Vivir peligrosamente. Gemma Pasqual Escrivà

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Название Vivir peligrosamente
Автор произведения Gemma Pasqual Escrivà
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418857294



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fueras de otra forma… A veces no acabo de entenderte. No sé muy bien qué quieres. —Joan hablaba haciendo un esfuerzo por dominar la violencia que empezaba a alterarle la voz.

      —El tío americano… Pagaste todas las deudas e impusiste un nuevo horario en aquella casa de perezosos e ilusos. ¡El tío americano! La ilusión de casa, todos te queríamos, desde la abuela hasta mamá, que decía que te quería más que a todo. A los dieciséis años todo el mundo sabía que tenía que casarme contigo, mi destino estaba escrito y yo no me lo cuestioné, no me hice ninguna pregunta. Cuando cumplí veinte años, el mismo día de mi cumpleaños, nos casamos con dispensa papal. Cuando nació Jordi ya empecé a preguntarme por qué habías querido casarte conmigo. Más tarde fui entendiéndolo. Son cosas que una encuentra sola. Algunos se casan para tener a alguien que les cosa la ropa y les haga la comida y les dé las medicinas cuando están enfermos. Las ilusiones duran poco. Y lo que más duele es darte cuenta de que no deberías haberlas tenido.

      —No sé por qué dices estas cosas.

      —Por ganas de decirlas.

      Joan apenas la escuchaba, estaba de pie junto a la puerta intentando comprender qué quería decir su mujer, y de repente lo vio claro.

      —¿Quién es él? —La voz se le oscureció.

      —Andreu Nin.

      —¿Nin? ¿Estás loca? Te lo inventas para hacerme daño.

      Ella permanecía en silencio, alargó la mano y de la mesilla de noche sacó una carta, la única carta de amor que le había escrito Nin. Aquella era la prueba definitiva, su matrimonio había acabado.

      Joan cogió la carta, la leyó y la dejó caer al suelo. Un escalofrío lo sacudió, se arrodilló y con la cabeza gacha y las manos abiertas sobre las rodillas se quedó quieto sin apartar la vista de la carta. Se quedó unos momentos callado, recogió la carta, se levantó, la rompió y soltó las trizas.

      —Separarse cuando se tienen hijos no está bien —le dijo al salir de la habitación.

      Mercè se agachó para recoger los fragmentos de la carta rasgada. Veía retazos de palabras, retazos de frases. Los iba recogiendo y recomponía la carta como un rompecabezas. Se levantó conmocionada con los trocitos de papel en la mano.

      Pensaba en Nin, en su cuerpo inerte soterrado anónimamente en alguna cuneta. Cerró los ojos y lo vio, con su abundante cabellera rizada, la mirada alegre tras las gafas, la voz timbrada que revelaba firmeza. La camisa blanca con el botón del cuello desabrochado, el perfil acusado, su cordialidad.

      Una mirada puede impresionarte más que la belleza de unos ojos. Y la mirada de Nin impresionaba. Jamás volvería a verlo. ¡Qué añoranza sentiría de los besos dados con toda el alma y cómo echaría de menos aquella voz que en las horas oscuras le dijera: «Amada mía»! Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Tenía que ser valiente.

      Una voz pequeña dijo: «Madre». Y en aquel preciso instante decidió marcharse con su hijito Jordi y una carta hecha trizas.

      Aquel era su secreto, sabía que Joan no lo iba a revelar nunca. Al fin y al cabo, son unas palabras pronunciadas en voz baja para que no las oigan ni los pájaros. Y ahora, después de tantos años, su secreto había ido a visitarla.

      Quien no es feliz es porque no quiere y ella ya se había cansado de hacer de dama de las camelias tantos años. ¡Qué feliz sería sin recordar! Poder borrar el pasado que a todas horas nos persigue, como quien borra levemente la tiza de una pizarra. Guardó el pasado en un rincón de la memoria, se sentó en el escritorio y se zambulló en una nueva novela.

      Necesitaba un título, sin saber muy bien qué iba a ocurrir en la novela: La casa abandonada, Historia de una familia, Tiempo pasado, tres generaciones. Todos eran inexpresivos.

      Tal vez dejaría la idea de la familia para otra ocasión, quería escribir una novela kafkiana, muy kafkiana, absurda, por supuesto, con muchas palomas; quería que las palomas ahogaran a la protagonista que, al igual que ella, se sentiría perdida en medio del mundo. Y empezó a teclear en la máquina de escribir febrilmente, como si fuera el último día de su vida. De pronto se detuvo, la preocupaba su jardín. Los prunus ya florecían, rosa pálido, y el pequeño árbol de Júpiter, rosa coral. Se levantaba la tramontana e iba a castigarlos. Salió a ver qué ocurría con el viento y las flores.

      MELLADA

       Que nada nos limite. Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que la libertad sea nuestra propia sustancia.

      SIMONE DE BEAUVOIR

      «¿Se me ha parado el reloj? No. Pero las agujas no parece que giren. Mejor no mirarlas. Pensar en otra cosa, en cualquier cosa: en este día que dejo atrás tranquilo y cotidiano, a pesar de la agitación de la espera. Sartre no ha venido a dormir. Quizás no esperaba mi reacción, pero tampoco yo esperaba esa propuesta.»

      Simone abre la ventana. París huele a tormenta asfaltada. Se planta frente al espejo con aire desamparado. Las morenas de ojos claros no son, según le han dicho desde pequeña, una especie común, y ella ha aprendido a considerar preciosas las cosas singulares. Se gusta y le gusta gustar, pero ahora se ve espantosa, mellada: le falta un diente. Además, un enorme grano rojo lleno de pus le sobresale en la barbilla. Sonríe sin ganas de sonreír; por las ironías de la vida, se ve fea, y a pesar de todo, piensa, él le ha hecho esta proposición: un pacto de dos años.

      Se recoge el pelo con las manos, abre la boca y observa atentamente el vacío que ha dejado el diente. Cierra los labios: así, mucho mejor. Pero queda aún el grano colosal, imposible de disimular. Se acerca más al espejo, y con un dedo de cada mano, aprieta con fuerza el forúnculo enemigo. Empieza a supurar, le duele, pero Simone insiste en el pellizco. Por unos instantes el grano se ve más grande y rojo. Para y vuelve a abrir la boca, y el vacío del diente le trae a la memoria aquella mañana soleada cuando aún los conservaba todos.

      Ella y Sartre iban de excursión, se dirigían en bicicleta a Grenoble, a casa de Colette Audry. Por el camino pararon a almorzar, se sentaron a la sombra de un peñasco a admirar el paisaje, bebieron vino blanco: no mucho, pero aquel sol a plomo bastaba para que el alcohol le subiera ligeramente a la cabeza. La agonía estridente de las cigarras le perforaba los oídos. Reanudaron el viaje con las ideas reblandecidas. En una pendiente, Sartre pedaleaba a unos veinte metros por delante de ella. De pronto vio a dos ciclistas que ocupaban como ella el centro del camino; intentó hacerse a un lado, pero inesperadamente se encontró cara a cara con ellos. Los frenos no le respondían, imposible parar; observaba el precipicio cuando un pensamiento relámpago le vino a la cabeza: ¿es eso la muerte?

      «Y me morí…», se dice frente al espejo, apretando otra vez y con más fuerza si cabe el maldito grano que se le resiste.

      Al abrir los ojos estaba de pie. Sartre la sostenía por un brazo, todo era confuso. Se acercaron a una casa en la que la socorrieron, le dieron un vasito de aguardiente y le lavaron la cara ensangrentada mientras Sartre montaba en la bicicleta para ir a buscar a un médico, que se negó a ir. Cuando volvió, ella ya había recuperado algo de lucidez; recordaba que iban de viaje, a visitar a Colette Audry. Por unos instantes pensó en seguir el viaje en bicicleta hasta la casa de su amiga, no quedaban más de quince kilómetros de pendiente, pero tuvo la sensación de que todas las células del cuerpo entrechocaban; imposible pedalear de nuevo.

      Tomaron un pequeño tren cremallera. La gente de su alrededor la miraba fijo con aire asustado. Cuando llamó a la puerta de Colette Audry, esta lanzó un grito sin reconocerla. Había perdido un diente, tenía el ojo izquierdo cerrado, el rostro, hinchado, la piel, arañada. Estaba hecha una piltrafa.

      Han transcurrido unas semanas desde el accidente. Poco a poco se le ha deshinchado el rostro, los rasguños se han cicatrizado y le ha crecido el grano descomunal en la barbilla. A veces sueña que se le caen todos los dientes y de repente se le viene encima la decrepitud, pero al despertarse todo sigue en su sitio. En esta ocasión es distinto, el vacío del diente está ahí. Otro pellizco enrabietado.