Название | Abecedario democrático |
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Автор произведения | Manuel Arias Maldonado |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418895739 |
«Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia»
En la democracia moderna, la representación política no puede entenderse al margen de los partidos políticos que sirven como vehículo para la misma. Nuestras democracias son democracias de partidos, aunque los partidos no sean sus únicos protagonistas. Tal como ha señalado Piero Ignazi, los partidos políticos se han encontrado históricamente con la dificultad de legitimarse en un marco cultural occidental que siempre ha considerado deseable la armonía y el acuerdo: representando los intereses de una parte, mal podían los partidos encajar en esa visión idealizada de la comunidad como espacio de consenso. Durante el siglo xx, los partidos lograron consolidarse como actores políticos indispensables de la democracia representativa de masas. Hoy, en cambio, parecen haber dilapidado una parte del capital de confianza que adquirieron después de la Segunda Guerra Mundial, cuando contribuyeron a crear el estado del bienestar y estabilizaron unas sociedades liberales que proporcionaban a sus miembros libertades civiles y bienestar económico. El auge del populismo, vinculado al líder carismático y al partido-movimiento, se relaciona con esa pérdida de legitimación; hay quienes se sienten atraídos por las formas plebiscitarias de la democracia que propugnan eliminar los partidos para así crear un vínculo directo entre el partido del líder y su pueblo.
Por natural que pueda parecernos, de hecho, que hoy elijamos a nuestros representantes y que los cargos públicos sean desempeñados por profesionales de la política marca una diferencia esencial entre la democracia contemporánea y sus antecedentes premodernos. De hecho, la misma democracia que ahora consideramos la única forma legítima de gobierno fue despreciada durante siglos como un régimen político indeseable. Aristóteles incluía las democracias dentro de las formas degeneradas de gobierno y Platón arremete contra la democracia como un régimen “anárquico” que trata como iguales a los que no lo son: el gobierno de las multitudes ignorantes. Esta crítica tendrá un largo recorrido: el filósofo español Ortega y Gasset todavía lamentará a comienzos del siglo xx el “plebeyismo” que resulta de la indebida extensión de la democracia a todas las esferas de la vida social y hablará de la “degeneración de los corazones” que permite que tratemos igualmente a los desiguales. No debería entonces sorprendernos que hasta finales del siglo xviii el régimen político óptimo fuese la “república”. Así lo atestiguan los debates constitucionales norteamericanos, donde se reservaba el término democracia para la democracia directa.
En realidad, nuestra democracia es una república representativa, o sea un régimen mixto que combina los elementos democráticos (sufragio universal y voto popular) con los liberales (imperio de la ley, separación de poderes). Y dado que nuestras sociedades se han hecho cada vez más complejas y populosas, recuperar las instituciones de la democracia directa es una quimera: ni podemos reunirnos todos en una asamblea para deliberar, ni puede elegirse a los cargos públicos por sorteo, ni la mayoría de los ciudadanos tiene ganas de dedicar su tiempo a los asuntos colectivos. Por eso, en definitiva, elegimos representantes: serán ellos quienes decidan en nuestro nombre, guiados por el interés general. Hay que admitir que la teoría funciona en esto mejor que la práctica: el sentido aristocrático inicial del proceso de selección de los representantes por medio de las elecciones, que aspiraba a identificar a los mejores servidores públicos, ha ido dejando paso a una competición por el voto donde la imagen de los candidatos cuenta más que su competencia para desempeñar el cargo. Del mismo modo, el protagonismo creciente de los partidos políticos en la democracia de masas introduce a unos actores que sirven primeramente a sus propios intereses: sus decisiones no perseguirán el bien común, sino el bien particular de la organización y de los grupos de votantes que la apoyan.
Seguimos así llamando democracia a una forma de gobierno que se parece muy poco a lo que los griegos entendían por tal. El asunto se complica si tenemos en cuenta que, como señalase el pensador francés Alexis de Tocqueville tras su viaje a Estados Unidos en 1831, la democracia no solo designa una forma particular de gobierno, sino un tipo específico de sociedad: aquella que deja atrás la organización estamental de la Edad Media y establece el principio de que todos sus miembros deben disfrutar de igualdad de condiciones. En la tradición marxista, de hecho, la democracia se entiende como sinónima de ausencia de dominación de clase; en palabras de Eduard Bernstein, no es un fin en sí misma, sino un medio para realizar el socialismo. Esta concepción instrumental de la democracia resulta problemática, porque es una manera de restarle valor: si pudiéramos llegar al socialismo por otros medios, entonces no necesitamos la democracia para nada. De la misma manera, si decimos que la democracia es deseable porque produce buenas decisiones, ¿qué haríamos si se inventara un algoritmo capaz de tomar decisiones matemáticamente infalibles?
La justificación ha de buscarse en otra parte: el valor superior de la democracia liberal-representativa reside en su capacidad para organizar la convivencia pacífica entre individuos en sociedades plurales, maximizando el valor de la libertad individual y estableciendo una relación equilibrada entre las mayorías y las minorías. Tal como señalase el jurista Hans Kelsen, la minoría de hoy puede ser la mayoría de mañana y de ahí que el gobierno colectivo no pueda consistir en la “tiranía de la mayoría” contra la que advirtió De Tocqueville. Del mismo modo, la democracia no puede dar toda la razón a ninguna de las ideologías que compiten en su interior, pues ha de mantenerse siempre abierta al diálogo entre los diferentes; de ningún modo puede obligar a los ciudadanos a vivir de una manera determinada o a albergar creencias particulares. Por el contrario, el Estado debe ser neutral respecto de las convicciones personales o las formas de vida de los individuos, un rasgo que amenaza con difuminarse en nuestra época a medida que el debate público ha ido centrándose en cuestiones morales. Por eso, ocupar el Gobierno no equivale a disponer de un poder absoluto: la democracia liberal limita la capacidad de acción de los Gobiernos con objeto de evitar el abuso de poder al que los seres humanos, desgraciadamente, son proclives. No olvidemos que una de las grandes virtudes de la democracia consiste en asegurar la competencia pacífica por una posesión tan preciada como el poder. Para ello, somete a reglas el conflicto por los recursos disponibles, tratando de asegurar que los actores y grupos que compiten por ellos no recurren a la violencia. Decía el politólogo norteamericano Harold Lasswell que la política consiste en determinar quién consigue qué, cuándo y cómo; la democracia liberal pone un cierto orden en el proceso que conduce al reparto correspondiente.
En este sentido, hay que tener en cuenta que la democracia recurre a la regla de la mayoría debido a la imposibilidad de garantizar el consenso entre los miembros de la comunidad política. El principio de la mayoría era desconocido para los griegos y resulta inaceptable para Rousseau: en comunidades basadas en la concordia cívica, aceptar el juego mayoría/minoría es validar la desunión interior. Sartori afirma que la regla de la mayoría proviene de los sistemas de votación de los conventos medievales y que su utilidad reside en que posibilita la toma de decisiones con el orden colectivo; el disenso pasa a entenderse como algo natural, que no amenaza la supervivencia de la comunidad. Se deduce de aquí que el buen funcionamiento de la democracia requiere asimismo que el ciudadano entienda cabalmente su papel y, por ejemplo, no rechace como ilegítimas aquellas decisiones colectivas que chocan con sus creencias personales. Que algo nos parezca equivocado o inmoral no significa que sea ilegítimo: si la ley que nos incomoda ha sido aprobada de acuerdo con los procedimientos democráticos vigentes, habremos de aceptarla y, en todo caso, apoyar a quienes prometan derogarla. No existe ninguna forma de gobierno que elimine la brecha insalvable que se abre entre la conciencia individual