Horizontes culturales de la historia del arte: aportes para una acción compartida en Colombia. Diego Salcedo Fidalgo

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Название Horizontes culturales de la historia del arte: aportes para una acción compartida en Colombia
Автор произведения Diego Salcedo Fidalgo
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789587252330



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en los procesos de percepción y los sujetos de enunciación. Asimismo, aborda algunos de los momentos y las posturas historiográficas que irrumpen en esta tónica para ampliar el repertorio de voces e interlocutores en los textos disciplinares, con atención particular al impacto del feminismo y los estudios de género a partir de la década de 1970. Con base en algunos escritos de la historiadora del arte feminista Griselda Pollock, aquí se ejemplifican los retos para la escritura presentados por la introducción explícita de cuerpo, género y afecto en la prosa sobre el arte, y se comentan algunas de sus implicaciones para la transformación de la docencia, la práctica de la investigación y la inserción social del campo.

      En 1998 Donald Preziosi tituló el ensayo introductorio a su antología crítica de la historiografía de la historia del arte The Art of Art History (El arte de la historia del arte): “Art History: Making the Visible Legible” (La historia del arte: haciendo legible lo visible), atendiendo a la operación de traducción con la que se instaura el poder de la palabra, de la narrativa, sobre la presencia que captamos de manera no lineal, inmersiva, por medio de los sentidos (Preziosi 1998). Allí, en un texto breve pero de gran intensidad, Preziosi analiza los recursos conceptuales y categorías metodológicas de la disciplina de la historia del arte a partir de los cuales se confecciona un modo de escritura que —argumenta— expresa su pertinencia para y, a la vez, contribuye a la producción de la modernidad:

      Desde sus inicios, y en concierto con sus profesiones aliadas, la historia del arte trabajó para hacer el pasado visible de forma sinóptica, para que pudiera funcionar en y sobre el presente; para que el presente pudiera verse como un producto demostrable de un pasado particular; y para que el pasado así escenificado pudiera ser enmarcado como un objeto de deseo histórico: representado como aquello de que un ciudadano moderno desearía ser heredero (Preziosi 1998, 18, traducción propia).

      Implícito, pero no mencionado directamente en su texto, está también todo lo que estas categorías y recursos invisibilizan y reprimen en su esfuerzo por construir una explicación lógica y científica del fenómeno artístico, que justifica la presencia de su objeto de estudio en el concierto de las ciencias sociales y las humanidades.

      Preziosi señala la preocupación reiterada de la disciplina por la causalidad y la explicación de la obra de arte como evidencia de las características de la época en la que fue creada, o sea su estatuto como representativo de su entorno, un producto de un contexto histórico determinado. El estilo se convierte, en este marco, en el elemento que, al sintetizar las características, las claves lingüísticas, que vinculan una obra con otros objetos de su momento, establece una especie de común denominador plástico que permite identificar las normas formales e iconográficas para las creaciones de un periodo, su principio de semejanza, cotejándolas con palabras como ‘Renacimiento’ y ‘Barroco’, o ‘Realismo’ e ‘Impresionismo’. Estas, en la literatura histórico-artística se convierten a su vez en los ejes de constelaciones de conceptos asociados, a menudo especificados también en términos de un entorno geográfico: “Barroco español” o “Renacimiento nórdico”. Estas constelaciones cobran a menudo vida propia en la disciplina —escondiendo su naturaleza construida, para convertirse en las lentes conceptuales por medio de las cuales miramos y discriminamos el arte—, que se percibe como síntoma representativo de un periodo o lugar, en vez de una presencia enigmática con la capacidad de perturbar nuestro presente.

      A su vez, estos conjuntos conceptuales han sido vehículos clave en el establecimiento de un canon de objetos “tipo” que, sometidos a memoria por generaciones de historiadores de arte en formación (entre los que me incluyo), forman un andamio visual que coadyuva a la integración de ciertos ejemplos. Dicha estructura facilita su incorporación en un sistema lógico de representación de mentalidades e intenciones colectivas, a menudo simbolizadas por algún artista individual u obra icónica, y también propicia la marginación de otros ejemplos que no concuerdan con la narrativa canónica o el principio de semejanza que rige sus categorías y ordenamiento, ya sea por las características nacionales, sociales, raciales, de clase o de género de sus creadores, o bien por su mismo contenido formal y conceptual disonante. La historia del arte traza, entonces, desde su fundación, una narrativa ideal, que discrimina con base en un ejercicio de poder.

      En las clases de historiografía del arte que impartí durante años, invitaba a los alumnos a que se concientizaran de este proceso cuando leíamos a Vasari, pidiéndoles que desarrollaran una pequeña obra de teatro que pusiera en escena una confrontación imaginaria del autor de Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos con un creador (o a menudo creadora) que había quedado fuera del volumen, en la que este último cuestionara los criterios que habían determinado su inclusión o exclusión.

      Asimismo, la naturaleza cronológica de la mayoría de las narrativas tradicionales de la historia del arte ha tendido a considerar los cambios en la forma y el contenido de las obras de arte como indicadores de una evolución cultural o social, que se expresa en nuevos criterios estéticos, modos de relacionar la percepción y la representación, y el dominio de nuevas tecnologías en este último rubro.

      Por medio de este proceso, se crea un simulacro convincente de la historia del arte como hecho y no como construcción, acto consumado en una voz narrativa inequívoca, autoritaria, que enuncia verdades, no posibilidades o visiones situadas. Quien escribe desde esta perspectiva distancia su argumento tanto de sí mismo en cuanto sujeto, como del lector/espectador, y así crea un campo mimético donde erige su narrativa como verdadera. Y, a la vez, para sustentar mayormente su postura, a menudo desarrolla una argumentación en la que evidencia las fallas o equivocaciones en el trabajo de otros estudiosos, basando su posición en datos comunicados en voz pasiva o bien dando un aura universalizante a su discurso personal, por medio del uso de una voz colectiva que apela a un imaginario compartido (“Vemos que…”, “Sin duda…”).

      Paul Barolsky nota al respecto, con humor ácido, que el historiador del arte se convierte en este contexto en una suerte de “asesino entrenado” de otras posibles interpretaciones (Barolsky 1996, 399). Desde otra perspectiva, cuando aprendemos a escribir así, a prueba de balas, nos ponemos la armadura de la objetividad, el disfraz que garantiza el ingreso de nuestro discurso al templo de la ciencia.

      El ordenamiento de los objetos o las imágenes en el espacio de un museo o en el imaginario del lector también impone un modo de ver y entender las relaciones entre obras. Este convencionalmente se da a partir de principios de cronología, autoría y geografía, invitándonos a replicar con la mirada y el recorrido corporal la lógica de una historia inexorable, que pone en escena relaciones causales y al mismo tiempo se compromete con la visibilización de los protagonistas del proceso aludido, instaurando sus categorías por medio de herramientas mnemónicas performáticas.

      El uso del lenguaje en esta construcción clásica de la disciplina de la historia del arte ha sido caracterizado por James Elkins como “nuestros textos bellos, secos y distantes” (“our beautiful, dry and distant texts”) por la manera en que rehúye la subjetividad, la diferencia, la disonancia, la paradoja, la duda y la pregunta (Elkins 2000). Pareciera, de repente, como sugiere poderosamente la prosa protodisciplinar de la Historia del arte de la antigüedad de Winckelmann, que la represión de la sensorialidad corpórea que conlleva el encuentro con la obra de arte es una condición necesaria de la construcción de la historia del arte como disciplina, de igual manera que el hedonismo es una de las más frecuentes características de las vocaciones que atrae.

      Frente a este panorama que Preziosi acopla convincentemente con el imperativo ideológico de la modernidad occidental, irrumpen —sobre todo a partir de la década de los setenta del siglo XX— voces que no sólo cuestionan las narrativas fundacionales de la disciplina de la historia del arte, sino también las estrategias de escritura que encarnan su “cómo” y “para quién”, insistiendo en las omisiones del canon y abriendo alternativas teórico-metodológicas y posibilidades discursivas que ponen en duda la dicotomía objeto-sujeto.

      La llamada “nueva historia del arte” de ese periodo, vinculada sobre todo con el auge de la historia social del arte, a partir de una crítica de los prejuicios de clase, raza, género y el colonialismo implícitos tanto