Название | Esta casa vacía |
---|---|
Автор произведения | Marco Antonio García Falcón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786123051556 |
Ver el oficio de esta manera no solo te aligera sino que te hace más eficiente y quizá por eso me han dado dos turnos en este diario que maneja tantas publicaciones y de las cuales me ocupo de las inactuales. La paga es buena para el promedio y, además de estar solo, puedo ponerme a escribir mis cosas en los ratos que tengo libres y hacerlo con la certeza y la determinación de quien sabe no encontrará otro momento mejor.
Escribir para atrapar el instante. Escribir para tratar de entender.
Siempre me ha gustado esa idea de Frank Kermode: escribimos y leemos para intentar darle un orden, una coherencia a una realidad que en el fondo no la tiene. Por eso desde chicos nos atraen los relatos, las historias con principio y con final, porque nos dejan la sensación de que la vida se dirige hacia alguna parte, de que tiene un sentido.
No sé en qué momento descubrí a Alejandra Pizarnik. Me parece que leí «Cantora nocturna» y me volqué a leer toda su poesía. Y más tarde siguieron las biografías, las cartas, los testimonios de quienes la habían conocido, sus diarios. Esos textos los encontré medio escondidos, pero una década después los difundirían por todos lados las editoriales grandes. El mito ya se había consolidado.
Sacha, Buma, Blímele, Laura, Alejandra. Tenía tantos nombres como fantasmas la atormentaban. Y su insignia era explorar su orfandad y su extravío para fijarlos en la palabra. En la palabra exacta. En su voz lacerada por las sombras. Una poesía donde convivían dobles, monstruos, niñas y lobos enfrentados a la inevitabilidad de la noche, a los bordes de ese abismo sin fondo que puede ser el silencio.
Vivió treinta y dos años encerrándose cada vez más en sí misma. Su lucidez verbal era extraordinaria y, sin embargo, se desplazaba por el mundo como un ser irreal, como una pordiosera a la que nadie podía dar cobijo. Era una mano sedienta que pedía agua. Una extranjera perdida en un país invisible. Una noche, ya no aguantó más y en el cuartito en que realizaba sus ceremonias nocturnas, rodeada de muñecas y sobrevolada por pájaros de papel colgados en el techo, se hundió para siempre en el sueño denso del seconal.
Al otro día, las amigas que encontraron su cuerpo desnudo descubrieron que había escrito en la pizarra –aquella pizarra que, puesta sobre la cabecera de su cama, miraba obsesivamente– lo siguiente:
«Solo quiero llegar hasta el fondo».
Y eso es lo que quiero hacer yo también con esto que escribo.
No le dije nada a Micaela de lo que estaba haciendo, ni dejé que se enterara. Empecé a llevar una doble vida, y solo quien ha pasado por eso sabe el enorme grado de tensión y excitación que existen. Veía a Micaela a las seis cuando salía de la academia, íbamos a tomar un café o a comer y, después de dejarla en su casa, a eso de las nueve de la noche, me iba a buscar a Tamara al Británico, donde estudiaba inglés después de cumplir su horario de prácticas. Allí empezaba la locura. Tamara era una muchacha y le gustaba salir a bailar, a divertirse. Casi siempre íbamos a algún pub o discoteca y volvíamos al elemento que nos había unido o que había alisado el camino: el alcohol. Picados, nos íbamos a comer algo o nos metíamos de frente a algún hotel. Y yo, que ya estaba agotado por mi jornada que empezaba a las siete de la mañana, adquiría una energía inusitada. Algo había en el cuerpo de ella, en la forma en que me deseaba, en la entrega y la pasión que me ofrecía, que hacía que no me importara nada y que me convirtiera en una persona que yo mismo desconocía.
Ella, por lo demás, tenía una capacidad de erotización que me sorprendía pero que, al mismo tiempo, me encantaba. Alguna vez ni siquiera llegamos al hotel y terminamos haciéndolo en el baño de un grifo. Alguna vez me la corrió en el auto y se tragó mi semen mirándome a los ojos entre contenta y agradecida. Y como sabía que me volvían loco sus senos, se ponía unos escotes inquietantes o me dejaba con la boca abierta con la lencería que se compraba. Por lo general, la llevaba a la una de la mañana a su casa. Para mi suerte, vivía con una prima con la que compartía un pequeño departamento y a la que no le importaba mucho lo que hiciera, salvo que fuese a meter a los enamorados porque entonces –ya les había pasado– empezaban las habladurías de los vecinos.
Es difícil permanecer callado en estos casos. Y muy pronto me vi contándole a Dante, en nuestras periódicas reuniones de fin de mes, lo que estaba viviendo. Antes de que pusiera algún «pero», antes de que saliera en defensa de Micaela, a quien conocía y estimaba, le dije que estaba en perfecto control de la situación, que se trataba solo de una cana al aire (una que nunca antes había tenido y que acaso me podía ser permitida por la proximidad de mi matrimonio) y que, más temprano que tarde, daría por terminada sin causarle daño a nadie. Dante me escuchaba con una anuencia cómplice, aunque no del todo completa. Y conforme pasaban las semanas, me mostraba sus cuestionamientos. «Sigues viviendo tu fin de semana permanente», me decía medio en serio medio en broma, luego de que le contara lo extenuante de mis días y viera en mi cara las huellas de un agotamiento extremo. «A mí lo que me preocupan son tus deudas», me apuntilló un día sacando cálculos de los gastos que representaban todas mis correrías. Y era que yo, irresponsablemente, sin imponerme ninguna restricción, costeaba todo con tarjetas de crédito que sabe Dios cuándo pagaría.
Pasé así dos, casi tres meses. Un día, Micaela me sorprendió con una llamada: quería que nos viéramos antes, en un café que habíamos dejado de frecuentar y que había sido recién remodelado. Temí lo peor y me preparé para amortiguar el golpe. Pero la encontré muy tranquila. Nos tomamos un café (ella, que nunca tomaba café) y me preguntó cómo me sentía, si todo estaba marchando normalmente. Le hablé de la tensión de los exámenes parciales en la universidad, de las notas que tenía que presentar. Entonces me miró a los ojos. A menos de medio metro, en esa terraza cálida en la que el sol se ponía con lentitud, quería verme mentir. Comprobar hasta dónde podía llegar. Estaba al tanto de todo. Alguien me había visto, luego otra persona y ella se había atrevido –como nunca– a entrar a mi correo. Allí había mensajes no para Tamara, sino para Dante en los que se traslucía en lo que estaba metido. Luego, me había seguido. Conocía perfectamente mi rutina. Lo había pensado y había comprendido que no tenía sentido llorar o hacerme un escándalo porque lo principal ya se había perdido. Yo me había «caído» para ella. Ya no me tenía confianza. Y así se tratara de algo pasajero, eso modificaba nuestros planes, nuestras vidas. Mejor era que nos separásemos. Me lo decía con una dignidad, con una prestancia que me impedían hablar. Me estaba cortando con la frialdad que se tiene ante un desconocido. No, no era lo que me hubiese imaginado. Pero tampoco mi actitud fue la que me habría esperado. Le dije que tenía razón. Que, frente a la contundencia de los hechos, no podía sino hacer lo que ella quisiera. Y luego la vi partir, y no hice nada por detenerla, y me quedé allí sentado con la extraña, turbadora sensación de que había perdido algo importante, fundamental en la vida pero que, como en esas relaciones atávicas que reclaman su fin, era ahora libre, impensadamente libre.
Deambulé un rato con el carro y por inercia me descubrí en Miraflores, rondando como siempre el Británico. «¿Pasa algo?», me dijo Tamara. «Estoy con la corregidera», le respondí. Me acarició la cabeza y ese gesto de ternura me encendió de deseo. «Hay que irnos a un hotel», le dije. «¿Así nomás de frente?», me sonrió, mirándome admirada pero lista para seguirme la corriente. Compramos en un grifo un paquete de cervezas, que bebí con un ansia animal. Creo que, como nunca, anduve callado, reticente y cuando nos acostamos, aturdido por el alcohol y las ganas de no pensar, le hice el amor con una furia descontrolada, una energía profunda que al principio ella interpretó como una brusquedad innecesaria pero a la que, por su propia impulsividad, no se resistió. Lo hicimos cinco veces, yendo más allá de mis fuerzas, y me quedé intentándolo una vez más hasta que un vértigo fulminante me nubló la vista y todo se apagó.
El sueño.