Estética del ensayo. Josep M. Català

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Название Estética del ensayo
Автор произведения Josep M. Català
Жанр Изобразительное искусство, фотография
Серия Prismas
Издательство Изобразительное искусство, фотография
Год выпуска 0
isbn 9788437095493



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que debía efectuarse principalmente a través de la mirada. Algo similar se nos propone en las películas de cineastas como Peter Delpeut (Nitrato lírico, 1991) y Matthias Müller (Home Movies, 1991), donde las imágenes del pasado, provenientes del archivo, cobran vida de nuevo para establecer relaciones entre ellas que nos hacen reflexionar sobre su propia morfología y el ramillete de significados que esta comporta.

      El planteamiento museístico de Montauban recuerda una anécdota que se cuenta acerca de las relaciones entre Gombrich y Panofsky, anécdota que permite comprender la diferente sensibilidad con que ambos se enfrentaban al fenómeno artístico, a la par que nos muestra también dos formas prototípicas de entenderlo. Se dice que Gombrich asistía a una de las conferencias de Panofsky en la que este, como era su costumbre, proyectaba diapositivas para ilustrarla. En uno de los momentos de la charla, y después de mostrar primero la imagen de una iglesia renacentista y, luego, la de una iglesia gótica, Panofsky exclamó: «¡Aquí ocurrió algo!». El comentario de su amigo, expresado en voz baja a la persona que tenía al lado, no se hizo esperar: «Claro que ocurrió algo –dijo Gombrich–, ocurrió que se introdujo un nuevo estilo arquitectónico, pero esto no es necesariamente el síntoma de algo más».45

      Esta apelación al sentido común de Ernst Gombrich, muy en la línea de lo que Steiner denomina «la endémica liturgia anglosajona del sentido común, de la duda pragmática, que contempla este tipo de proposiciones como simple verborrea»,46 no sirve para nada ante el emparejamiento de un Ingres y un Picasso, tan diversos pero a la vez tan similares, como los que se enfrentaban en el museo de Montauban. Si ese cambio tan drástico de visualidad no fuera, como quería Gombrich, síntoma de algo más, de un mecanismo cultural y estético más profundo, significaría que la introducción de estilos nuevos en el arte sería simplemente fruto de la voluntad personal del artista o, como máximo, de la imposición insustancial de una moda estilística. No creo que el ilustre director del Instituto Warburg, un crítico en otras ocasiones tan perspicaz, estuviera dispuesto a creer, pongamos por caso, que el tránsito, en la historia de la ciencia, del paradigma newtoniano al paradigma einsteiniano (que de hecho coincidió con la elaboración de Les demoiselles por parte de Picasso) obedeciera simplemente a un capricho de Einstein, quien habría conseguido imponer, con la fuerza de su imaginación, una nueva moda entre los científicos. ¿Qué hace que lo que no consideramos adecuado para la ciencia lo tengamos por habitual en el arte, si no es un rutinario desprecio por el funcionamiento de este frente a la proverbial circunspección del método científico? La noción de que una cosa es la invención artística y la otra el descubrimiento científico no tiene en cuenta las veces en que la ciencia ha sido invención y el arte descubrimiento.

      Si el paso de la visión del mundo de Newton a la visión del mundo de Einstein estaba enraizada en corrientes culturales profundas, de las que el cambio entre ambos paradigmas era un síntoma, no cabe duda de que tales corrientes no solo alcanzaban a la ciencia de la época, sino a todo cuanto en este período tenía significación social y que, por lo tanto, se hallaba, a través de la estructura de esa sociedad, interrelacionado. Si un cambio científico tiene significaciones profundas, lo mismo debe ocurrir con un cambio artístico. Las imágenes de Ingres, de un realismo armónico y transparente, pertenecen sin duda alguna al mismo paradigma que permitió a Newton concebir su equilibrado universo. Y parece obvio que si hubiera que buscar una concepción visual que correspondiera al vuelco que las ideas de Einstein ocasionaron en esa concepción de la realidad, las pinturas de Picasso serían firmes candidatas a ello, como así lo testimonia el excelente estudio de Arthur I. Miller.47

      Walter Benjamin creó el concepto de imagen dialéctica para denominar aquellas configuraciones visuales en las que cristaliza el proceso histórico y las tensiones sociales, es decir, imágenes que son síntoma de algo que está pasando más allá de lo obvio. Adorno no estaba demasiado satisfecho con esta idea, pero no adoptó la misma actitud despectiva de Gombrich ante la propuesta de un mecanismo psicosocial complejo como el que promulgaba Panofsky, sino que pensó, por el contrario, que había que ampliar las dimensiones de lo concebido por Benjamin para evitar análisis excesivamente mecanicistas. Decía que «las imágenes dialécticas son modelos no de los productos sociales, sino más bien constelaciones objetivas en las que se representa la condición social».48 Es decir, que esas imágenes no son el reflejo mecánico de la realidad social, sino un escenario donde esta puede representarse con diferentes disfraces. Habría que preguntarse por qué Benjamin, en lugar de buscar directamente en el arte los ejemplos de estas imágenes dialécticas, las rastreó en ámbitos menos sobresalientes, como las configuraciones urbanas o los anuncios publicitarios. Puede que la respuesta sea que para él el proceso creativo del arte era demasiado consciente, mientras que lo que perseguía era el estudio de formaciones sociales caracterizadas por una cierta espontaneidad. En cualquier caso, la expansión que Adorno hizo de esta idea, su concepto de constelación que se constituye en modelo dentro del que se producen las imágenes dialécticas, puede ser muy productiva a la hora de estudiar la obra artística, especialmente una obra que, como la de Picasso, se sitúa en el crisol de una serie de cambios sustanciales. Si la imagen dialéctica es la destilación espontánea de una serie de tensiones psicosociales que aparecen visualizadas en los diseños artesanales, arquitectónicos, urbanos, etc., la obra de arte podría ser considerada como la representación del marco donde estas otras imágenes se hacen posibles, es decir, la representación de la constelación adorniana que hasta ahora no habría encontrado una ubicación visual clara que fuera capaz de trascender el ámbito de las imágenes dialécticas definidas por Benjamin. Además, de esta manera se solventaría otro problema que denunciaba Adorno y que ha sido consustancial a la tendencia protocientífica de cierta epistemología del pasado siglo: la ausencia del individuo, del sujeto en la producción de conocimiento: «la permanente importancia del individuo, indicaba Adorno, es así un instrumento dialéctico de transición que no debiera desestimarse como un mito, sino que puede ser solo suspendido».49 Se trata solo de suspender la idea de individuo, de autor, pero no de ignorarla como ha hecho toda la epistemología modernista y no Benjamin precisamente. La visualización de una determinada constelación social y la presencia del individuo como catalizador de las tensiones estéticas, sociales y psicológicas del momento es lo que se encuentra precisamente en un cuadro como Les demoiselles d’Avignon, que expone así el verdadero alcance de su complejidad y sirve como instrumento ejemplar a través del que vislumbrar soluciones a tantas inquietudes de la epistemología contemporánea que, situada en el territorio ambiguo de la post-ciencia, solo puede encontrar una salida válida en la estética. O, mejor dicho, la salida válida solo puede encontrarla en el dominio de la post-estética que se forma cuando, convencidos del agotamiento de lo estético, abogamos por una prolongación que, sin abandonar este ámbito, lo transforme. Esta transformación nos induce a contemplar las obras de arte, presentes, pasadas y futuras, como formas de conocimiento que se forman y transmiten estéticamente.

      Algo había ocurrido, pues, entre 1856 y 1937 para que fuera posible representar el mundo de forma tan distinta o, en otras palabras, para que pudiera ser visto de manera tan diferente como la de Ingres y la de Picasso. Por de pronto, en ese año de 1937, Picasso había pintado también el Guernica y hacía ya treinta años que, con Les demoiselles d’Avignon, había revolucionado la visión occidental. Centrémonos en esta última obra, pues: una obra fronteriza que, como una figura de Jano, mira a la vez hacia el pasado y hacia el futuro. Jano es la divinidad de las puertas, de los umbrales; la de los inicios y las postrimerías, y en consecuencia es perfectamente equiparable con esta particular pintura del pintor malagueño, él mismo una figura compleja que engloba varias culturas, multitud de estilos y diversas personalidades. Tratemos de ver esa pintura como si nunca antes la hubiéramos visto o, mejor aún, como si nunca antes nadie hubiera dicho nada sobre ella. Se trata, pues, de un objeto visual datado a principios del siglo XX, en 1907, que aparece ahora ante nuestros ojos como surgido de la nada: ¿qué dispositivos visuales, conceptuales, emocionales, epistemológicos la conforman y la convierten en una propuesta compleja? Decía Georges Poulet que nuestro pensamiento ha de ejercerse ineluctablemente sobre algo, es decir, sobre un objeto, pero que, sin embargo, este pensamiento se produce en un campo determinado, en su interior, y que ello nos permite establecer una distancia con el pensar, distancia que Poulet denomina certeramente distancia interior.50