Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado

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Название Abecedario democrático
Автор произведения Manuel Arias Maldonado
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9788418895739



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razón cuando –de acuerdo con su célebre tesis sobre el “fin de la historia”– proclamó que la búsqueda del mejor modelo de gobierno se había inclinado en favor del modelo liberal-pluralista. Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia. Nadie ha conseguido todavía desmentir la famosa afirmación de Winston Churchill, seguramente tomada de Albert Camus, de que la democracia es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás.

       VÉASE: Estado, Igualdad, Kiosco, Oposición, Voto

      E

      Estado

      Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo.

      Estado

      No cabe duda de que el Estado es la institución política dominante del mundo moderno. Así lo demuestra el hecho de que no existan apátridas, o sea sujetos que no son nacionales de ningún Estado: quien abandone su país buscando un lugar donde no rija autoridad estatal alguna se encontrará con otro Estado que le preguntará de dónde viene. Hay en el mundo cerca de doscientos Estados oficialmente reconocidos por Naciones Unidas, indicación suficiente del éxito de una institución a la que nos hemos acostumbrado, pese a que no existía hace siete u ocho siglos. Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo. En esos cometidos específicos, así como en los lugares donde se llevan a cabo, el Estado se materializa: edificios, personal, símbolos. Y aunque el Estado no se encuentra en todas partes, sus normas se extienden al conjunto de la vida social: incluso la ausencia de regulación está prevista en la regulación.

      Sin embargo, esta definición preliminar no nos dice nada sobre el origen histórico del Estado, ni nos proporciona su justificación. Tampoco indica la forma que deba adoptar: no es lo mismo un Estado totalitario que uno democrático; si nos ceñimos a estos últimos, el Estado sueco hace cosas que no hace el australiano y viceversa. Hablar del Estado, por lo tanto, exige un buen número de aclaraciones. Y la primera consiste en explicar por qué hay Estado o por qué debe haberlo; conviene saber por qué hemos de aceptar ese “artificio”. Recuérdese que los anarquistas se caracterizan por el rechazo del Estado y defienden su supresión, al considerarlo una innecesaria fuente de opresión: si las comunidades humanas se basaran en la autogestión comunitaria, arguyen, viviríamos en libre armonía. En su descripción de la sociedad sin clases, Marx también contemplaba la “disolución” del Estado una vez que los conflictos derivados de la necesidad material hubieran sido resueltos mediante la aplicación práctica del comunismo. Claro que esto nunca llegó a suceder: aunque el comunismo se derrumbó, el Estado sigue en su sitio.

      Para comprender la necesidad del Estado, puede recurrirse al experimento mental realizado por el filósofo libertario norteamericano Robert Nozick. Partidario de maximizar la libertad individual, Nozick se preguntó si era viable una sociedad basada exclusivamente en los acuerdos voluntarios forjados entre sus miembros. Su respuesta es tan sencilla como plausible: una sociedad organizada alrededor de los pactos privados entre individuos necesitaría algún tipo de agencia que se dedicase a garantizar su cumplimiento. Ya que si dos personas firman un acuerdo y una de ellas lo incumple sin padecer por ello conse­cuencia alguna, ningún otro acuerdo podría firmarse sin riesgo. Dar garantías a los firmantes de acuerdos individuales constituye así el contenido mínimo del Estado: menos que eso no se puede tener. Desde luego, se puede tener más: desde museos nacionales a hospitales públicos. El interés de la reflexión de Nozick está en demostrar filosóficamente que ni siquiera un libertario puede prescindir del Estado.

      Nozick no es el único pensador que ha sugerido que la existencia del Estado es, sencillamente, más ventajosa que su inexistencia. En las teorías del contrato social que surgen durante los siglos xvii y xviii, ya sea como justificación del absolutismo monárquico o como defensa de la reforma liberal del Estado, se afirma sin tapujos que crear un Estado es racional para los individuos. A menudo, el razonamiento se ilustra mediante la ficción del “estado de naturaleza”, que es la situación en la que se encontrarían los seres humanos si no hubiera Estado. Según se describa esa peculiar situación hipotética, pueden justificarse distintos tipos de autoridad estatal. Para Hobbes, los hombres en el estado de naturaleza vivirían en una situación de guerra de todos contra todos, de modo que para imponer la paz sería necesario que ellos mismos se sometieran voluntariamente a un soberano; por Rousseau sostiene que el individuo primitivo es un buen salvaje que lleva una vida rudimentaria, pero termina viéndose forzado a cooperar socialmente debido al aumento de la complejidad de los problemas a los que se enfrenta. Por su parte, John Locke parece estar describiendo la vida de los pioneros que aparecen en las películas del Oeste americano: los individuos que viven sin Estado tienden de manera natural a cooperar pacíficamente entre sí, pero dotarse de un Estado permite proteger más eficazmente sus derechos y mejora sus condiciones de vida. Aun otros pensadores, como David Hume, ven innecesario recurrir a la hipótesis del estado de naturaleza: el Estado existe porque es útil a los individuos, lo que constituye razón suficiente para que obedezcamos sus mandatos.

      Ponernos de acuerdo acerca de la inevitabilidad del Estado, sin embargo, no responde a la pregunta sobre la forma concreta que deba adoptar, los servicios que haya de proveer o la extensión del poder que pueda ejercer sobre los individuos. Estos últimos, por ejemplo, pueden ser súbditos de un Estado autoritario o ciudadanos de un Estado democrático; y no todos los Estados democráticos tienen encomendadas las mismas funciones asistenciales o económicas. Para comprender por qué los Estados son hoy lo que son no basta entonces con su justificación teórica; es preciso conocer su trayectoria histórica.

      Dejando a un lado las prefiguraciones de la forma estatal que pueden encontrarse en las polis griegas o la ciudad-Estado del Renacimiento, además de por supuesto en el Imperio romano, el Estado tal como hoy lo conocemos es un fenómeno moderno que pone fin a la fragmentación del poder típica del feudalismo medieval. En particular, el Estado moderno es una institución que rompe con el pasado al separar su autoridad de la persona del gobernante. Esta despersonalización estaba ya insinuada en la monarquía absoluta de derecho divino, donde –como nos enseñó el historiador Ernst Kantorowicz– el cuerpo mortal del rey hubo de distinguirse de la institución inmortal que ocupaba hasta su muerte: al desaparecer el individuo terminaba un reinado, pero la monarquía continuaba sin interrupción. Igualmen­te, teóricos de la soberanía como Hobbes y Bodin postularon que la autoridad del Estado era algo separado del monarca; los súbditos debían obediencia a la institución en lugar de a la persona del rey. Posteriormente, el proceso se completará con la desactivación del poder de los monarcas, completándose así –aun cuando estos últimos retengan funciones simbólicas o arbitrales– el proceso de racionalización del Estado.

      A partir de aquí, el sociólogo Max Weber describirá el Estado como aquella institución caracterizada por poseer el monopolio de la fuerza legítima dentro de un territorio definido y por dotarse de un aparato burocrático que le permite administrar eficazmente una sociedad cada vez más compleja. Decíamos antes que el Estado puede justificarse afirmando que una sociedad funciona mejor con él; ahora podemos añadir que solo el Estado parece capaz de poner orden en las sociedades urbanizadas, populosas, capitalistas y heterogéneas de la modernidad. No debería extrañarnos que este modelo occidental se haya extendido globalmente a través del colonialismo o la simple imitación. Sus consecuencias negativas no debieran ocultarse: guerras mundiales, intentos de genocidio, homogeneización cultural. Pero es imposible saber si el curso de la historia hubiera sido más beneficioso