Название | Vivir peligrosamente |
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Автор произведения | Gemma Pasqual Escrivà |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418857294 |
Él la había dejado sola toda la noche. Había cerrado con suavidad la puerta del dormitorio y la del piso y había salido. Simone sintió que se le debilitaba el corazón.
Las horas pueden arrastrarse lentamente, Simone lo sabe muy bien; cuenta los minutos para volver a verlo. Sobre el escritorio, los ficheros, el papel blanco, la invitan a trabajar, si bien las palabras que bailan en su mente le impiden concentrarse.
Recuerda las palabras exactas de Sartre: «Firmemos un contrato de dos años. Podría arreglármelas para quedarme en París estos dos años y los pasaríamos en la más estrecha intimidad».
La mirada del fondo de los ojos de Simone: parecía que consultara, más allá de su cara, una bola de cristal. Un fuerte gong resonó en su pecho, la sangre en las mejillas, reunió todas sus fuerzas para reprimir el temblor de los labios.
Una vez pasado este tiempo, vivirían separados dos o tres años y después se encontrarían en algún lugar del mundo, en Atenas, por ejemplo, para reemprender un periodo largo de vida en común. Nada podía ser más sólido que esta alianza, pero no tenía que degenerar ni en obligación ni en costumbre.
«¡Como si fuera tan fácil!», exclama mientras observa el monstruo de pus que cada vez supura más. Ella no se rinde y va apretando con más fuerza.
En realidad, lo que la asusta no es el pacto de dos años, es la separación posterior. Pero confía en Sartre, en la solidez de sus palabras. Con él, un proyecto no es un parloteo incierto, sino un momento de realidad. Si un día le dice: «Cita dentro de veintidós meses a las diecisiete horas en la Acrópolis» está segura de que lo encontrará en la parte alta de la Acrópolis, a las diecisiete horas en punto, veintidós meses después. Sabe que ninguna adversidad vendrá de él, salvo que muera antes que ella.
Aparta el pensamiento de la muerte, cierra los ojos, en el silencio oye el tictac de un reloj de péndulo. Al abrir los ojos vuelve a concentrarse en el grano asqueroso.
Es un pacto: no solo ninguno de los dos mentirá al otro, sino que no van a ocultarse nada. Simone está habituada al silencio y esta regla la ha incomodado. Por otra parte, Sartre le resulta tan transparente como ella misma.
«La fraternidad que suelda nuestras vidas hace superfluos e irrisorios todos los lazos que hayamos podido forjarnos. ¿Para qué, por ejemplo, vivir bajo un mismo techo cuando el mundo era nuestra propiedad común? ¿Y por qué temer poner entre nosotros distancias que nunca podrían separarnos?» Tuerce el gesto al ver cómo explota el volcán blanquecino. «Lo que nos ata es lo que nos desata: y por esa libertad nos encontrábamos atados en lo más profundo de nosotros mismos…»
Aprieta los labios para no hacerse más preguntas. No puede seguir hablando sola, aunque lo haga mirándose al espejo. Pone música, la sonata K 448 de Mozart va a calmarla. Enciende un cigarrillo. Entre las volutas de humo adivina su silueta a través del espejo; al irse desvaneciendo el humo, el grano prominente la desafía cada vez más. Con la mano libre que le deja el cigarrillo puede hacer poco. Deja que este se consuma en el cenicero y se concentra en hacer desaparecer el monstruo.
«No es posible…» Parece ser que un núcleo de pus se ha solidificado dentro del grano. Aprieta con más fuerza y durante una fracción de segundo vive una especie de pesadilla surrealista: el diente que había perdido en el accidente de bicicleta había quedado incrustado allí durante semanas, ¡en su rostro! Presiona el grano con toda la fuerza. Le arde la cara, el dolor es insoportable, las lágrimas se deslizan por sus mejillas. Por fin extrae el diente cubierto de pus y sangre. Simone sonríe triunfal, el grano ha desaparecido, ha dejado una herida exagerada, y ha recuperado el diente del accidente, que nunca volverá a su sitio, pero es suyo.
De pronto oye la puerta. La llave gira en la cerradura. Es Sartre. Corre a recibirlo. Cuando la toma entre sus brazos, se pega a él y le murmura al oído:
—Acepto. —Y le da un beso mientras agarra con la mano izquierda el diente como si se estuviera protegiendo el corazón.
HARTA
La única cansada era yo, cansada de ceder.
ROSA PARKS
Querido Dios:
Tengo cuarenta y dos años. Creo que siempre he sido una buena persona, una mujer práctica con tanto juicio como sentimiento, más cauta que soñadora. Se me ocurre que tal vez puedas enviarme una señal que me aclare lo que me está pasando. Algo que pueda hacerme entender por qué estoy encerrada en una celda. ¿Cómo ha podido ocurrir? Hoy ha sido un día de diario como todos los de mi existencia. El primer día del mes de diciembre de 1955.
Al salir del trabajo pasadas las cinco de la tarde, hacía frío. El sol, que ya se había escondido, había sido incapaz de elevar el mercurio de los termómetros al aire libre más allá de unos pocos grados sobre cero. He hecho unas compras navideñas y a las seis he cogido el autobús número 2857 en la esquina de las calles Montgomery y Moulton. Como todos los días.
Los autobuses municipales de Montgomery tienen treinta y seis asientos. Según las leyes de Alabama, las cuatro primeras filas están reservadas para los blancos y la parte posterior para los negros. Nosotros también podemos ocupar la zona intermedia… siempre y cuando no la precise ningún blanco. Me he sentado en uno de los asientos del medio. En la parte de atrás no quedaban asientos vacíos. Tenía a mi izquierda a dos mujeres negras. A mi derecha, en el asiento de la ventanilla, un hombre negro. En realidad, entre los que cogemos el autobús, la mayoría somos negros.
Me duelen los pies, los tengo hinchados. Como todos los días. No es un jueves distinto. He mirado mi cara reflejada en el cristal de la ventanilla del autobús y me he visto mayor, y de repente, como en un espejismo, he visto la cara de Recy Taylor. Me he ajustado las gafas a la nariz y he cerrado los ojos. Al abrirlos, Recy había desaparecido. Me han visitado los fantasmas del pasado. Y eso no sucede todos los días. ¿Será esta la señal?
¿Qué hará ahora Recy? Sobrevivir como todas. ¿Por qué, ahora que las luces iluminan las calles anunciando la Navidad, que son tiempos felices, la sombra de ese recuerdo viene a atormentarme? Ya hace once años, cómo pasa el tiempo… Recuerdo como si fuera ayer el día en que vine a visitar a Recy. La noticia de su violación corrió como la pólvora entre la comunidad negra. La Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color me pidió que me trasladara a Abbeville para dar todo mi apoyo a Recy y no me lo pensé dos veces.
Andaba decidida hacia la casa de Recy. Caía un sol de justicia y aun así los niños jugaban a la pelota, daban patadas a una lata y saltaban a la comba. De pronto me asustaron las sirenas de un coche de policía. Me detuve. El coche del sheriff se detuvo; con una mano al volante, bajó la ventanilla del acompañante con la otra.
—¿Rosa Parks?
Me volví, parpadeando, confusa, creía no haberlo oído bien. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Cómo sabía aquel hombre quién era yo? Aspiré profundamente y enderecé la espalda al tiempo que asentía con la cabeza.
—Ya puedes volver por donde has venido si no quieres que te detenga —me dijo en tono amenazador.
Notaba calor en la cara y me temblaba la boca. Apreté los labios para que no me saliera ni una palabra de los pensamientos. No había hecho nada malo, no podía detenerme. Me alisé un poco el vestido e hice subir por el brazo el asa del bolso hasta apoyarla en el hombro, cogí aire y avancé decidida por la acera de la calle desierta. Solo un perro sarnoso y raquítico se cruzó en mi camino, era como si al oír la sirena del coche del sheriff todo el mundo hubiera desaparecido.
Me siguió hasta casa de Recy, aparcó allí mismo e hizo sonar de nuevo la sirena, quería intimidarme. Bajó del coche, se alisó el pelo y miró en todas direcciones. De repente lo tenía encima; sentía su respiración agitada, olía a tabaco, sudaba y tenía una mirada febril, amenazadora.
—Este es un pueblo tranquilo donde no son bienvenidas las negras conflictivas como tú, que solo traen problemas. Deja