Ensayos maquínicos. Bily López

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Название Ensayos maquínicos
Автор произведения Bily López
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786078692101



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colapso se codean, hacia el Paseo de la Reforma, con luminosos rascacielos.

      Por los cuatro puntos cardinales se adivinan las montañas a lo lejos, pero sólo se adivinan, se presienten, guardianas, de esta sucia tersura que cobija al asfalto, a los roedores, a los otrópteros que corren por las noches, y a los ruidos festivos de la ciudad, trémula.

      Hacia abajo, por el Eje Central, Madero y otras calles aledañas, la neurosis que recorre los cuerpos aparece lejana, parsimoniosa, acaso tranquilizante. Esos cuerpos que al nivel del piso conforman un paseo esquizofrénico, estulto, ataviado de furias adornadas por la rutina, la vendimia y la desesperación, siempre al borde del colapso y el desastre total, se contemplan desde aquí lentos, calculados, calmos, meticulosamente diseñados para cumplir con su función.

      Desde aquí, dan ganas de sentarse y contemplar, sonriente, el espectáculo de esa magnificente decadencia que puebla la ciudad. Desde arriba, soberano, el tiempo articula de manera distinta la vida cotidiana, la regula, la colma, la alimenta.

       La cercana superficie de la Luna

      CARMEN ROS

      ¿Describir un rascacielos desde una perspectiva que desautomatice lo automatizado a fuerza de tanto verlo, desviándose de las convenciones estéticas para presentar lo conocido como si fuera algo nuevo y único?

      Quién tuviera la pluma de Víctor Hugo, que estaba cargada con tinta compuesta de observación, imaginación e intuición, requisitos para un artista según él mismo postuló en ese texto —monumento faraónico al género ensayístico, porque es un ensayo de los grandes, de los señeros, por su profundidad y estatura estilística— Prefacio a mi obra y post-data de mi vida. Quién pudiera pedir prestada la pluma del autor de Los miserables, quien eligió, en su novela Nuestra Señora de París, un rascacielos del siglo XV, el edificio más alto de la ciudad, y lo presenta no visto de abajo hacia arriba, sin mencionar rasgo alguno del edificio, ni siquiera la cúspide de una de sus torres, sino que provoca la sensación de altura y gloria describiendo el París abajo, el que, «desde lo alto de las torres de Nuestra Señora, veían los cuervos que ahí moraban, en 1482» y le concede a esta operación descriptiva, casi nada, un capítulo completo: «París a vista de pájaro».

      Y entonces, como uno de los cuervos, el lector mira, desde la lejanía de las alturas, la Universidad, los palacios, el Louvre, el ábside emplomado de la Capilla, el Ayuntamiento, los campanarios de veintiún iglesias, las cuatro torres de París, tejadillos puntiagudos, torrecillas colgadas y chimeneas. Y el ojo del cuervo en el ojo del lector ahora ve —porque el ave afina la mirada, aguza la pupila— techumbres variadas y graciosas, los mercados, conventos y monasterios, los puentes, las calles, las plazoletas y el cementerio —envueltos todos por racimos de casas y buhardillas amontonadas— atrapados en la espesura y el entrevero de calles sombrías y estrechas. Y desde las encumbradas torres, el cuervo, ojo rapaz, alcanza a apreciar, a lo lejísimos, el Sena, oculto bajo las casas, sin malecón, con sus mil tiendas, los tejados mugrientos de la corte de los milagros, el tránsito y flujo de estudiantes, frailes, artesanos, señoras con sus doncellas; y ese ojo afilado tiene oído porque escucha el murmullo de medio millón de habitantes, el eco distante del chillar de las lavanderas, el repiqueteo de las herramientas de los artesanos y, luego, todos los rumores silenciados por un tumultuoso doblar de campanas, sus «diez mil voces de bronce, flautas de trescientos pies de altura», «sinfonía comparable al ruido de la tempestad». Y todo esto percibían los cuervos junto a las gárgolas de la Catedral.

      ¿Cómo y cuál rascacielos describir si el puño y la letra son los míos? He de arriesgarme. Subo la escalinata de peldaños estrechos y altos, pavimentados de piedras irregulares, son 238, pero dicen que eran más. El sol cae sobre la construcción con la fuerza de un diluvio, y yo, perseverante y paciente, sigo ascendiendo, el bloqueador solar habrá de ayudarme, me digo mientras jadeo, sin levantar la vista que mantengo asida, como manos, a los escalones. El sudor tiene cristales que punzan en la nuca y la frente. Tomo asiento en un angosto peldaño que, junto a la accidentada geometría de las piedras, no concede reposo más allá de medio minuto. Treinta segundos para ver la Calzada de los Muertos cubierta de grava ocre bajo el firmamento azul Tiziano. Mal de ojo el que arroja el sol con su fuego transparente. Urgencia de líquido. Bebo agua de la botella que me he provisto. Me pongo de pie y giro para reanudar la marcha. Un mareo que, en este caso, es mal de montaña, me empuja hacia atrás primero y luego adelante. Una fuerza desconocida, que viene de no sé dónde, le impone equilibrio a mi cuerpo y a mi cerebro. ¡Quietos los dos, es una orden!, y obedecen. Reanudo la escalada, alpinismo urbano, sin mirar otra cosa que no sea los escalones de este rascacielos mesoamericano, levantado sobre un montículo de tierra y cuatro recubrimientos de lava petrificada. Los muros, algunas piedras recortadas y otras, tal como nacieron. Los colores abrasados por la luz solar: negro arenoso, café canela, rojo óxido. La cuenta de los peldaños me produce hipnosis y pierdo el número de la cantidad que he subido. Me detengo sin erguirme. Los ojos sujetos al empedrado. La mirada, pasamanos, cinturón de seguridad. Hago un esfuerzo y vuelvo el rostro hacia la cumbre de la pirámide. Estoy cerca. Acá arriba el aire es otro, más denso, más corpóreo. Pongo un pie sobre la cúspide, luego el otro. Un silencio con una textura que sobrecoge, he oído decir que así se escucha cuando Quetzalcóatl contempla. Quisiera los ojos de los cuervos de Nuestra Señora de París, aunque, tengo la plena seguridad, ellos, en su Catedral, no experimentaron la sensación de poder que entra al cuerpo de quien sube a esta cima. Aquí se alcanza la cercana superficie de la Luna.

       Piel de cristal, nervadura de acero

      ALEJANDRA RIVERA

      Alas de mi clase nos fastidia el escándalo, sin embargo, en incontables ocasiones hemos sido motivo de fuertes disputas entre civilizaciones que nos han utilizado como símbolos de poderío, de riqueza o de superioridad. Así ha sido la historia de nosotras, las torres, y, cada tanto, esa historia se repite. Desde míticos tiempos, los pueblos humanos han edificado construcciones que pretenden conectar a lo alto del cielo con lo profundo de la tierra, pero cada vez que se ha creído conquistar una cima jamás alcanzada, invariablemente, ha ocurrido una debacle antecedida por la caída de alguna imponente construcción que representaba a un imperio. Así se derrumbó Babel, así cayó Rodas, también Olimpia, y Alejandría. Sobre sus ruinas, las civilizaciones más venturosas se refundaron, mientras que otras —las menos afortunadas— quedaron mermadas, fueron aniquiladas o desterradas al olvido. Nunca es fácil saber cuál torre será abatida, ni tampoco es sencillo adivinar el futuro de las que nos mantenemos en pie, pero ha de resaltarse que pocas entre nosotras somos portadoras de un linaje capaz de persistir a la catástrofe. Dentro de esas pocas me encuentro yo, que provengo de una estirpe imperecedera.

      Fui forjada a mediados del siglo xx como un rascacielos, emblema de la modernidad que, pujante, le hacía promesas a un joven México. Toda mi estructura fue diseñada para soportar las sacudidas telúricas de esta metrópoli, y de la impecable hechura de mi sistema nervioso se ha dado testimonio durante los últimos sesenta años. Pero lo más importante de mí no está en mi piel de cristal y aluminio, ni en mi esqueleto forjado en concreto y acero; mi verdadera supremacía se halla en mis fundamentos. Ahí, en lo más profundo de mi cimentación, por debajo de mis tres sótanos, se encuentran las piedras angulares de México Tenochtitlán. Sangre imperial corre por mis venas, la misma sangre que bañó al Templo Mayor, ese santuario en el que aún habitan deidades pretéritas y elementales. Me he ganado a pulso mi lugar en la Ciudad de los Palacios. El Edificio de Correos y el Palacio de Minería me saludan cada mañana con el espléndido garbo de la cantera chiluca. Soy confidente del Palacio de Bellas Artes; cada tarde, ambos gustamos de lucir nuestras mejores galas con el fulgor del ocaso. De mi buena cuna puede dar cuenta la Casa de los Azulejos, la misma que ha recibido en sus entrañas por igual a hidalgos y a obreros, y todas las noches me encomiendo al cuidado del Convento de San Francisco y de la Iglesia de San Felipe de Jesús; sus atrios y cúpulas se erigen tan cerca de mí que, incluso en mi grandeza, me hacen sentir cobijada.

      Aquí, soportada por la misma piedra que alguna vez sostuvo al tunal, permanezco altiva y soberbia. Soy un colosal barco que flota sobre la tierra lacustre que vio nacer a esta civilización. Si mientras permanezca el mundo permanecerá