Название | Ensayos maquínicos |
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Автор произведения | Bily López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078692101 |
En México, Luis Zapata, en su novela El vampiro de la colonia Roma, presentó el mundo de un joven homosexual, en una década en que el discurso gay era invisible. Zapata se desvió de la norma, retirándose a una zona intersticial entre un horizonte de expectativas sexistas y el de ese otro que había sido excluido del discurso.
Los textos que a continuación se presentan fueron escritos con una incitación: buscar una línea de fuga que, desviándose de la norma, desautomatizara la representación de un rascacielos y, por si fuera poco, dar con un intersticio que alumbrase, aunque fuera débilmente, una desconocida zona de vecindad. No hace falta decir que todo ello implicaría establecer una perspectiva y determinar un punto de vista.
En pocos de los textos aparece una descripción detallada de los rascacielos, más bien estas construcciones arquitectónicas se traducen en experiencias que impactan en el cuerpo y en el ánimo, zona de vecindad frente a los valores de la arquitectura. Aquí, en la acción de describir un edificio, el mirar humano deviene en el observar y otear de aves; en la experiencia, no de mirar, sino de devenir en cemento, vidrios, travesaños, cúpulas. En las páginas siguientes, la descripción de un rascacielos se fuga en el rechazo a subirse a uno de esos edificios y, en cambio, preferir, como experiencia aérea, la altura del vuelo de un papalote; en devenir en el viaje, dentro de un elevador, hacia la cúspide de los celos. Aquí, ver un rascacielos desautomatiza la percepción que en general se tiene, más o menos común y familiar: no es escenografía, sino vivencia.
Las perspectivas, casi todas, coinciden en que la información elegida no da cuenta de una mirada de abajo hacia lo alto, no hay sensación de lejanía con respecto a la cima ni de frágil pequeñez o insignificancia ante la altura; por el contrario, la visión se presenta, en más de una ocasión, desde las atalayas mismas o desde otras posiciones, a la misma altura, con franca horizontalidad. Los puntos de vista con sus respectivos planos son, naturalmente, diversos. Sin embargo, casi todos convergen en que el aspecto espacio-temporal, con relación a los edificios, es estrecho, inmediato: el aquí y el ahora.
Estas descripciones expresan una diversidad de vivencias de lo aéreo: desconsuelo ante un paisaje urbano tan confuso y estridente como desolador; nostalgia en un zureo de palomas; arrebato y precipitación hacia el cuerpo propio; barahúnda íntima en un ascensor; orgullo por el linaje y la estirpe; transformación del agotamiento en fervor y éxtasis. Textos que constituyen rizomas entre los muchos en que devino el seminario.
Círculos, espirales, patrones
KARLA MONTALVO
Nos dejaron un ejercicio: describir un rascacielos. Durante dos semanas pienso que debería hacerlo sobre la torre de Calgary. Finalmente, me siento y reviso las fotos de cuando la visité. Las primeras que hice en la ciudad canadiense, para mi sorpresa, fueron desde la torre, no de la torre. Busco una del edificio —al menos una—, pero no aparece. No le tomé ninguna. Es extraño porque es una construcción enorme y a su alrededor hay otras que constituyen «el centro». El resto de la ciudad se conforma de casas o construcciones muy pequeñas y de ello resulta que desde cualquier punto se pueden ver esas edificaciones altas. Estuve 24 horas en Calgary y caminé y caminé, y recuerdo que la torre fue una presencia constante; estaba ahí cuando me detenía a tomar aire, cuando terminaba de mirar el mapa en mi teléfono, desde la ventana del hotel. Yo, que soy casi una japonesa —perdonen, japoneses, el estereotipo—, por alguna razón, no le tomé una foto a la torre gigantesca que se ve desde cualquier punto de la ciudad. Ni una. ¿Tal vez era demasiado obvio? ¿Tal vez de tanto estar ahí no había necesidad? ¿Perdí esas fotos?
La torre es un gran tubo que remata en una cápsula desde donde se aprecia, a 1 228 metros de altura, los 360 grados de la ciudad de Calgary. Me dieron un aparatejo que me iba a explicar no sé qué cosas. Pero la verdad no le entendí. Estaba ansiosa. Las ventanas que rodeaban la cápsula eran enormes. Enormes. Y desde ahí se veían los techos de los grandes edificios del centro y, más allá, el resto de la ciudad. Afuera del elevador había una zona en la que, además de los cristales verticales, había uno que se extendía sobre el piso. Las personas se sentaban en él, supongo, para sentir que volaban. O que estaban por caer. O que podían estar sobre semejante altura sin precipitarse.
Caminé por la circunferencia. Miraba el río cuando se podía ver el río, la extensión de la ciudad cuando parecía que aquella mancha seguía y seguía, profunda, hasta el horizonte; los techos cuando había techos. Pero luego, no sé por qué, no sé movida por qué fuerza, comencé a caminar a través del pasillo circular cada vez más rápido, sin poder detenerme. Hasta que empecé a sentir que las rodillas no respondían y estaban a punto de doblarse, y luego surgieron las náuseas y el vértigo: daba vueltas alrededor de aquella inmensidad, que a pesar de estar rodeada de cosas, era un vacío.
Algo similar sentí hace poco cuando vi una animación de cómo el Sol avanza, mientras los planetas giran alrededor de él; no en círculos, sino en espirales; imaginar la velocidad en medio del cosmos me dio terror, me provocó el deseo imperioso de sentarme y decir: paremos, prefiero pensar que el mundo es plano y no se mueve.
Una sensación parecida y no, porque en la Torre de Calgary no podía detenerme. Daba y daba vueltas, como si entre el afuera y el centro del edificio hubiera quedado yo —¿un planeta?— presionada de tal forma que no tuviera más remedio que seguir adelante. Sí, un planeta con náuseas, que no tolera su propia rotación y al que se le doblan las piernas, desfallecen, y no tiene más remedio que pararse frente a la máquina de refrescos y comprar un agua —porque tampoco se trata de consumir no sé cuántas calorías con una Coca Cola— y unas papitas —porque qué tal que las náuseas son por traer el estómago vacío—.
Respiré, traté de normalizar los latidos, dar tiempo a que los jugos gástricos se calmaran; el boleto no había sido precisamente barato como para bajarme tan pronto. Era, por lo menos, precipitado. Pero en cuanto di unos pasos me di cuenta: toda yo rechazaba la altura, la circularidad del pasillo; hasta la alfombra me dio asco —¿quién usa alfombra en estos días, por dios?—, me pareció sucia, pesada, y aquella cápsula era un encierro que contradecía las imágenes de inmensidad: no había vuelo, no había aire, no había espacio. Tal vez por eso, ahora se me ocurre, tuve tal necesidad de movimiento; movimiento neurótico, como el de los animales en el zoológico.
Descubro una hélice: la visita a la Torre de Calgary fue el 24 de julio de 2014 y abrí este archivo el 23 de julio de 2015 porque debo llevar el texto a la sesión del 25. No era así: el seminario estaba planeado para otros días, pero, quién sabe por qué, decidimos vernos este sábado, un año después de aquella visita. Pero no en la misma fecha, no justo en la misma fecha: no se cierra un círculo, se traza una curva, una pequeña desviación del número siguiente. Miro esa torre, la miro desde mis piernas sucediéndose, una y otra vez, más rápido, con menos control, y surge la espiral en medio de la inmensidad del tiempo, un giro sin ninguna relevancia, diminuto; y pienso en las distintas —incontables, inconmensurables— fuerzas del universo que nos atraviesan.
Me detengo. Decido no terminar el ejercicio el 23 y, en consecuencia, no lo entrego el 25. (De hecho, nadie entregó el 25.) El trazo es otro: se desvía del patrón.
A 134 metros sobre la miseria y el tiempo
BILY LÓPEZ
El aroma del esmog se respira con soltura en este diáfano bastión del funcionalismo. Desde aquí arriba, la ciudad despliega, espléndida, su miseria. Azoteas colmadas de mugre se asolean luminosas, tubos oxidados resisten