Название | Abecedario democrático |
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Автор произведения | Manuel Arias Maldonado |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418895739 |
Frente al modelo republicano, el liberal se inspira en las teorías de Hobbes, Locke, Mill o Rawls; sus orígenes históricos se han cifrado en la protección legal que Roma dispensaba a los ciudadanos de las provincias ocupadas, sin exigirles a cambio implicación en sus asuntos públicos, así como en las distintas Declaraciones de Derechos de la primera modernidad: la inglesa de 1689, la francesa de 1789, la norteamericana de 1791. En el modelo liberal, la existencia de la comunidad política se explica como el resultado de un contrato social o acuerdo racional entre sus miembros. La ciudadanía es aquí un estatus legal que proporciona la protección necesaria para que el individuo pueda desarrollar libremente su vida; el bien de la comunidad consiste en el bien de sus miembros. Dado que se pone el acento en el ejercicio de la libertad, serán los propios ciudadanos quienes decidan cuánto valoran la participación en los asuntos públicos y cuánto desean practicarla. Con todo, hay corrientes del liberalismo clásico que exhiben un considerable “republicanismo”, pues sugieren que el disfrute de la ciudadanía está ligado a un cierto compromiso con la comunidad. La diferencia está en que el liberalismo espera que los ciudadanos den forma a una sociedad civil vibrante, llena de asociaciones voluntarias, donde la participación individual en los proyectos colectivos no es forzosamente política ni tampoco siempre estatal.
Sin embargo, no conviene exagerar la distancia entre estos modelos; las democracias liberales contemporáneas combinan rasgos de las dos. Desde luego, los ciudadanos tienen derechos inalienables protegidos por el Estado, incluido el derecho a tomar parte en el proceso político en los términos de la democracia representativa. Y esos mismos ciudadanos tienen el deber de cumplir la ley. Además, se sobrentiende que los ciudadanos tienen deberes cívicos adicionales que la ley no exige, pero sin los cuales la democracia se marchita: informarse sobre los asuntos públicos, ir a votar, anteponer los intereses generales al interés particular a la hora decidir ese voto, mostrar tolerancia hacia otras formas de vida y respeto por las opiniones ajenas, ser razonable en el trato con los demás. Esto quiere decir que el buen ciudadano de hoy se parece poco al de ayer; el republicanismo clásico elogiaba más bien la valentía, la austeridad, el honor o el patriotismo. Tal como sugiere el politólogo William Galston, la enumeración de las virtudes morales del ciudadano dependerá del tipo de régimen político de que se trate: ser buen ciudadano de la República Democrática Alemana exigía delatar a los compatriotas que recelasen del régimen comunista, mientras que el ciudadano de una democracia a quien se llama a combatir en una guerra puede verse obligado a realizar actos poco edificantes.
Si bien se mira, el modelo republicano no puede aplicarse en una sociedad de masas que se parece muy poco a las pequeñas comunidades políticas donde llegó a florecer. En lo que Benjamin Constant llamaba “grandes Estados modernos”, los ciudadanos participan de manera menos directa en el Gobierno, dedicando la mayor parte de sus energías a realizarse en el plano personal. Somos ciudadanos, pero raramente creemos que ser ciudadanos sea lo más importante que somos. Por añadidura, las sociedades modernas carecen de la unidad moral necesaria para el funcionamiento eficaz de las instituciones republicanas. Claro que no es necesario renunciar a las virtudes morales; de ahí el interés que despierta la educación cívica como medio de producción de buenos ciudadanos. Pero acaso sea útil distinguir entre las virtudes requeridas para la supervivencia de la democracia (tolerancia, respeto a la ley, lealtad institucional) y las que procuran su florecimiento (fraternidad, afán participativo, antiautoritarismo). Cuanto mejores sean los ciudadanos de una democracia, mayor será la calidad de esta última. Y viceversa.
Ya se ha visto que la igualdad entre ciudadanos ha sido un rasgo definitorio de la ciudadanía en la era moderna: que los individuos accediesen a la ciudadanía sin distinción de sexo, clase, educación o etnia representaba una conquista frente a la discriminación que tradicionalmente otorgaba ventaja a los varones propietarios. Sin embargo, la crítica feminista se ha dirigido contra los modelos republicano y liberal, denunciando la separación rígida entre las esferas privada y pública en que ambos incurrirían por igual. Para las feministas, esto equivale a ocultar la subordinación de las mujeres y demás grupos subalternos en el mundo doméstico de la necesidad; el diseño de la ciudadanía, vienen a decir, requiere de una mayor atención a las diferencias entre ciudadanos: sexuales, étnicas, socioeconómicas, educativas. Arranca de aquí una escuela de pensamiento que cuestiona la universalidad de la ciudadanía y propone tratar de manera particular a los diferentes. Más que bloquear el acceso de nadie al estatus de ciudadano, como sucedía en el pasado, se trataría de adaptar la institución a la heterogeneidad social contemporánea. Tal estrategia conoce dos variantes: de un lado, la necesidad de corregir desigualdades, por ejemplo a través de la discriminación positiva que otorga ventaja a los miembros de grupos desventajados en la obtención de empleo público; del otro, la conveniencia de proteger las identidades grupales a través de políticas multiculturales o mediante el pluralismo jurídico, como sucede cuando se permite que los inmigrantes musulmanes resuelvan sus disputas civiles a través de la ley islámica. En otras palabras, la concepción “diferencialista” de la ciudadanía trata de facilitar la integración de aquellos que encuentran dificultades para disfrutar de una igualdad efectiva sin estimular una identidad cívica común a todos.
Esta concepción de la ciudadanía no carece de inconvenientes, por cuanto el sentido original de la institución persigue justamente crear una identidad cívica compartida por todos los miembros de la comunidad por encima de sus perspectivas “situadas” o particulares. Para colmo, la capacidad de integración de las políticas multiculturales ha sido ampliamente cuestionada a la vista de la violencia terrorista desplegada por el terrorismo islamista en el interior de las sociedades europeas. Se antoja por ello preferible mantener la aspiración universalista, que concibe la ciudadanía como una institución que pone énfasis en lo común, prestando simultáneamente la debida consideración a los particularismos y las desigualdades que así lo exijan. También en este caso, pues, la discusión del caso concreto es preferible a la generalización abstracta. Sería también deseable que el principio general del pluralismo encontrase reflejo en la esfera pública, de tal forma que las minorías no se sintieran marginadas en el terreno expresivo y simbólico: que el espacio público no sea patrimonio de una clase o etnia. Hay un riesgo: el debilitamiento de la cultura mayoritaria puede causar alienación o malestar a una parte significativa de la población, para beneficio de los partidos nacionalistas o antiliberales. El equilibrio, en este terreno, es difícil de alcanzar.
Pero la diferenciación interna no es la única transformación a la que se enfrenta la ciudadanía del Estado nación; a ella hay que sumarle la diferenciación externa provocada por el proceso de globalización. Ahora que ciudadanos y empresas se mueven libremente por el mundo, el viejo Estado ha perdido capacidad para controlar su sociedad como hacía antaño. Y se ve cada vez más afectado por lo que sucede fuera de sus fronteras: flujos migratorios, crisis financieras, perturbaciones ecológicas. El economista Branko Milanović se ha referido a la “renta de ciudadanía” que percibimos en función de nuestro lugar de nacimiento, que será más alta cuanto más rico sea el país en que lo hacemos; en el mundo globalizado, pues, la ciudadanía adquiere valor económico. No obstante, estos cambios no han encontrado todavía reflejo en la práctica. En este terreno, apenas cabe destacar el intento por crear una ciudadanía europea que se añade a las ciudadanías nacionales de los miembros de la Unión Europea. Existe, claro, la postulación teórica de una ciudadanía cosmopolita que, integrada por ciudadanos del mundo, no puede prosperar en ausencia de un Estado mundial. Finalmente, se debate si el disfrute de la ciudadanía ha de depender de la capacidad racional que atribuimos en exclusiva a los animales humanos: ¿por qué no habríamos de considerar miembros de la comunidad política a los animales domésticos con los que convivimos o a los animales salvajes que habitan los distintos territorios nacionales? Por extraño que suene, la próxima frontera de la ciudadanía es la que separa el mundo humano del mundo no humano; no cabe descartar que algún día llegue a cruzarse.
VÉASE: Democracia, Feminismo, Igualdad, Libertad
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Democracia
Resulta en apariencia tan fácil definir la democracia, que pasamos por alto lo complicado