Название | Esta casa vacía |
---|---|
Автор произведения | Marco Antonio García Falcón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786123051556 |
Es agosto y la luz grisácea que da a la ventana del departamento donde ahora vivo me despierta. Me baño, me cambio y me voy a trabajar. Mi rutina se ha vuelto así: dormir por las mañanas, arrastrarme por las tardes en el cuarto y salir a eso de las seis para ir al diario donde, además de cumplir con mis labores, garrapateo estos apuntes. La única persona que veo durante mis horas de encierro es a Sandrita, la niña que me trae el desayuno-almuerzo del mercado y que me recuerda a…
Subo al carro, que es como una pequeña casa movible. Dante –que ya no está conmigo y es mi mejor amigo– me decía, para darme ánimos, que si conservaba a mi fiel Volkswagen celeste, aún no estaba todo perdido.
Me decía también que el carro es el mejor lugar para escuchar música, y yo le creo. Con las lunas bien cerradas y un equipo más o menos especializado, el carro puede convertirse en una cabina de sonido. La tecnología hace posible, además, que casi toda la música se encuentre en un solo lugar, como si fuera la soñada biblioteca portátil donde con solo evocar un nombre aparecen inmediatamente todos los títulos y uno puede ir armando la disposición de sus estanterías, el mapa de sus preferencias y contradicciones, y dejarse llevar por las asociaciones libres.
Con esas discretas herramientas y una buena dosis de café a la mano –ah, ese combustible para el ánimo, ese sucedáneo de las otras drogas–, experimento lo que llamo mis pequeñas magias inventadas. No insultarme con los otros conductores ni abandonar el carro en los infernales embotellamientos del tránsito limeño es una gracia que agradezco pero que no es la mejor. Lo que sucede no sé cómo explicarlo bien. A veces paso por una calle, y estoy escuchando una canción, y otra vez tengo dieciséis o diecisiete años. Y no es el simple recuerdo de un momento determinado de mi vida sino la sensación nítida, casi biológica, de que el tiempo no ha pasado y que estoy por hacer cosas que después efectivamente hice, o que no hice y que debí hacer. Claro que debí hacer. Y entonces pienso en mi madre muerta, en mis amigos y familiares muertos que no se han ido, que todavía me acompañan y que están en este momento en sus casas o en sus trabajos o en un café, listos a recibirme no bien voltee la siguiente esquina. Y quizá sea verdad eso de que el pasado solo existe mientras uno lo piensa y que, en mi caso, solo existo mientras como ahora lo escribo. Y el aire, aunque reconcentrado, me parece perfectamente respirable. Y mis ojos se impregnan de un brillo especial. Y me veo desde afuera, me veo en esa caja que avanza vertiginosamente o que permanece detenida, y dentro de la cual hay otra más pequeña que es mi cuerpo, puro envoltorio de un núcleo que se me antoja incorruptible y permanente, bombeando en un estado de gracia que solo he alcanzado en la soledad de unas cuantas lecturas. Y con absoluta lucidez soy consciente de las batallas que he perdido, de las otras que todavía libro tenaz, silenciosamente, y también de que estoy vivo, magullado o atenazado o ensombrecido pero vivo.
Y cuando finalmente llego a donde debo llegar, todavía me demoro un poco más en salir. Afuera me espera la rutina con sus grises, puntuales servidumbres. La realidad de todos los días a la que aborrezco y a la que me incorporo, sin embargo, con una especie de fortalecimiento, con algo que se me ha quedado adentro –parafraseando a Eielson– sonando alto, alto. Como un cañonazo.
Cuando uno está satisfecho o al menos tranquilo con lo que ha vivido, la imaginación se desata y piensa en el futuro. El horizonte nos parece claro y uno fantasea con llegar a él. Pero cuando el pasado es ondulante y cobija zonas pantanosas, irresueltas, la memoria se activa y los recuerdos vuelven con la persistencia de una ola.
A Micaela la conocí en una fiesta de trabajo, en una de esas presentaciones rutinarias que se hacen los amigos en común. No nos hablamos en toda la noche, pero no nos perdimos de vista. O, por lo menos, yo no la dejé de mirar. Era bonita, chiquita. Y lo que más llamaba la atención eran sus ojos: enormes, hermosos, del color del café. Con una intensidad quemante, con ese oscuro atractivo de lo que, al tiempo que encandila, también puede herir. Y ese solo rasgo bastaba para que algunos la percibieran con cierta extrañeza y dijeran que era un poco rara...
A los dos días me la encontré en la academia en la que yo era un profesor antiguo (en tránsito a dictar solo en la universidad) y ella hacía sus pininos como tutora. Me atreví a hablarle y ella no mostró mayor interés, aunque tampoco pareció incómoda. Como estaba revisando el listín cinematográfico en el periódico, le pregunté si quería ir al cine más tarde y algo en sus ojos me dijo que sí.
Esa salida sería como el anuncio de lo que pasaría después. Ella no hablaba mucho y yo, en cambio, temeroso del silencio, me desangraba en palabras. Y a pesar del desequilibrio, nos sentíamos bien.
Lo que más recuerdo de esa primera salida fue nuestro primer beso. Luego de ver una película en el cine Pacífico, nos pasamos a Barranco. Estábamos dando vueltas por el parque municipal y unos niños de algún colegio aledaño habían salido a pasear las antorchas que ellos mismos habían confeccionado. Como número final hicieron una especie de baile e invitaron a sus familiares y a los curiosos que mirábamos a bailar en medio de las luces y de la música que salía de un altoparlante. Nosotros nos movíamos divertidos y en algún momento nos besamos. Ella sonrió, y yo me sentí el hombre más feliz del mundo, y la noche se encendió con una algarabía desenfrenada.
Deambulamos con ese éxtasis por el parque. Nos metimos a un bar y nos quedamos solo por un rato. Cuando nos cansamos del humo y la música, fuimos a la Bajada de los Baños. Sin pensarlo mucho acabamos en la parte oscura donde se refugian las parejas, sentados en las bancas aherrumbradas adonde llegaba el aire fresco y salado del mar. Nunca antes habíamos estado allí por nuestra cuenta y, a pesar de lo cursi o simple que podía parecer, había una magia que de pronto se cortó. Un par de muchachos –dos jóvenes delincuentes– se nos acercaron para fingir que nos vendían algo, cuando en realidad querían asaltarnos. Reaccioné impulsivamente, dispuesto a enfrentarme a esos malandrines, diciéndoles que qué les pasaba, pero algo me contuvo. Dejé de mirarlos con molestia, saqué un billete de diez soles y se los di. «Es todo lo que tengo», les dije. No sé si fue por el estado en que se encontraban –el gesto duro, los movimientos nerviosos– o por los grandes ojos asustados de Micaela que brillaban con un fulgor indescifrable, pero el hecho es que los delincuentes guardaron la plata y se retiraron sin decir nada.
«Hay que irnos a otro lado», me dijo entonces ella. Yo le propuse volver a la calle de los bares o llevarla a su casa, pero su sugerencia me dejó sorprendido. «Un lugar donde estemos más tranquilos. ¿No conoces un hotel?». Me sorprendió porque Micaela no era por ningún lado una chica movida, o muchos menos recorrida, y se notaba que lo que quería era que retomáramos aquel momento en el que habíamos estado.
Mis salidas a Barranco no habían pasado de borracheras y jamás las había terminado metiéndome a un hotel con una chica. Sin embargo, sabía de uno en la avenida Grau que, según me habían dicho, era bueno. Fuimos para allá y una vez en el cuarto no hablamos nada. No nos dijimos nada. Volvimos a besarnos como antes, con un desquiciamiento tal que casi no sentíamos los labios. Lo que sí era ostensible era mi erección. Yo no quise dar un paso más hasta no sentir una señal, y esta llegó con una caricia distinta que me erizó la piel. Solo entonces me di cuenta de que no tenía protección. Le dije a Micaela que lo solucionaríamos de inmediato. Bajé a la recepción y el dependiente –un viejito cegatón y distraído– me dijo que se le habían acabado, que seguro encontraba en la farmacia que había a dos cuadras. Me parecía increíble que pasara eso, pero me dije que nada malograría aquella noche. Salí a la calle, al aire frío y ruidoso, con el corazón acelerado y una erección indisimulable. Mala suerte. En la farmacia solo había preservativos baratos, de bajísima calidad. Tuve que recorrer tres cuadras más para encontrar los adecuados. Y para no perder más tiempo me regresé corriendo, cortando el aire que se me metía a torrentadas por la boca y me hacía percibir la humedad que empapaba mis pantalones.
En el cuarto, la voz suave y tranquilizadora de Micaela («no te preocupes», me dijo) y el calor de su cuerpo y el ímpetu de sus caricias me hicieron saber que todo seguía igual, que aquella pausa no nos había jugado en contra. Nunca antes me había sentido tan cómodo y tan compenetrado con una mujer. Y creo que ella se sentía igual conmigo. Había un orden que se superponía a todo, lleno de sorpresas que aún no habían terminado de aparecer. Micaela no había estado con otro hombre antes; me refiero