Merleau-Ponty distinguía entre la pintura y la ciencia a través del hecho de que esta contempla a distancia, por encima, las cosas, mientras que la pintura se sumerge en ellas. Pero cuando el pensador francés hacía esta reflexión estaba pensando ya en Cézanne, en una pintura que exploraba la realidad como fenómeno y que por lo tanto estaba dejando atrás su fase primitiva del espejo mimético: el pintor que Merleau-Ponty tenía en mente ya era capaz de empezar a comprender el lugar que su identidad, su subjetividad, ocupa en la gestación del cuadro, superando así la fase del reflejo, realista, para entrar en la del espejo, imaginaria. No pensaba Merleau-Ponty en una pintura como la perspectivista que, equiparándose a la imaginación científica, contempla el mundo desde fuera, a partir de una distancia exterior que considera equivalente de forma mecánica a la distancia interior.
Picasso, sin embargo, se adelanta a la distinción que hizo años más tarde el pensador francés e incluso la sobrepasa. En su obra, y concretamente en su obra inaugural de la nueva visión, Les demoiselles d’Avignon, distancia interior y exterior se conjuntan sin anularse. Picasso contempla a distancia pero esta es una distancia mental que ocupa el lugar de la distancia física. Solo de esta manera puede reflexionarse mediante la pintura. Cézanne consideraba que pintar era captar la realidad en el momento mismo en que esta acontece: introducía así el tiempo en la percepción pictórica y en su plasmación. Pero Picasso no espera a que lo real acontezca ante él, sino que va en su busca a través de otras imágenes, va en busca de lo real imaginado y lo recompone a través de gestos temporales, a través de su proceso de reflexión pictórica expresada en fuerzas espacio-temporales.
Enfrentarse al ingente estudio sobre Les demoiselles d’Avignon que editó la editorial Polígrafa en 1988, a partir del catálogo del Museo de Picasso de París, publicado el año anterior por Hélène Seckel, produce estupor. Tenemos tendencia a considerar que una pintura es solamente el cuadro que cuelga ante nuestros ojos en la sala de un museo, como si toda la energía del pintor se hubiera concentrado en el espacio de aquella tela de manera que su confección anulara todo cuando había a su alrededor. Pero basta ver la cantidad de imágenes preparatorias o concomitantes que rodean Les demoiselles, imágenes que forman una verdadera constelación visual, un sistema ecológico,54 para darse cuenta de que muchas pinturas, sobre todo las más importantes, son consecuencia de un proceso de maduración que deja rastros dentro y fuera de estas. Es obvio que Picasso no encontró la nueva visualidad, sino que la construyó con gran esfuerzo, como lo prueban los ensayos visuales que, entre finales de 1906 y la primavera de 1907, preparan la ruptura formal de Les demoiselles. Pero construir una visualidad no significa, como puede parecer y como nos hace pensar nuestra tradición romántica, inventarla. En Picasso se da una profunda tensión dialéctica entre búsqueda y encuentro, entre construcción e invención: el pintor, en su búsqueda por un territorio a la vez desconocido y familiar, revuelve de arriba abajo el universo formal y, de esta manera, produce la posibilidad de que «le venga al encuentro» la formación que andaba buscando. Le viene al encuentro porque, social, estética e ideológicamente, la nueva formación estaba preparada para emerger, solo necesitaba que alguien estuviera capacitado para captarla, para comprenderla y para darle la forma definitiva. En resumen, para hacer visible lo que estaba solo latente. El mismo Picasso lo expresa con claridad cuando intenta desmentir la influencia que el arte «primitivo» pudo tener en su pintura: «el descubrimiento de las estatuas coincidía, en la época, con lo que buscábamos».55
Se pueden contar hasta diez configuraciones visuales situadas en el origen de Les demoiselles d’Avignon y que han dejado su huella en la obra, diez ramas del árbol genealógico del que hablaba Palau i Fabre, pero en todo caso solo diez elementos de los muchos que integran la ecología en la que se inserta visiblemente la obra: la Visión de San Juan del Greco (1608-14); El baño turco de Ingres (1862); Les grands baigneuses de Cézanne (diversas versiones entre 1900 y 1906); Les baigneuses de Derain (1907); Nue bleu de Matisse (1907); una cerámica de Gauguin titulada Oviri (1895), expuesta en el Salón de otoño de 1906; cabezas esculpidas ibéricas, robadas del Louvre por Géry Pieret y enviadas a Picasso; diversas piezas de arte africano expuesto en París por primera vez en la época; muestras de arte precolombino expuesto en Barcelona años antes, y finalmente las fotografías sobre «Mujeres africanas» de Edmond Fortier (1906) de las que el pintor tenía conocimiento. Ante esta abundancia de motivos, algunos críticos se ven obligados a escoger, sin contar con que, en el caso del pintor malagueño, no se trata tanto de buscar alternativas, como de comprender que fusionaba distintas formaciones en sus obras. Todas las reseñadas, y algunas más, están presentes en Les demoiselles de una forma u otra, en lo que constituye un verdadero montaje espacio-temporal. Es decir una estructura que está compuesta por capas de espacio cuya articulación expresa temporalidades. Estas fusiones no se realizan solo en la disposición estructural de la obra, como en un collage, sino que se introducen incluso en la propia genética de las figuras, los objetos y el espacio general, los cuales de esta manera expresan en sí mismos una determinada duración, aparte de la que ya conlleva el encadenado de esbozos que los ha precedido. Son así verdaderos objetos espacio-temporales que se insertan en un territorio que es asimismo el resultado de una interacción entre fuerzas espaciales y temporales. En estas vinculaciones del espacio y el tiempo es necesario considerar inscrita la propia memoria del pintor que, en el cuadro de Les demoiselles, recordaba algún episodio de juventud en un burdel de la calle Avinyó de Barcelona. La memoria es el verdadero artefacto espacio-temporal, el lugar donde los tiempos y las imágenes toman la forma de las emociones. Es de esta manera como podemos afirmar que el espacio que Picasso acababa de descubrir con Les demoiselles d’Avignon no era otro que el espacio interior, solo que él lo descubría fuera, en el mundo, y lo hacía a través de la memoria pictórica en la que, como un niño ante el espejo, se veía reflejado. Este universo barroco, de estética psicologizada y espejos enfrentados, no podía exteriorizarse más que a través de una radical complejidad, una complejidad que coincidía con la propia complejidad que el mundo, traspasado el umbral del nuevo siglo, iba adquiriendo y de la que apenas si se iba tomando conciencia. En última instancia, todo gran arte es realista, lo cual, lejos de dar la razón al sentido común, lo obliga a repensar los parámetros en los que se asienta.
Miller, en estudio citado sobre las relaciones conceptuales de Einstein y Picasso, nos recuerda que a este la gustaba el cine y que disfrutaba especialmente con las películas de Méliès. De Méliès se acostumbra a olvidar su complejidad, ya que o bien ha sido comúnmente menospreciado por los partidarios del realismo fílmico o bien ensalzado festivamente por los amantes de los espectáculos de bulevar. Su conexión con Picasso lo puede colocar en el sitio que le corresponde como iniciador de una vía compleja del cine que solo culmina en nuestros días con las imágenes digitales, a la vez que nos ilustra sobre otra de las posibles influencias que presenta la ruptura visual de Picasso.
El establecimiento de una constelación visual en torno a una obra como Les demoiselles d’Avigon nos obliga a considerar la existencia de un cierto movimiento en su concepción, el que le otorga la circulación de la mente del autor por esos diferentes lugares. Puede que sea esto lo que promueve, en primer lugar,