Cuentos selectos. Paul Bowles

Читать онлайн.
Название Cuentos selectos
Автор произведения Paul Bowles
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789876286169



Скачать книгу

usted empleado de aquí?

      —Sí, señor.

      —Estoy en el camarote número ocho. ¿Puedo pagarle a usted la tarifa suplementaria?

      —Sí, señor.

      —Bien.

      Buscó la billetera en el bolsillo, recordando al mismo tiempo con fastidio que la había dejado arriba, en una valija cerrada con llave. El hombre parecía expectante. Ya había tendido la mano.

      —Dejé el dinero en el camarote. —Luego agregó—: Lo tiene mi esposa. Pero si usted sube dentro de media hora, puedo pagarle la tarifa.

      —Sí, señor.

      El hombre bajó la mano y simplemente lo miró. Aun cuando daba la impresión de una fuerza puramente animal, su rostro ancho, un poco simiesco, era apuesto, reflexionó el esposo. Resultó sorprendente cuando, un momento más tarde, ese rostro reveló una timidez de muchacho mientras el hombre decía:

      —Voy a rociarle la cabina para su señora.

      —Gracias. ¿Hay muchos mosquitos?

      El hombre gruñó y sacudió los dedos de una mano como si acabara de quemárselos.

      —Pronto usted verá cuántos hay. —Se alejó.

      En ese momento el barco se sacudió con violencia y hubo muchas risas entre los pasajeros. Él se abrió paso hasta la proa y vio que el piloto lo había subido a la orilla. Tenía la maraña de ramas y raíces a pocos pies del rostro, con sus formas complejas apenas iluminadas por los faroles del barco. El barco retrocedió laboriosamente y el agua agitada del canal se alzó hasta el nivel de cubierta y lamió el borde exterior. Avanzaron despacio a lo largo de la orilla hasta que la proa apuntó de nuevo al medio de la corriente y continuaron viaje. Luego, casi de inmediato, el paso se curvó en ángulo tan agudo que volvió a ocurrir lo mismo, arrojándolo de costado contra una bolsa de algo desagradablemente blando y húmedo. Una campana tañó bajo la cubierta en el interior del barco; las carcajadas de los pasajeros se hicieron más sonoras.

      Al fin lograron avanzar, pero ahora el movimiento se tornó penosamente lento, ya que las curvas del canal eran cada vez más agudas. Bajo el agua, los tocones gruñían cuando el barco los forzaba con sus flancos. Las ramas crujían y se partían, cayendo sobre las cubiertas delantera y superior. El farol de proa cayó azotado al agua.

      —Este no es el canal habitual —masculló un apostador, levantando la vista.

      Casi al unísono, varios viajeros exclamaron: “¿Qué?”.

      —Hay una gran cantidad de canales por aquí. Tenemos que recoger carga en Corazón.

      Los apostadores se retiraron a un cuadrado interior que formaron otros tras mover algunos cajones. El esposo los siguió. Ahí estaban comparativamente más a salvo de las ramas que se metían. La cubierta ahí estaba más iluminada, y eso le dio la idea de anotar una entrada en su libreta. Inclinándose sobre una caja que decía Vermífugo Santa Rosalía, escribió: “18 de noviembre. Nos desplazamos a través del torrente sanguíneo de un gigante. Una noche muy oscura”. En ese punto, un nuevo choque con la tierra lo hizo caer, hizo caer a todos los que no estaban apoyados entre objetos sólidos.

      Algunos bebés lloraban, pero la mayoría seguía durmiendo. Él bajó a la cubierta. Al encontrar una posición bastante cómoda, cayó en un adormilamiento que fue interrumpido irregularmente por los gritos de la gente y las sacudidas del barco.

      Cuando se despertó más tarde, el barco estaba más bien inmóvil, los juegos habían cesado y la gente estaba dormida, sólo algunos de los hombres continuaban con su conversación en pequeños grupos. Él se quedó quieto, escuchando. La charla era toda sobre lugares; comparaban las cosas desagradables que podían encontrarse en diversas partes de la república: insectos, clima, reptiles, enfermedades, falta de comida, precios altos.

      Miró su reloj. Era la una y media. Con dificultad se puso de pie y se abrió paso hasta las escaleras. Arriba, en el salón, las lámparas de querosene iluminaban un vasto desorden de figuras postradas. Entró al pasillo y llamó a la puerta marcada con un ocho. Sin esperar a que ella atendiera, abrió la puerta. Adentro estaba oscuro. Oyó cerca una tos ahogada y decidió que estaba despierta.

      —¿Cómo andan los mosquitos? ¿Vino el hombre de mi mono a acomodarte? —preguntó.

      Ella no contestó, así que él encendió un fósforo. No la vio en la litera de la izquierda. El fósforo le quemó el pulgar. Con el segundo, miró la litera de la derecha. Allí sobre el colchón había un diminuto insecticida en spray; su goteo había formado un gran círculo de aceite en el cutí al descubierto. La tos se repitió. Era de alguien del camarote contiguo.

      —¿Y ahora qué? —dijo él en voz alta, incómodo al descubrirse alterado hasta ese punto. Lo invadió una sospecha. Sin encender la lámpara colgante, corrió a abrir los maletines de ella y en la oscuridad tanteó de prisa entre las ligeras ropas y los artículos de tocador. Las botellas de whisky no estaban allí.

      No era la primera vez que ella se había embarcado en un desborde alcohólico solitario y sería fácil encontrarla entre los pasajeros. Sin embargo, como estaba enojado, decidió no buscarla. Se quitó la camisa y los pantalones y se acostó en la litera de la izquierda. Su mano tocó una botella que estaba en el suelo junto a la cabecera de la litera. Se incorporó lo suficiente como para olerla; era cerveza y la botella estaba por la mitad. Hacía calor en la cabina, y se tomó lo que quedaba del líquido tibio y amargo con deleite y lanzó a rodar la botella por la habitación.

      El barco no se movía, pero algunas voces gritaban aquí y allá. Se sentían topetazos ocasionales cada vez que llegaba a bordo una bolsa de algo pesado. Miró por la pequeña ventana cuadrada con mosquitero. En primer plano, borrosamente iluminados por los faroles del barco, unos pocos hombres morenos, desnudos salvo por unos calzoncillos andrajosos, estaban de pie en un embarcadero hecho en el lodo y miraban fijo hacia el barco. A través del interminable laberinto de raíces y troncos extendido a espaldas de ellos vio una fogata, pero mucho más atrás en el manglar. El aire olía a agua estancada y a humo.

      Decidido a aprovechar el relativo silencio, se acostó y trató de dormir; sin embargo, no lo sorprendió la dificultad con la que se encontraba para relajarse. Siempre le resultaba difícil dormir cuando ella no estaba en la habitación. Faltaba el consuelo de su presencia, y además estaba el miedo a despertarse por su regreso. Cuando lograba permitírselo, empezaba rápido a formular ideas y a traducirlas en oraciones cuya anotación parecía más urgente porque se encontraba cómodamente acostado en la oscuridad. A veces pensaba en ella, pero solo como una figura poco clara cuyo carácter daba sabor a una sucesión de telones de fondo. Con mayor frecuencia, revisaba el día recién concluido, procurando convencerse de que lo había llevado un poco más lejos de la infancia. Con frecuencia, durante meses cada vez, la extrañeza de sus sueños lo convencía de que al fin había doblado la esquina, de que el lugar oscuro había quedado atrás al fin, de que ya estaba fuera de alcance de que lo oyeran. Entonces, una nochecita, mientras se dormía, antes que tuviera tiempo de negarse, se quedaba mirando con mucha atención un objeto olvidado mucho tiempo atrás —un plato, una silla, un alfiletero— y reaparecía el acostumbrado sentimiento de infinita futilidad y tristeza.

      El motor volvió a arrancar y recomenzó el gran ruido del agua en la rueda de paletas. Zarparon de Corazón. Se alegró. “Ahora no voy a oírla cuando entre y haga ruido al moverse”, pensó, y cayó en un sueño liviano.

      Se rascaba los brazos y las piernas. El continuo y vago malestar finalmente se convirtió en plena consciencia y se incorporó furioso. Por encima de los ruidos del barco alcanzaba a oír otro, uno que entraba por la ventana: un sonido increíblemente agudo y diminuto, diminuto pero constante en intensidad y tono. Saltó de la litera y fue hasta la ventana. El canal ahí era más ancho y la vegetación sobresaliente ya no tocaba los costados del barco. En el aire, cerca, lejos, por todas partes, sonaba el gemido aflautado de las alas de los mosquitos. Se quedó pasmado y completamente encantado con la novedad del fenómeno. Por un momento