Название | Aleatorios |
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Автор произведения | Sergio Alejandro Cocco López |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878720098 |
En aquel lugar el presente era un vacío y el futuro algo improbable. El tiempo parecía haberse detenido en una sola época. El pasado. Un pasado confuso que permanecía estático y descolorido junto a cajas de cartón enmohecido, escombros y lámparas rotas. Era como si cada uno de los objetos que existían detrás de aquella pequeña ventana, e incluso la misma atmósfera del lugar, tuvieran conciencia de sí mismos y negaran la existencia de la luz y el paso de los años.
Una ráfaga de aire hizo temblar los amarillentos fragmentos de papel que cubrían la ventana. Causando que los rayos de sol se quebrasen, y confiriendo extraños movimientos a las sombras proyectadas en la descascarada pared. Oliver dejó de teclear su máquina de escribir y cerró los ojos. Sabía que en cualquier momento entraría en una especie de trance y perdería el conocimiento. Luego sería invadido por una angustia tan confusa y ardiente como los orígenes del mundo, de su mundo.
Sin embargo, ya no le sucedía con tanta frecuencia como antes. No por lo menos desde la noche en la que “Ellos” aparecieron en su vida, asegurándole que a cambio de ciertos encargos podrían volver a reunirlo con ella. No obstante, los largos y angustiosos minutos que devenían a sus trances, realmente lo destrozaban, dejándolo totalmente agotado. Le costaba sobreponerse, pero se obligaba a hacerlo. Era necesario. Tenía que tener las suficientes fuerzas para hacer todo lo que “Ellos” le ordenasen hasta recuperar a Lucila. Pero hasta que eso suceda, él se sentía en el deber de ser el único que la mantenga viva protegiendo sus recuerdos del paso del tiempo y el olvido. Resguardando fielmente cada detalle de su rostro, el sonido de su voz, el sabor de sus labios, el calor de su vida.
No quería quedarse dormido. Estaba convencido de que algunos de sus sueños se burlaban de él. Engañándolo con crueldad y haciéndose pasar por recuerdos. Recreando a Lucila como no era. Haciendo que haga cosas que nunca habría hecho, diciendo cosas que nunca habría dicho. Palabras malas y crueles. En algunas ocasiones, hasta su rostro era diferente. Comenzaba siendo ella, luego su rostro mutaba y se convertía en algo espantoso. Había veces en las que las diferentes versiones de aquello que violentaba su mente mientras dormía se somatizaban en una tristeza física tan difícil de vencer como lo era superar las horas de un día más sin ella.
Mientras observaba como las sombras se deslizaban lentamente por la pared, y unas diminutas partículas de polvo suspendidas en el aire resplandecían con la tenue luz del sol. Oliver extrañó la sensación de tener un sueño tranquilo. De abrir los ojos y ver cómo ella dormía acurrucada apoyando la cabeza sobre su brazo derecho. Cosa que a él le encantaba que ella hiciese, sin importar que el brazo se le acalambrase. Recordó la forma en que sus piernas se entrelazaban bajo las sábanas junto al cálido murmullo de fondo que emitía ella al respirar, y al instante la imagen de Lucila dormida a su lado ocupó toda su mente. Simbolizando al mismo tiempo tanto pérdida como esperanza, y creando un vacío frío en su brazo derecho. Extrañamente ese vacío hizo que se sintiera menos solo, la ausencia de Lucila era tan intensa, viva y pesada, que en cierto modo, era también una forma de presencia. Entonces cerró los ojos con fuerza y buscó en su memoria los olores a sol, montes y río. A charlas, risas y besos. Los olores que despide el mundo al amanecer y se asientan durante el crepúsculo. Olores a felicidad. Recordando esos y otros fragmentos de su vida, y mientras observaba la luz roja del atardecer, hizo todo lo posible para no olvidar lo que se siente ser amado.
Si los recuerdos no fuesen etéreos, se hubiese amarrado a ellos del mismo modo que un alpinista a las sogas de las que cuelga, y de las cuales depende su vida. Retenía esas sensaciones de felicidad todo el tiempo que su memoria se lo permitía. Pero a veces, y cada vez con más frecuencia, sus lagunas mentales se hacían tan profundas que se le hacía imposible. Para Oliver, su subsistencia dependía de todos aquellos instantes vividos con Lucila desde el segundo en que nacieron, tanto de las alegrías que se repetían día a día con solo verla como de las de que lo sorprendían y lo maravillaban cada vez que a ella se le ocurría una idea, hacía un comentario, o simplemente cuando veía su rostro sonriente acercarse hacia él para darle un beso. Pero cada recuerdo de su vida con ella era un eslabón en una cadena que se oxidaba con cada segundo de soledad. Todo parecía ser horriblemente fugaz. En ocasiones lo único que lograba era obtener recuerdos que no parecían ser recuerdos, sino visiones de lo que él deseaba haber vivido. Otras, solo eran momentos imprecisos que surgían de repente como cuadros fijos de imágenes intemporales y desordenadas, y que permanecían solo unos segundos iluminando su mente con la misma irregularidad y violencia de un relámpago. Sentía como si estuviese en una sala de cine, en donde el proyector no tiene la suficiente energía como para mantener la película más unos segundos, para luego apagarse y volverse a encender de repente con otra escena diferente.
Sin embargo, en alguna zona de su mente existía una suerte de “espacio—tiempo” destinado a almacenar y conservar una cierta cantidad de momentos hermosos y fundamentales. Un lugar único y continuo en donde sus recuerdos con Lucila se mantienen ilesos en cada uno de sus detalles. Con sus colores, olores, y formas, incluso hasta en el tacto. Todos ellos preservados como en ámbar en algún rincón de su memoria. Solo recurría a ellos de vez en cuando. Racionándolos celosamente por temor a debilitarlos y así perderlos para siempre en ese embrollo de pesadillas y realidad que lo atormentaba. Intentaba con todas sus fuerzas rescatar el mayor número de vivencias y llevarlas hacia aquel territorio inmaculado y secreto de su mente en donde todavía quedaba un poco de su ser original. Esa parte de él que no había sido destrozada. Y que era la parte que ella todavía podría amar, sin importar lo que hizo o estaba por hacer. Ese pequeño lugar en su alma que todavía no había sido condenado.
Mientras la puesta de sol desteñía lentamente las tonalidades de todo a su alrededor. La sombra en la pared ya había recorrido un gran trecho. Y el lugar en donde estaba Oliver comenzó a llenarse de una niebla irreal. En un rincón del techo, y moviéndose lentamente a causa de la brisa irregular que entraba por la ventana. Una enorme tela de araña absorbía los últimos segundos de luz anaranjada, haciendo que sus hebras brillasen como si estuviesen hechas de hilos de vidrio recién fundido. La araña que las había tejido permanecía inmóvil. Esperando. Sus ojos resplandecientes y hambrientos lo observaban todo.
La oscuridad, la noche es totalmente diferente cuando se está solo, pensó Oliver. Mientras los párpados se le cerraban, la sombra en la pared aumentaba progresivamente su tamaño hasta subdividirse en varios fragmentos que se disputaban hambrientos los pequeños pedazos de luz solar que aún quedaban a su alrededor, riñendo entre ellos e intentando superarse unos a otros como si fuesen una jauría de perros salvajes acechando un animal moribundo.
Al tiempo que los últimos rayos crepusculares ya se perdían en el horizonte, las sombras se reagrupaban a alrededor de Oliver formando un anillo negro y espeso que lo obligaba a cerrar sus ojos. De a poco comenzó a sentir un enorme peso sobre sus hombros, acompañado de una angustia amarga y asfixiante. Alrededor de él la oscuridad parecía haberse tragado todo, incluso hasta el más mínimo sonido. Salvo por el eco de su respiración entrecortada y los latidos de su corazón que retumbaba en sus tímpanos, con una furia comparable a la de las rocas que arrastra la corriente de un río bajo una sorpresiva tormenta de verano.
Oliver permaneció sentado en el piso. Con la espalda apoyada en la pared, las piernas estiradas y sus brazos relajados al costado de su cuerpo como si fuesen dos inservibles hilachas de las que no tenía el más mínimo control. No podía moverse, y esa imposibilidad lo desesperaba. Se concentró en lo que estaba pensando, pero no recordó qué era. No era la primera vez que esto le ocurría, sin embargo su mente consciente siempre hacía el mismo inútil esfuerzo por tomar el control y dar sentido a todo lo que estaba pasando.
Luchó hasta donde pudo contra aquel “agujero negro mental” que lo absorbía segundo a segundo, y al hacerlo se dio cuenta de que cada vez le quedaban menos momentos felices en su memoria, algunos de ellos eran imprecisos, incompletos. Simplemente habían pasado a convertirse en instantes confusos que no le despertaban ningún sentimiento, lo cual era mucho peor. Porque un recuerdo que pierde el significado, y que ya no genera ningún tipo de emoción es mucho más doloroso