Estética del ensayo. Josep M. Català

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Название Estética del ensayo
Автор произведения Josep M. Català
Жанр Изобразительное искусство, фотография
Серия Prismas
Издательство Изобразительное искусство, фотография
Год выпуска 0
isbn 9788437095493



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considerar también la posibilidad de una distancia exterior que articule la plasmación técnica de nuestros pensamientos. Simmel expresaba algo parecido a los postulados de Poulet. Hablando de la filosofía del dinero, el cual plasmaría externamente procesos internos, psicosociales, indicaba que «nuestro pensamiento posee la maravillosa facultad de pensar en contenidos independientes del hecho de ser pensados… el contenido de una representación no coincide con la representación del contenido».51 Esta separación entre el acto y la conciencia del acto permite la formalización de esta conciencia, así como del acto correspondiente y, por lo tanto, abre la puerta para la plasmación exterior, técnica, de esa formalización. Permite en una palabra el acto estético, generador del acto artístico (y de muchos actos más, como por ejemplo el acto propiamente tecnológico, es decir, la confección de instrumentos). El proceso de estetización del pensamiento se produce de manera eminente en la obra artística, la cual se convierte así en el resultado de establecer la operatividad de una distancia exterior, simétrica de la distancia interior correspondiente. En pocas palabras, una obra de arte es, entre otras muchas cosas, un acto de pensamiento visualizado. Y esa obra plasma antes de nada la constelación social que, según Adorno, se constituye en modelo dentro del que, dialécticamente, se producen imágenes que son precisamente eso, dialécticas, es decir, ingredientes de una composición que son, a la vez, fruto y matriz de esta.

      Si dirigimos ahora la mirada a Les demoiselles d’Avignon, seguramente veremos la obra con otro ojos, incluso con ojos distintos a los del propio Picasso, ya que las consecuencias de su ruptura visual nos han alcanzado a nosotros y han afinado nuestra mirada de una forma que en el momento de la confección del cuadro era imprevisible. Lo primero que debemos hacer es no quedarnos fuera de la obra, con esa actitud reverencial del espectador, sobre todo del espectador de pinturas que, como la de Picasso, parecen contravenir todas las leyes del realismo, leyes que constituyen las únicas coordenadas que la persona normal y corriente posee para navegar por el arte y que le acostumbran a dejar literalmente fuera de sus frutos más recientes (aunque este improductivo distanciamiento empezó ya con Picasso: fue precisamente él quien se convirtió en el prototipo del desprecio que la persona poseedora de sentido común siente por el «arte moderno»). Una vez efectuada la operación de adentrarse en la obra, antes que una imagen, veremos la forma de esta imagen y, por consiguiente, la propuesta distante, unitaria y absorbida únicamente por la vista, se convertirá en un conglomerado de visualidades y temporalidades organizadas por un marco, por una constelación no solo estética, sino también socialmente preñada. Es el pensamiento de Picasso el que se nos muestra en el cuadro, pero, y ahí reside el carácter genial y al mismo tiempo el germen de la complejidad de la propuesta, es también la sociedad la que piensa a través de Picasso.

      Picasso fue, en gran medida, un pintor de pintores, un metapintor, podríamos decir apurando el idioma. Cabe pensar, aunque siempre se encontrarán excepciones, que fue el primero que, en lugar de pintar la realidad directamente, se dedicó a pintar la realidad pintada por otros pintores, es decir, que se enfrentó pictóricamente a otros mundos pictóricos. No estoy hablando de influencias o copias, ni de la moda manierista del cuadro dentro del cuadro, sino de tomar como modelo la reconfiguración de lo real que otros han efectuado antes. Pero no una reconfiguración externa, distante, espectatorial, de esas plasmaciones, sino una mirada profunda de su trabajo interior. Habría que matizar convenientemente esta propuesta porque la realidad inmediata y sin estructuraciones previas la han tomado como modelo pocos pintores antes de los impresionistas, que salieron a la calle con sus caballetes para captar las impresiones directas de lo real. Gombrich en su Arte e Ilusión revela que los pintores orientales no saben pintar del natural, si no es a través de un modelo que les explique cómo interpretar las formas que tienen ante los ojos. Pero la verdad es que la tradición occidental no está tan lejos de este procedimiento porque, como digo, pocos pintores han buscado en la realidad su inspiración inmediata, sin pasar por las constricciones del estilo, de la tradición o de los símbolos, cuando no de una voluntaria reconfiguración de visualidades clásicas. Ahora bien, con Picasso ocurre algo distinto que nos permite hablar de un cambio sustancial en la forma de entender la pintura. No se trata solo de que se inspire en las obras de otros autores, en su caso no muy lejanos, ni de que busque repetir en sus cuadros propuestas más o menos recientes, lo cual ya implicaría una cierta novedad porque lo que antes se pretendía recuperar eran tradiciones más antiguas a menos que se incurriera directamente en el plagio. Lo que Picasso hace no es utilizar otros materiales para componer sus imágenes, sino convertir otras pinturas en modelos, hacer de ellas material de reflexión pictórica. No solo redistribuye la realidad a través de una mirada distinta, sino que, de hecho, le da la espalda a lo real y lo busca a través del reflejo que de él hay en otros cuadros.

      No olvidemos que Brunelleschi, en otro momento también fronterizo de la cultura occidental, efectúo algo parecido. En la fundación de la técnica perspectivista que abría una nueva visualidad en Occidente, visualidad que habría de durar justo hasta Picasso, el arquitecto y escultor florentino también le dio literalmente la espalda a la realidad y pintó el baptisterio que está frente a la iglesia de Santa Maria de Fiore, el diseño de cuya cúpula le había de hacer famoso, a través de su imagen reflejada en un espejo. El acto inaugural del realismo del occidente se efectúa, pues, buscando lo real en un reflejo. Podríamos aventurar que el pintor, con este subterfugio, establece una distancia con la realidad que le permite conceptualizarla: es la exteriorización de la necesaria distancia interior que funda todo pensamiento. Sin ella, pensar no sería posible, como tampoco la pintura perspectivista sería posible sin la equivalente distancia exterior. Recordemos que el mito de Narciso sitúa el nacimiento de la imagen en otro reflejo que, a la postre, conduce a la tragedia del pobre Narciso ahogado al intentar abrazar en las aguas del lago su propia imagen reflejada. Pero a esta muestra ancestral de desconfianza ante la imagen le podemos oponer la fase del espejo que, según Lacan, supone la entrada del niño en el mundo simbólico. Ahora bien, no olvidemos que esta entrada se efectúa, según el psicoanalista francés, a través de lo imaginario, a través de una identidad ilusoria que todos construimos para poder existir en la cultura. En el fondo, pues, Lacan no está tan lejos de Narciso, si bien lo que en este desemboca en una anulación, en aquel conduce a un renacimiento en el ámbito de lo real imaginario.

      Picasso pinta un mundo más cercano al de Lacan que al de Brunelleschi, el cual a su vez está conectado más directamente con el de Narciso. Quinientos años después del artista florentino, añade otro pliegue a su dispositivo especular y, superando con ello el período de la pintura en perspectiva, busca el reflejo de lo real no en un espejo, sino en el pensamiento visual de otros artistas o, para decirlo de otra manera, en la realidad visualmente pensada ya por ellos. Lo busca, pues, en una realidad reflejada, pero reflejada en un espejo interior. Las metáforas inaugurales del realismo mimético occidental, según Alberti, eran la ventana y el espejo. Picasso prescinde de ellas y entiende la pintura como visualización del pensamiento, como plasmación de la realidad subjetivada. Es en el espejo mágico de Lacan, que convierte la realidad en ilusión y la ilusión en realidad, donde fija Picasso sus ojos: un espejo, por cierto, que no sería teorizado hasta mucho después por el psicoanalista francés, pero cuyas consecuencias estéticas el pintor español deja ya plasmadas en sus Demoiselles d’Avigon, donde memoria individual y memoria estética no solo se confunden sino que se retroalimentan.

      Cierto que a partir del impresionismo, con los fauves, prácticamente contemporáneos de las Demoiselles y, sobre todo, con Cézanne, la pintura había roto ya con el fetichismo de lo real, pero estos pintores seguían pretendiendo dirigir su mirada directamente hacia el objeto externo colocado ante ellos. El acto fundacional de Brunelleschi había sido internalizado hacía tiempo y, por consiguiente, yacía olvidado en los entresijos de la propia técnica pictórica que, de antiguo, creaba de esta manera espejos en los que se reproducían realidades reflejadas, es decir, reflexionadas. La unidireccionalidad de la mirada no fue subvertida, por consiguiente, hasta Les demoiselles d’Avigon de Picasso. Solo entonces, alguien se decidió a pensar pictóricamente sobre el pensamiento pictórico y, con ello, ayudó a traspasar al exterior, a la imagen, lo que antes había sido puramente interior, la geografía de la psique.

      Picasso tenía una enorme facilidad por el dibujo. Basta verle componer sus figuras en el documental de Clouzot (Le mystère Picasso,