La conquista de la identidad. Tomás Pérez Vejo

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Название La conquista de la identidad
Автор произведения Tomás Pérez Vejo
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418895722



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obtenido el primer premio en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892 por Una huelga obrera en Vizcaya, pintó diez años después el lienzo El Milagro de la Eucaristía, sobre una leyenda antijudía de la Segovia medieval, que todavía puede verse en el convento del Corpus Christi de Segovia, antigua sinagoga de la ciudad.

      Los regionalismos que iban a devenir pronto nacionalismos étnicos tuvieron también su pintura de historia medievalizante. En cuanto a la pintura finisecular catalana, baste recordar obras como Guifré I i la Senyera (1892), de Pau Bèjar, o El Corpus de Sang (1907), de Antoni Estruch. El particularismo vasco anterior al nacionalismo produjo piezas como Voluntaria entrega de Álava a la Corona de Castilla (1864), de Juan Ángel Sáez García; Jaun Zuría jurando los Fueros de Vizcaya (1882), de Anselmo de Guinea; El Árbol Malato (1882) de Mamerto Seguí; San Ignacio herido en la heroica defensa del Castillo de Pamplona (1884) de Antonio Lecuona (para cuya figura del cirujano que atiende a Íñigo de Loyola posó el joven Miguel de Unamuno); Defensa del Hernio por los vascos (guerra cántabro-romana) (1887), de José Salís y Camino, o La pacificación de los bandos oñacino y gamboíno ante el corregidor Gonzalo Moro en 1394 (1902), de José Echenagusía.

      En este breve recorrido antológico por la pintura de historia española se comprueba lo que los autores de este ensayo destacan: es decir, que la conquista de las Indias estuvo ausente de las artes plásticas del nacionalismo español (y de su literatura de creación). Lo estuvo asimismo de la pintura de los Siglos de Oro, por el motivo que tan convincentemente expone Alejandro Salafranca: porque la conquista no se percibió, ni por los españoles ni por los indios, como un proceso de sometimiento y colonización, sino como la incorporación gradual de América a una España que iba ampliándose a costa de alejarse cada vez más de lo que llevaba a los demás reinos europeos hacia el nuevo tipo de comunidad política que desde finales del siglo xviii se conocería como nación.

      Pero ese siglo, el de la Ilustración y las primeras revoluciones políticas, iba a cambiarlo todo. Ya la sustitución de dinastías reinantes alteró considerablemente la relación de las partes con el conjunto de los territorios de la monarquía hispánica. De los Borbones españoles podría decirse algo parecido a lo que Tocqueville afirmó de los franceses: que desmantelaron las estructuras del antiguo régimen mucho antes de que la Revolución las destruyera definitivamente. La nación fue sustituyendo a la monarquía compuesta, a la sombra del despotismo ilustrado. Me refiero, por supuesto, a la nación española, comunidad política que hace su aparición jurídico-política en las Cortes de Cádiz (1810-1812), con la pretensión de comprender e integrar a “los españoles de ambos hemisferios”, pero ya “español” no significaba lo que en la época virreinal. No era, no podía ser lo mismo el sujeto de la nación soberana que el de la monarquía soberana que la había precedido, disolviéndose de una manera tan prolongada e imperceptible como la red de “poderes secundarios” esparcida por todo el cuerpo social que las instituciones del absolutismo borbónico fueron borrando en Francia desde el siglo xvii, pues, como bien supo ver Tocqueville, al propio Richelieu le habría complacido una nación homogénea con una sola clase de ciudadanos, porque ese tipo de superficies igualitarias facilitan el ejercicio del poder absoluto.

      Y por causas semejantes fue imposible que la nación surgida en Cádiz abarcara, conservándola bajo el nuevo sujeto soberano, la extensión territorial de la monarquía hispánica. Las naciones surgidas de la emancipación (comenzando por México) se constituyeron como tales utilizando contra la España de Cádiz las estructuras del poder virreinal. Es lo que hizo Iturbide, verdadero padre de la nación mexicana y enterrador de Nueva España, a la que había servido como jefe militar en el ejército realista contra los insurgentes. Porque Hidalgo no se levantó contra España, sino por su rey destronado por Napoleón y contra el mal gobierno de los gachupines que servían al usurpador José I (el cual gobernaba España como monarca absoluto y con el apoyo de una elite española afrancesada, ilustrada, pero no liberal). Lo trágico del asunto es que buena parte de los guerrilleros españoles, tan antiliberales como los afrancesados, se levantaron en armas, a su vez, contra los gabachos y contra los guachinangos que en Nueva España parecían rechazar la autoridad del rey legítimo, Fernando VII. La mayoría de los patriotas españoles no había oído siquiera hablar del grito de Dolores, y si alguno lo llegó a oír, lo entendió al revés.

      La pintura de historia mexicana, como la peruana, surge del relato de la conquista reinventado por la historia nacionalista, no del recogido en las crónicas de Indias. La llegué a conocer, mucho después de mi paso como profesor en El Colegio de México, gracias a las ilustraciones de la magnífica edición de La presencia del pasado, de Enrique Krauze, por el Fondo de Cultura Económica y Bancomer, que antecedió en un año a la de Tusquets (2005). Sobra decir que he disfrutado mucho cotejando el magnífico recorrido de Tomás Pérez Vejo por la versión pictórica de la conquista construida por el nacionalismo mexicano con las imágenes del libro de Krauze.

      Pero no quería cerrar este prólogo sin referirme al primer pintor de la historia de Nueva España, muy anterior a mi paisano, el guipuzcoano Baltasar de Echave, natural de Zumaya, que publicó en 1606, en Ciudad de México, unos Discursos sobre la antigüedad de la Lengua Cántabra Vascongada, escritos cuando descansaba de pintar santos de alcoba, como los del bolero de Machín, para clérigos como su amigo y prologuista, el dramaturgo Arias de Villalobos, y para iglesias y conventos de monjas.

      El caso es que, como recuerda Alejandro Salafranca, el 25 de mayo de 1531, los capitanes indios Nicolás de San Luis Montañez, cacique de Tula, y Hernando de Tapia, cuyo nombre otomí era Conín y que había recibido el bautismo dos años antes, derrotaron, al frente de un ejército de indios novohispanos, a una numerosa fuerza chichimeca en el cerro de Sangremal. En el curso de la batalla apareció, para pelear al lado de los novohispanos, el apóstol Santiago el Mayor, como solía hacerlo con frecuencia durante los siglos anteriores en las batallas de los cristianos españoles contra los moros. En Sangremal lo hizo con más motivo, porque los capitanes otomíes habían decidido aplazar batalla hasta el día mismo de la festividad del apóstol, que era fiesta de guardar, salvo para los cruzados hispánicos. Hay que recordar además que para todos los cristianos novohispanos, de cualquier etnia o casta, regía el privilegio pontificio otorgado por la Bula de la Santa Cruzada a los españoles, que les permitía comer carne todos los viernes del año salvo los de Cuaresma, en reconocimiento a la victoria de los reinos hispánicos sobre los invasores almohades en las Navas de Tolosa, el 16 de julio de 1212. Como la fecha caía cerca del día de Santiago, hubo quien vio al apóstol matando almohades en la batalla con tanto o mayor ahínco con el que Teseo, venido desde el Hades para auxiliar a los griegos, mató persas en Maratón. Tras la victoria en Sangremal, los novohispanos fundaron la ciudad de Santiago de Querétaro.

      La primera aparición del apóstol Santiago en combates contra el islam de España tuvo lugar en Clavijo, cerca de Albelda, en la Rioja, el 23 de mayo de 844. Los leoneses, encabezados por el rey Ramiro I, derrotaron a un ejército moro del emir cordobés Abderramán II. Esta victoria permitió a los cristianos librarse del vergonzoso Tributo de las Cien Doncellas que el rey asturiano Mauregato se había comprometido a pagar al primer emir omeya de Córdoba, Abderramán I, y a todos los emires venideros (“cincuenta para esposas, cincuenta para mancebas”). Santiago apareció, sobre su caballo blanco, allí donde los leoneses flaqueaban, e hizo una gran matanza entre los musulmanes, cuyo número duplicaba el de aquellos. El lugar donde irrumpió el apóstol se llamó desde entonces Campo de las Matanzas y el celestial jinete comenzó a representarse desde entonces como Santiago Matamoros, caballero en su corcel, con la espada en la mano derecha y, en la izquierda, el estandarte con la cruz en forma de espada, la famosa cruz de Santiago que la orden militar de ese nombre adoptó como emblema, lo que explica que se conociese a tal Orden como “la Gran Caballería del Espada” (así la nombra el hijo de uno de sus maestres en la elegía mayor de nuestra lengua: “del espada”, que no “de la espada”, porque en el castellano de Jorge Manrique las espadas eran todavía masculinas, como las “espadas tajadores” del Cantar de Mío Cid). Pues bien, como caballeros de esta Orden fueron armados e investidos Nicolás Montañez y Hernando de Tapia, los capitanes de Sangremal. Volviendo al Santiago Matamoros, es sabido que su iconografía canónica se completa con un montón de cuerpos de moros vencidos y muertos a los pies de su caballo blanco. Moros de piel oscura y con turbante, aunque, en rigor, los moros vencidos