Campo Abierto. Max Aub

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Название Campo Abierto
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491343974



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Si machacáis, en pro del deber, toda simpatía y regís vuestros sentimientos por lo que el Partido, o tus ideas políticas, impone, ¿no crees que corréis el riesgo de atrofiar toda una parte natural del hombre? Despertaros, un día, vueltos máquinas, burócratas. Sin clases, pero sin razón de vivir. Porque el día en que se implantara así un socialismo aséptico, científico, como decís enjuagándoos la boca, perfecto si quieres, tras haber pisoteado todas vuestras inclinaciones incontrastables, ¿qué quedaría del hombre?

      Gaspar le oyó sin chistar, frío, despegado.

      –Todo eso son suposiciones tuyas, falsas de arriba abajo. ¿Qué quieres? ¿Favorecer, en nombre de lo que tú llamas buenos sentimientos, a nuestros enemigos? ¿Perder la guerra con tal de pasar por filántropos? ¿Que alaben eternamente nuestros buenos corazones de idiotas, de esclavos?

      –¿Tú crees que el haber ayudado a Salas influirá en el curso de los acontecimientos?

      –¡Naturalmente que lo creo!

      –Un futbolista…

      –Sí: un futbolista, tú; y un capitán, el vecino de enfrente; y un cura, el del ultramarinos de al lado; y un espía, la tía de la esquina…

      –¿Dónde está vuestro respeto por la vida humana?

      Vicente sentía que Gaspar tenía razón. Y, sin embargo, porfiaba, sinceramente, con el profundo deseo de ver claro. Había algo, indefinible, que le mandaba no abandonar su posición. No era la negra honrilla, ni la posible vergüenza del «mea culpa», sino algo de adentro que nada tenía que ver con la razón.

      –Lo malo es que lo juzgáis todo con el mismo rasero. Técnicos sois y especialistas encarrilados y con anteojeras que sólo os dejan ver un camino estrecho. Para el trabajo no cabe duda que tiene sus ventajas. Pero hay otras cosas.

      –Sí. Por ejemplo: tu refrán de esta noche: la amistad. ¿Pero es que no puedes tener amigos en tu partido? ¿No los tienes? Los amigos ¿no se escogen? Y lo que escoges, ¿tiene que ser para toda la vida? ¿No te puedes equivocar? ¿Eres infalible?

      –La única diferencia está en que yo creo que mis amigos pueden tener opiniones políticas distintas a las mías, y tú, no.

      –Desde luego.

      –Y eso, ¿entra en la categoría del progreso?

      –Desde luego. Un fascista no puede ser amigo mío.

      –Porque para ti la política es la base de la humanidad. Te basta que un cualquiera comulgue con tus ideas políticas para que sea tu amigo.

      –Es posible.

      –Le llamas compañero, camarada.

      –Y lo es.

      –Pero no amigo. La amistad es otra cosa. Una ligazón más vital. No sólo una persona con quien se habla mal de los enemigos, de los problemas del momento. A menos que ya hayas llegado a no tener otros. Aflojar las riendas de la lengua. Quizá no te haga falta. Sois más duros. Yo soy un hombre blando y necesito amigos para sentirme vivo. Yo sé, tanto como tú, lo que es un compañero; porque yo he jugado al fútbol, y tú, no. Un balón bien o mal pasado une más de lo que te figuras. Por algo se llama a aquello un equipo.

      –Sí, ya sé: Salas fue defensa derecho, en tu tiempo.

      –En el nuestro.

      E1 tono de Gaspar se había vuelto un poco más cordial. Hubo un silencio. Luego siguió:

      –¿Piensas, como todos, que somos unos sectarios?

      –No, sectarios, no. Porque el comunismo no es una secta. Sectarios, no. Hay otra palabra que os cuadra mejor, si no te enfadas.

      –¿Más? ¿Cuál?

      –Fanáticos. Os ciega el fin y no escogéis los medios. Y, sin embargo, lo que más me atrae de vosotros es la pasión. No os importa un comino la moral.

      –¿Nos crees capaces, como tú, por lo que sea, de ayudar al enemigo?

      –Si os conviniera, sí.

      –Si nos conviniera… ¿Es que a ti te convenía hacer escapar a ése?

      –No. Y ahí está la diferencia. Para vosotros no existen los sentimientos morales como no sean aprovechables para vuestra justa política. Y para mí, sí. Sois capaces de entenderos con los fascistas si veis en ello una ventaja.

      –Si la revolución fuese a ese precio, ¿no la aceptarías?

      –Aceptarla, seguramente sí. Pero participar en su advenimiento, a ese precio, como tú dices, no. Si conviene, sois capaces de cambiar de postura cada veinticuatro horas; yo no. Os admiro, pero no puedo compartir vuestros trabajos.

      –¿Es ese tu materialismo histórico?

      –Sí.

      –No te felicito.

      –¿Vais a detenerme?

      –No, hombre, no.

      –No me vas a hacer creer que viniste a verme así, por las buenas, porque eres… amigo mío. Si de veras eres consecuente, debes denunciarme. Debes prenderme y…

      Gaspar sonrió:

      –Ahí, me cogiste, viejo.

      –¿Todavía no os sentís bastante fuertes?

      –Tal vez.

      Gaspar había bajado la voz.

      –¿Te marchas?

      Entraba Teresa.

      –¿Cómo está usted?

      Y, después:

      –¿Qué quería?

      –Nada. Nada, pasaba por aquí y subió. ¿Ya has cenado?

      Luego se reprochaba no haber dicho a Gaspar todo su sentir: El cómo –para él– daban demasiada importancia a lo nimio, a lo inmediato. El cómo le molestaba su desprecio de lo que no fuera útil a su causa, el verlo todo bajo la sola luz de su organización, su falta absoluta de interés por lo que no fuera su estrecho círculo. Recordaba la elección de libros que había hecho Juan Redondo –un muchacho inteligente, de las juventudes– cuando se le ofreció la biblioteca de los Dominicos:

      –Aquí no hay nada que nos sirva.

      Escogió unos cuantos libros de texto.

      –¿Fray Luis de Granada? ¿Para qué? Todo esto en latín… ¿Menéndez y Pelayo? Era un reaccionario. ¿No querrás que me lleve éstos de Vázquez de Mella?

      El ser tan de partido, a brazo partido, partidos, seres incompletos, cerrados; faltos de amor.

      Porque apreciaba de veras a Gaspar, le quería. El haber ido juntos a clase –la memoria de la niñez es más fuerte que cualquiera– le parecía una razón suficiente para no reñir con él, de la misma manera que el haber jugado juntos durante tres temporadas con Salas habíab bastado para que no dudara en hacer lo posible por ayudarle.

      –Mañana me detendrán.

      Se acercó al balcón abierto y se asomó a la calle desierta. Lo había hecho muchas veces antes, cuando la calle era de todos. De todos y de ninguno, de cualquiera. Ahora, no. Ahora, por el hecho de la guerra, de la revolución, se sentía atado a la calle –las llaman arterias–, sentía cómo su sangre corría por ella, por ella y las demás. Sentía que Valencia era suya. Suya y de todos, conjuntamente: porque la defendían. ¿Había traicionado? Las piedras, el asfalto, las luces, el gas, la electricidad, la casa de enfrente, el aparato de luz que allí colgaba, todo era suyo. Suyo y de todos, y había que defenderlo. Por solidaridad. Porque él era el pueblo, y el pueblo era él. Se sentía envuelto, protegido. Pasaba un hombre, un hombre desconocido, que era él mismo. ¿De la C.N.T., republicano a secas, socialista, comunista? Un hombre que iba a una tarea que serviría para defender la ciudad, su tierra, su país, su patria.

      Un