Название | El jardín de los delirios |
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Автор произведения | Ramón del Castillo |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418895852 |
Al público se le exponía una larga serie de presentaciones, cada una con ejemplos de contaminación y alteraciones ecológicas […] y se terminaba con una instalación con un cartel asombroso: ‘El animal más peligroso de la Tierra’, que consistía en un espejo gigantesco que reflejaba al visitante humano que se paraba ante él. Recuerdo claramente a un chico negro parado ante el espejo mientras un profesor blanco trataba de explicarle el mensaje que esta arrogante exposición intentaba expresar. No había paneles con consejos de administración de las corporaciones planeando deforestar una montaña, o con funcionarios del gobierno actuando en complicidad con ellos. La exposición expresaba principalmente un único mensaje, básicamente misantrópico: la gente como tal, no una sociedad rapaz y sus ricos beneficiarios, es responsable de las perturbaciones ambientales (p. 33).65
Gracias a la abstracción de una humanidad devoradora –por tanto– quedaba oculto lo más importante: la relación entre medioambiente y relaciones sociales. Si la humanidad en su conjunto (sin distinciones) es la responsable última de los trastornos ambientales, entonces “estos dejan de ser resultados de trastornos sociales” (p. 19). O sea, las hambrunas y la pobreza no serían consecuencia de las injusticias creadas por un orden económico, sino medidas naturales de regulación, correcciones que la naturaleza impone a los seres humanos para mantener su propio equilibrio; no serían consecuencia de la explotación de recursos y de seres humanos, sino efectos de la inclemente naturaleza contra los excesos de la especie. La preocupación de Bookchin era esa: concebirse como especie puede servir para dejar de verse como seres históricos y sociales. El ecologismo no hace entender, e incluso puede impedirlo, que las hambrunas tienen que ver con intereses económicos (por ejemplo, los que obligaban a poblaciones a plantar algodón en vez de grano).
Bookchin sonaba un tanto desesperado, pero más aún cuando se dio cuenta de la influencia creciente de la llamada “ecología profunda” que el escalador y activista Arne Naess había fundado en 1973 (inspirándose en los principios ambientalistas de Rachel Carson) y a la que en 1985 Bill Deval y George Sessions habían dado un nuevo desarrollo. Defendían el llamado “igualitarismo biosférico” según el cual los seres humanos no tienen mayor derecho a la vida que los organismos no humanos, una ideología curiosa porque de llevarla adelante podía empujar no solo a ignorar las necesidades humanas sino incluso a justificar la eliminación de seres humanos (muerto el perro, se acabaron las pulgas). Cuando estos ecologistas promovían la experiencia solitaria de comunión con la naturaleza, pues, no lo hacían por lo mismo que mis conocidos, que también se perdían en bosques a solas pero no se veían a sí mismos como los nuevos primitivos ni se vestían con ropa de camuflaje e intentaban vivir solo de lo que cazaban con un arco. Durante algunas de las excursiones que disfruté con amantes de la naturaleza me encontré de todo: algunos parecían piadosos puritanos que habían sustituido el órgano de la iglesia por el sonido de las cascadas. Solo hablaban del respeto a la Madre Tierra y de que el mundo natural era sagrado. Cualquier alusión al modo de producción capitalista parecía contaminar los buenos sentimientos que inspiraban las montañas. Otros daban mucho más miedo: sus impresionantes atuendos de explorador me resultaban similares a los del paramilitarismo. Quizá me equivocaba: la ropa de montaña era barata y accesible y estaba al alcance de todas las ideologías. Pero empecé a desconfiar de caminantes muy avezados, que sabían cómo encender fuego o seguir rastros de animales. A mí no me parecían puros, buenos y sencillos como los indios que vivieron en armonía con su entorno y que ellos mentaban como modelo ecológico, sino ecologistas supremacistas. Me recordaban más bien a buscadores de recompensas o a tratantes de indios que había visto en películas, aunque los propios ecologistas se montaban una película mejor y se veían como los pobladores de un nuevo Pleistoceno. En la mayoría de las marchas me mordí la lengua. Bookchin no lo hizo. La ecología profunda, dijo,
fue engendrada por gente acomodada, criada con una dieta espiritual de cultos orientales mezclada con fantasías de Hollywood y de Disneyland. La mente estadounidense es ya lo suficientemente amorfa sin la carga de mitos ‘biocéntricos’ provenientes de una creencia budista y taoísta en una ‘unidad’ tan cósmica que los seres humanos con toda su peculiaridad son disueltos en una forma de ‘igualdad biocéntrica’ omnicomprensiva (p. 21).66
El pensamiento ecológico –añadía– no se enriquece mezclando religiones orientales tan dispares como el taoísmo y el cristianismo, pero tampoco mezclando filosofías tan distintas como el panteísmo de Spinoza y la metafísica de un simpatizante del nazismo como Heidegger. Declarar, como el pontífice Naess, que los principios básicos de la ecología profunda son religiosos o filosóficos “es llegar a una conclusión notable solo por la ausencia de una referencia a la teoría social” (p. 22).67 Bookchin nunca había negado la necesidad de políticas conservacionistas, pero apostaba por una ecología menos filosófica y religiosa y mucho más apoyada en la teoría social.68
Tenía razones de sobra para poner el grito en el cielo. Antes del congreso ecologista de 1987, los grupos asociados a la revista Earth First! ya venían no solo promoviendo acciones contra las madereras y las grandes obras hidráulicas, sino que predicaban a favor de una política conservacionista radical que protegiera el Oeste americano de la presencia humana. La cosa no quedaba ahí, porque el fundador, David Foreman, afirmaba sin tapujos que para devolverle a la naturaleza sus derechos había que privar de derechos a muchos seres humanos. La clave de todo, dijo, era reducir la población humana, un problema que las grandes hambrunas y epidemias como la de la malaria, podían ayudar a solucionar, llevándose por delante a poblaciones en África (por ejemplo, en Etiopía). “Lo mejor sería dejar que la naturaleza busque su propio equilibro, dejando que la gente de allí se muera de hambre”. Ese mismo año, en mayo, Earth First! también publicó otro delicioso trabajo de Christopher Manes, bajo el pseudónimo de Miss Anne Trophy, donde decía que si la epidemia del sida no existiera, los ecologistas tendrían que inventar una. Lo ideal sería que algún patógeno acabara con el 80% de la población. O más exactamente: Mannes comparó el sida con la peste negra, y calculó que si llegaba a afectar a un tercio de la población mundial, daría un alivio inmediato a la vida salvaje en el planeta. Igual que la peste negra contribuyó a la caída del feudalismo, el sida podía poner fin al industrialismo, principal causa de la crisis ambiental.69 En noviembre Foreman volvió a declarar lo mismo: “La malaria y los mosquitos no son enfermedades ni plagas, no son manifestaciones malignas que deben ser eliminadas, sino “componentes vitales y necesarios de una compleja y vibrante biosfera […]. El sufrimiento humano derivado de la sequía y el hambre en Etiopía es una desgracia, sí, es cierto, pero la destrucción de otras criaturas y su hábitat es aún más desafortunada” (citado por Biehl, 2017: 546). La vida humana –añadía– no tiene intrínsecamente más valor que la vida de un oso grizzly; de hecho, la de un oso es más valiosa porque hay muchos menos osos pardos que humanos, y la preservación de la diversidad natural es más importante que