Cuentos selectos. Paul Bowles

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Название Cuentos selectos
Автор произведения Paul Bowles
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789876286169



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      Escala en Corazón

      —Pero ¿por qué querrías que un pequeño horror como ese nos acompañe? No tiene sentido. Ya sabes como son.

      —Sé cómo son —dijo su esposo—. Es reconfortante observarlos. Pase lo que pase, si tuviera eso para mirar, me recordaría lo estúpido que fui por haberme alterado alguna vez.

      Él se inclinó más sobre la baranda y miró con atención al muelle. Había canastos en venta, juguetes de goma dura natural toscamente pintados, billeteras y cinturones de cuero de reptil y algunos cueros de víbora enteros desenrollados. Y ubicado aparte de estas mercaderías, fuera del sol ardiente, a la sombra de un cajón, estaba sentado un mono peludo diminuto. Tenía las manos entrelazadas y la frente surcada por arrugas de triste inquietud.

      —¿No es maravilloso?

      —Creo que eres imposible… y un poco insultante —respondió ella.

      Él se volvió para mirarla.

      —¿Lo dices en serio?

      Vio que sí.

      Ella prosiguió, estudiando sus propios pies en sandalias y los estrechos listones de la cubierta donde estaban parados:

      —Sabes que en realidad no me importa nada este disparate, ni tu locura. Tan solo déjame terminar. —Él asintió con la cabeza en señal de aceptación, mirando hacia atrás el muelle caluroso y los miserables techos de cinc de la aldea situada más allá—. Ni qué decir que no me importa nada de eso, de lo contrario no estaríamos aquí juntos. Podrías estar aquí solo…

      —Nadie se va de luna de miel solo —la interrumpió él.

      —Tú podrías —y se rio.

      Él extendió la mano por la baranda en busca de la de ella, pero ella la retiró, diciendo:

      —Todavía te estoy hablando. Espero que estés loco, y espero consentirte en todo. Yo también estoy loca, ya sé. Pero ojalá hubiera algún modo en el que pudiera sentir, aunque sea una vez, que mi consentimiento significa algo para ti. Ojalá supieras ser amable al respecto.

      —¿Crees que me complaces tanto? No me he dado cuenta. —Su voz era hosca.

      —No te complazco en absoluto. Solo trato de convivir contigo durante un viaje largo en un montón de pequeños camarotes apretados de una interminable serie de barcos hediondos.

      —¿Qué quieres decir? —gritó él con excitación—. Siempre dijiste que adorabas los barcos. ¿Cambiaste de opinión o perdiste la cabeza?

      Ella se volvió y caminó hacia la proa.

      —No me hables —dijo—. Ve a comprarte el mono.

      Con una expresión solícita en el rostro él la seguía.

      —Sabes que no me lo voy a comprar si te va hacer desdichada.

      —Voy a ser más desdichada si no lo compras, así que por favor ve a comprarlo. —Se detuvo y se volvió—. Me encantaría tenerlo. De veras. Creo que es precioso.

      —No te entiendo en absoluto.

      Ella sonrió.

      —Ya lo sé. ¿Te molesta mucho?

      Después de comprar el mono y atarlo al poste metálico de la litera del camarote, él dio un paseo para explorar el puerto. Era un pueblo hecho de metal corrugado y alambre de púa. El calor del sol dolía, incluso con la capa de niebla baja proveniente del cielo. Era la mitad del día y había poca gente en las calles. Llegó al borde del poblado casi de inmediato. Allí entre él y la selva se extendía un riachuelo estrecho que avanzaba lento, con agua del color del café negro. Unas pocas mujeres lavaban ropa; niños pequeños chapoteaban. Cangrejos grises gigantescos se escabullían entre los agujeros que ellos mismos habían hecho en el barro de la orilla. Se sentó en unas raíces elaboradamente retorcidas al pie de un árbol y sacó la libreta que siempre llevaba encima. El día anterior, en un bar de Pedernales, había escrito: “Receta para disolver la impresión de espanto causada por algo: Fijar la atención en el objeto o la situación dados de manera que los diversos elementos, todos familiares, se reagrupen. El horror nunca es más que un patrón desconocido”.

      Encendió un cigarrillo y observó los inútiles esfuerzos de las mujeres por lavar las prendas andrajosas. Después arrojó la colilla sin apagarla al cangrejo más próximo y escribió con cuidado: “Más que ninguna otra cosa, la mujer requiere una estricta observancia ritual de las tradiciones de la conducta sexual. Esa es su definición del amor”. Pensó en la mofa que provocaría si le hiciera esa declaración a la muchacha al volver al barco. Después de mirar su reloj, escribió de prisa: “La educación moderna, es decir, intelectual, por haber sido ideada por hombres para hombres, la inhibe y la confunde. Ella se venga…”.

      Dos niños desnudos, saliendo de jugar en el río, pasaron corriendo a su lado dando chillidos, derramándole gotas de agua en el papel. Él les gritó, pero continuaron persiguiéndose sin darse por enterados. Se guardó en el bolsillo el lápiz y la libreta, sonriendo, y los miró corretearse entre sí a través del polvo.

      Cuando volvió al barco, los truenos retumbaban desde las montañas hasta el puerto. La tormenta alcanzó la cima de su histeria justo en el momento en que zarpaban.

      Ella estaba sentada en su litera, mirando por el ojo de buey abierto. Los estridentes estruendos del trueno resonaban de un lado a otro de la bahía, mientras el vapor navegaba hacia mar abierto. Él se tendió encorvado en su litera, enfrente de la de ella, a leer.

      —No apoyes la cabeza contra esa pared metálica —le aconsejó a ella—. Es un excelente conductor.

      Ella saltó al suelo y fue hasta el lavamanos.

      —¿Dónde están esos dos cuartos de galón de White Horse que compramos ayer?

      Él hizo un ademán.

      —En el estante de al lado tuyo. ¿Vas a beber?

      —Voy a tomarme un trago, sí.

      —¿Con este calor? ¿Por qué no esperas hasta que escampe y lo tomas en cubierta?

      —Lo quiero ahora. Cuando escampe, no lo voy a necesitar.

      Se sirvió whisky y le agregó agua del botellón que estaba en la repisa de arriba del lavamanos.

      —Te das cuenta de lo que estás haciendo, por supuesto.

      Ella lo miró furiosa.

      —¿Qué estoy haciendo?

      Él se encogió de hombros.

      —Nada, salvo entregarte a un estado emocional pasajero. Podrías leer, o acostarte a dormitar.

      Con el vaso en una mano, abrió con la otra la puerta que daba al corredor y salió. El ruido del portazo sobresaltó al mono, que estaba sentado sobre una valija. Vaciló un segundo y corrió a ocultarse bajo la litera de su amo. Él hizo unos ruiditos de besos para atraerlo y volvió a su libro. Pronto empezó a imaginarla sola y desdichada en la cubierta, y la idea interrumpió el placer de su lectura. Se obligó a quedarse inmóvil unos minutos, con el libro abierto contra su pecho. Ahora el barco se movía a toda velocidad, y el ruido de los motores era más intenso que la tormenta en el cielo.

      Pronto se incorporó y salió a cubierta. La tierra dejada atrás ya estaba oculta por la lluvia que caía y el aire olía a agua profunda. Ella estaba sola, parada junto a la baranda, mirando las olas, con el vaso vacío en la mano. La pena lo invadió mientras la observaba, pero no pudo caminar hacia ella y poner en palabras de consuelo la emoción que sentía.

      De regreso en el camarote encontró sobre su litera al mono, arrancando lentamente las páginas del libro que él había estado leyendo.

      El día siguiente transcurrió en lentos preparativos para desembarcar y cambiar de barco: en Villalta debían abordar una nave más pequeña para