Название | El jardín de los delirios |
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Автор произведения | Ramón del Castillo |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418895852 |
Que la naturaleza fuera algo equilibrado y armónico nunca nos entró en la cabeza. Lo percibimos antes de saber de historia natural, de catástrofes naturales, de cataclismos o de colapsos. Quizá como algunos de nosotros estábamos ya desequilibrados, no concebíamos que pudiera existir algo equilibrado. Concebíamos el cosmos a nuestra imagen y semejanza: caótico, errático, imprevisible, malogrado. Debe ser que éramos muy antropocéntricos, aunque no nos sentíamos nada céntricos, al contrario, nos veíamos descentrados, al margen de todo, o simplemente no nos veíamos. Parecíamos incapaces de imaginar un equilibrio cósmico que excluyera el mundo social (que era el único mundo que conocíamos), mientras que la gente que amaba la naturaleza era capaz de imaginar un mundo previo a una sociedad que lo había pervertido y destruido todo. Nosotros no podíamos creer en nada, excepto en un orden social menos violento, pero ellos amaban un orden que no tenía que ver con organizarse mejor como sociedad, sino con la fantasía de la huida de una sociedad intrínsecamente nociva y una vuelta a la naturaleza.
Después de leer sobre ecología era previsible que acabara simpatizando con algunos críticos de izquierda de la madre naturaleza. No toda la izquierda era así, desde luego, sobre todo si uno cambiaba de país. Los verdes alemanes me parecían más rojos que los americanos, aunque en Estados Unidos también había verdes rojos. También prosperaba un ecologismo aparentemente de izquierdas, pero que marcaba distancias con la política o que incluso la despreciaba, como si solo contribuyera a aumentar los males de la humanidad o fuera una actividad intrínsecamente malvada. En Alemania no era nada raro suponer que la crisis ambiental poseía causas sociales y que el movimiento ecologista no se podía separar de la lucha política, pero en Estados Unidos los ambientalistas parecían verlo al revés: uno tenía más conciencia ecológica cuanto más despreciaba la política tradicional. Yo era reacio a cualquier discurso espiritual sobre la naturaleza, porque era ateo a la europea, o sea, ateo resentido, y muchos discursos de reencuentro con la naturaleza me sonaban beatos aun cuando los ecologistas, como buenos estadounidenses, vivían y expresaban sus creencias de una forma campechana y poco autoritaria. Estaba estudiando ya la historia de cultos y sectas desde la época de Emerson a los hippies, pasando por Whitman, y mucha sociología de la religión, por lo que aquella puesta en escena tan espontánea del culto a la naturaleza no me cuadraba. Me parecía otra evasión de la política, así de claro. Pero como cuando uno dice eso es tachado de filisteo, disimulaba y me limitaba a tomar más datos y a observar más de cerca.
Cuando me di cuenta de que era demasiado ateo para un país así, encontré algo de consuelo en amigos socialistas judíos completamente ateos, y en una corriente de pensamiento con la que siempre me habían asociado mis colegas marxistas españoles: el anarquismo; algo absurdo, porque yo conocía poco a los anarquistas del siglo xix.61 En cambio, sí había leído a uno del siglo xx por este asunto de la madre naturaleza: Murray Bookchin. Oí hablar de su filosofía social después de visitar, por casualidad, una estación ecológica de una cooperativa en el norte de Alemania, cerca de Bremen, creo. Los españoles tratamos de hacer una tortilla que quedó espantosa, pero ese no fue el problema. Lo preocupante era que no parecíamos estar a la altura de su naturalismo. Tampoco estábamos seguros de si era una comuna, pero había indicios y no sabíamos ni movernos por la casa, porque nos habían enseñado que en casa ajena hay que estarse quieto y comportarse educadamente. Ni sabíamos cómo reaccionar cuando las mujeres eructaban o emitían ventosidades. Yo trataba de hacer todo lo mejor posible cuando me mandaban a verter basura orgánica a un montón gigante de compost negro por el que se deslizaban babosas del tamaño de una anguila. En cualquier caso, como Chernóbil reventó justo aquel año, en abril de 1986, aquella visita y otras a centros sociales me ayudaron a concienciarme de la gravedad del asunto medioambiental. Estaban bien informados y muy pendientes de la nube tóxica que se había deslizado por el norte de Europa, porque la lluvia podía estar filtrando contaminación en los terrenos de pasto, así que nadie comía lácteos (bueno, los españoles sí, porque no creíamos que aquello fuera tan grave y como andábamos mal de dinero nos comíamos todos los yogures y quesos que algunos ecologistas dejaban intactos los domingos en el centro de juventud donde parábamos, cerca de Hannover).
Cuando volví a Estados Unidos, los ecologistas me parecían diferentes, parecían más alegres y cálidos, aunque no tenía especial mérito porque allí todo el mundo es así, también los fascistas y los racistas. Entre ellos reinaba un espíritu puritano más jovial que el germánico, sobre todo los que mezclaban sus credos ecológicos con la tradición del cristianismo reformista. No eran creyentes –decían– ni pertenecían a ninguna iglesia, pero transmitían un tipo de esperanza que a mí me intranquilizaba. Me relajaba más en otros ambientes, entre marxistas de granja que podían haber tenido un pasado hippie, pero no hacían gala de él porque el panorama había cambiado mucho desde los años sesenta y setenta (a veces su pasado se dejaba entrever en los tatuajes de sus cuerpos, en el estilo de sus casas y en la laxitud de sus hábitos). Acostumbrarse a lo ecológico costaba, pero no porque se siguieran fórmulas ecologistas muy severas, sino porque uno venía de un mundo donde lo sano se asociaba con lo limpio, lo brillante y lo bien formado, y no con tomates amorfos de colores apagados, o con calabazas pálidas poco regulares. Hoy, por cierto, la industria de lo verde sabe imitar esa clase de “naturalidad”, y te cobra la fruta irregular producida regularmente mucho más cara; pero entonces, cuando yo los vi, los tomates estadounidenses eran irregulares por naturaleza. En Alemania me había impresionado el grado de organización de las cooperativas ecologistas. En Estados Unidos me impresionó menos, no porque estuvieran peor organizados, sino quizá porque su sistema era menos explícito y se evitaban sesiones de adoctrinamiento –si así son algunos marxistas, pensé entonces, cómo serán algunos anarquistas. Luego entendí que se adoctrinaba igualmente, solo que usando métodos más afectuosos.
Durante aquellos años no percibía ni presentía lo que luego se llamó “verdificación”. No se me pasaba por la cabeza que la creación de zonas verdes en un barrio disparara el mercado inmobiliario, atrajera a clases pudientes y la subida de precios acabara echando de la zona a las clases menos favorecidas.62 Aunque la gentrificación ya estaba en marcha, me llamaba más la atención la incipiente industria del turismo rural. Los amigos de la estación ecologista alemana, sin embargo, estaban mucho más preocupados por vertidos ilegales a ríos, lluvia ácida, deforestación, filtraciones de contaminantes, aditivos alimentarios, pesticidas agrícolas y energía nuclear.63
Un año después del desastre de Chernóbil, en 1987, me llegó la noticia de que Murray Bookchin había asistido a un congreso de los verdes de Estados Unidos en Hampshire College, en Amherst (Massachusetts), que tuvo mucha repercusión en la prensa porque asistieron unos dos mil activistas de 42 estados, radicales involucrados en políticas municipalistas y en organizaciones sindicalistas (en el congreso, obviamente, también se habló y discutió de imperialismo, racismo, feminismo y economía). Me contaron que durante aquel congreso surgió un debate que empujó a Bookchin a escribir Rehacer la sociedad. Senderos hacia un futuro verde ([1990] 2012a). Durante las sesiones del congreso –dijo luego el propio Bookchin– surgieron unas posturas que “podrían parecer excepcionalmente estadounidenses, pero que creo que ya han surgido o surgirán en los movimientos verdes, y quizá en los movimientos radicales en general fuera de los Estados Unidos” (p. 18). Pero ¿cuáles fueron exactamente esas posturas que alarmaron tanto al viejo Bookchin? ¿Qué queda de ellas treinta años después y cómo se han ido transformando conforme el desastre ambiental se ha agravado y globalizado?64
Según contó Bookchin, la propuesta de un joven ecologista sano y robusto de California consistió en defender la necesidad de “obedecer” las “leyes de la naturaleza”, o sea, la obligación de “subyugarse humildemente a los mandatos de la naturaleza”. No es raro que esa forma de expresarse inquietara a un espíritu libertario como el de Bookchin. Después de predicar tantos años contra todo tipo de subyugación (de unos humanos por otros), no parecía razonable fomentar otro tipo de sometimiento (la de los humanos a algo no humano). La primera respuesta de Bookchin fue clara: ese discurso ecológico no era tan distinto al de científicos, técnicos, empresarios, industriales y políticos “antiecológicos” según los cuales la naturaleza debe “obedecer” los mandatos humanos y sus leyes deben usarse para subyugarla. Para estos la