Qué amables! Tuve tentaciones de contarles lo que había vivido en el hotel la noche anterior, pero no lo hice por miedo a que no me creyeran.

      Llegué a la calle donde vivía Ian, todo un lugar lleno de grafitis y pintadas nada agradables, ni a la vista, ni por el contenido que presentaban. Nunca antes había estado en esa zona de Londres y, la verdad, me pareció algo peligrosa. Me dirigí a su apartamento y llamé. Una vez allí, Ian me recibió con una gran sonrisa. «Wellcome», me dijo, y me dio un fuerte abrazo. Por fin, conocí su hogar nada lujoso: una cocina sin apenas electrodomésticos, ni muebles; un cuarto de baño con una gran bañera; un salón con un bajo sofá de dos plazas y un mueble bajo con una televisión, y dos habitaciones, cada una equipada con una cama matrimonial y un armario.

      Me indicó cuál sería mi dormitorio y dejé allí mis cosas. Ian me dijo que había dejado de trabajar en Casey Jones hacía meses y que había