Название | Campo Abierto |
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Автор произведения | Max Aub |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788491343974 |
El campo de sus hazañas estaba cerca, sin una mala brizna de hierba, circundado por una valla de maderas grises, hechas coladera para permitir a los mirones de todas alzadas lanzar la vista al interior, los domingos de partido. (A un lado del campo corren dos bancos con más clavos al aire que otra cosa. Las porterías tienen un arco curvado por la intemperie, el tiempo y las dificultades económicas de la tesorería del club). Los domingos por la mañana Vicente y su amigo Ramón –el medio centro– llegan antes que los demás y pintan las rayas blancas sobre la tierra dura; alternativamente uno se ocupa del cubo y el otro de la brocha gorda.
El campo es duro: ni una brizna de hierba. La hierba para los vascos, aquí la pelota salta más. La controlamos mejor. Y el portero. Bueno, el que juega de portero casi no es jugador. Es un futbolista aparte. Solo, ligado al equipo con los dos defensas, pero aparte, encerrado, encuadrado. El portero está solo y espera que jueguen los demás. No corre. O si corre parece hacerlo atado a la puerta, con un elástico que le vuelve a su marco, automáticamente. ¡Pero darle a la pelota, lo que se llama darle con la punta o con el empeine, qué va! Cogerla de lleno. Darle bien, con el efecto que se quiera, para que vaya a dar a donde se ha pensado: en el centro del larguero para que el compañero salte lo que tiene que saltar y la desvíe con la cabeza al ángulo. ¡Qué saben de eso los mirones! Corres la línea que parece que te vas a caer y no caes. Sabes que la pelota te llega por detrás, que va a surgir tres, cuatro, cinco metros adelante. Lo notas por la cara del defensa que llega corriendo a cortarte. Saltas, corres tres metros más con la pelota pegada al pie y ¡zas! con el empeine y al centro: medida. El peso exacto del balón: hecho para la fuerza de la pierna.68
Internarse, internarse y chutar a gol. Sentir cómo la vista se te va con el pie. Buscar el ángulo exacto. Darle al pie la fuerza y la velocidad que manda el impulso que te llena el pecho, para colocarla fuera del alcance del portero contrario. Ese desgarrar lo desconocido que es un gol. Ese disparo feroz a la red. ¡Zas! Un pez, un pez gordo que se incrusta en la red. Esa colocación del pie, de la voluntad, de uno mismo, que es un gol. Con la cabeza es otra cosa. Con la cabeza te das menos cuenta. El salto es más aventurado, gozas menos.
A los ocho, a los diez, a los quince años, la vida –para Vicente Farnals– se dividía claramente en cuatro cuartos, al igual que los puntos cardinales: Norte, comer. Sur, dormir. Este, jugar al fútbol en el solar, y Oeste, ir a la escuela. Todo esto presidido por Pablo Iglesias, «El Abuelo», cuyo retrato está en la habitación de su padre, dedicado y todo: A Vicente Farnals, su compañero, Pablo Iglesias. Una cinta roja, ajada, en una de las esquinas del marco negro.
No lo tenía en el taller porque, como es natural, le podía perjudicar. Tenía éste el ancho de la puerta. Se bajaban dos escalones, oliendo a madera buena. El banco a la derecha, las tablas y las chapas adosadas contra la pared izquierda. En medio y al fondo, muebles sin terminar. El bote de la cola y los instrumentos. (Cepillos, garlopas, formones, escoplos. Las limas, las sierras de acero negro y gris, taladros, martillos, escuadras, el papel de lija, las delicadas muescas para machiembrar el cedro con el ciprés, mientras se espigan el ébano y el roble para ensamblarlos en inglete o en cola de milano por medio de finas mortajas. El olor del serrín y de las virutas retorcidas como caracoles, o colas de cerdo).
Vicente Farnals, el padre, era ebanista de pro, mejor dicho, lo fue. El artesanado daba poco y los muebles bien acabados, en una época en la cual vencía el objeto en serie del nuevo rico, no alcanzaban aprecio. El trabajo fino no daba ya lo necesario para el bienestar de la familia, que en casa de Vicente Farnals se comía bien y mucho a todas horas; desde la mañana, con su copa de aguardiente, al almuerzo – morena pataqueta bien rellena con una tortilla de patatas o una chuleta de cordero con tomate frito, o atún y pimiento aderezado con piñones y tomate; al arroz de mediodía, caldoso o seco, con cualquiera de las mil cosas que la tierra produce: acelgas, alcachofas, cerdo o mero; al hervido de la noche, las patatas tiernas, las judías verdes, el buen aceite y algún huevo restallante, amarillo, blanco y dorado.
Vino a ser socialista por su amor al trabajo. Le dolía tener que cambiar sus obras por dinero. Y que le regatearan. Se dio cuenta de qué manera tan distinta consideraban la madera él y sus compradores. Faltábales el amor por la caoba bien pulida, o por el vulgar pino vencido por su afán de perfección. Le hería que comparasen su trabajo –a él mismo– con el de otros, por el solo precio. Así le entró el odio a la burguesía y al capitalismo. El que se transformaran, a ojos vistas, sus mesas, sus sillas en reales, pesetas y duros, en objetos de comercio; esa trasmutación era superior a su entendimiento y despertaba su furia. Veía en cada tabla la posibilidad de algo útil y hermoso y no concebía que se le regatearan sus milagros. Entonces el ebanista decidió dedicarse a trabajos menos delicados e inteligentes, más rápidos y productivos y vino así de ebanista a carpintero, para mayor bien de su bolsa y particular contento del estómago propio y el de su prole. Era viudo, magro y de bastante mal genio. Decía que se le había avinagrado el carácter desde la muerte de su santa mujer, que le tenía en un puño. Al quedarse sin ello no supo dónde apoyarse y perdió su equilibrio. Ni siquiera se le ocurrió sustituirla. La difunta fue hija de su maestro, ebanista de gran nombre y no pocas ínfulas en el gremio. A raíz de su soledad fue cuando se decidió a rebajar su categoría, cosa que su cónyuge no le hubiese permitido. Nadie le dijo «esa boca es mía» lo que, en el fondo, no dejó de molestarle, preparados como tenía dos o tres discursitos de su solera para explicar el caso. Porque, eso sí, labia no le faltaba, y en las noches de comité si no soltaba su perorata no podía dormir tranquilo. Era intransigente en tiquis-miquis y dimes y diretes administrativos y sindicalistas, y partidario de respetar los estatutos cual si fuesen mandamientos de una ley incontrovertible, amigo de poner los puntos sobre las íes. Tardo en la exposición, diserto y agarrándose a los lugares comunes y a los latiguillos cuando se hallaba sin salida, y aun con ella. Esponjándose con su:
–Esta es mi opinión personal, particular e intransferible –con que solía acabar sus intervenciones.
Querido de todos y de ninguno: una institución; tesorero de la agrupación desde siempre, honrado, bastante puntual en la entrega del trabajo y amigo de parlotear sin fin con los clientes, lo cual no le favorecía. Crió a sus hijos con la misma medicina, con lo que le respetaron y crecieron cada uno a su manera. Fueron a la Escuela Moderna,69 única escuela laica existente entonces en Valencia, que fundó un tal Samuel Torner, que según decían había sido secretario de Francisco Ferrer.
Los chicos bajaban por la mañana por la calle de Ruzafa, cruzaban ante la plaza de toros –el padre odiaba la fiesta nacional–,70 tenían cuidado al pasar las vías de la Estación, rodeaban el Instituto, seguían la callé del Arzobispo Mayoral hasta la de la Sangre, luego por la de Garrigues, mirando a hurtadillas, a derecha e izquierda, por la de Gracia donde están las «casas malas», hasta la plaza de Pellicer, término del viaje y principio de los pupitres. A veces cruzaban por delante de la Estación, por la plaza de Emilio Castelar y se sentaban en la fuente del Marqués de Campos para mirar –ávidos– la actividad bullanguera y comercial de la bajada de San Francisco, o se largaban a contemplar y discutir las fotografías clavadas en la entrada del cine «El Cid», donde daban películas de episodios. Allí fue sorprendido Vicente por el primer tiroteo de su vida –el año 17–.71 Siempre recordará la pareja de la guardia civil metiendo los caballos por la acera. Él se escurrió hasta el Ateneo Mercantil, de donde le echaron. Se metió en una tienda de ropa. Luego, sin miedo, atravesó la calle de las Barcas –solo– frente a los guardias, tercerola terciada, en hilera, viéndole pasar. Al llegar a su casa la encontró cerrada. Habían venido a buscar a su padre. Así fue a la cárcel, por vez primera, a visitar al carpintero, encantado de que tomaran tan en serio su condición de revolucionario y, sobre todo, su incontrovertible republicanismo.
Olor del serrín y de las virutas.72 Olor de la resina del pino, traslúcido rosa. Olor de azahar. Capas lentas, prodigiosas, de olor de azahar llegando a ras de tierra, con el atardecer, manto del sol y prenda de luna llena. Olor oleaginoso y lento del naranjo cargado de flor, cuajado de fruto. Naranjo verde negro, perenne. Naranjas amargas y dulces, pesadas como senos, primaveras. No mondarlas: exprimirlas y chuparlas hasta la última gota de jugo, y tirar luego la corteza, de repente vieja, arrugada, deshecha y desecho. La boca pringosa y las manos pegajosas.