Cuentos selectos. Paul Bowles

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Название Cuentos selectos
Автор произведения Paul Bowles
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789876286169



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relatos donde el lejano perfume de las Mil y una noches impregna lo narrado y la forma tiende al apólogo kafkiano, como es el caso de “El jardín” y “Cosas pasadas y cosas que aún están”, también incluidos en esta antología.

      Por otra parte, al presentarnos su versión de mundos que le son ajenos como el árabe, el asiático y el latinoamericano, Bowles jamás cae en la forma solapada de la condescendencia que consiste en idealizar al otro. Si bien es cierto que es menos frecuente que los personajes de culturas diferentes a la suya sean mostrados en actitudes ridículas o grotescas, esto puede atribuirse a que siempre es más probable que un extranjero quede a contramano de usos y costumbres del lugar que un nativo. En general, para el pesimismo de Bowles, virtudes y miserias están parejamente repartidas entre todos los mortales.

      La pavorosa crueldad de sus primeras narraciones –que llevó al crítico Leslie Fiedler a calificar a Bowles como “el pornógrafo del terror” y sin dudas tiene la impronta de su admirado Poe– y el carácter ligeramente ensoñado de algunas de ellas, escritas bajo el influjo de las drogas, dieron paso a la consolidación de una escritura más clásica, con formas menos ostensibles de la violencia y maneras más sesgadas de presentar el horror y lo extraordinario. A medida que su oficio narrativo va afinándose, los relatos de Bowles ganan en capacidad para connotar hechos y emociones, como si su autor fuese una suerte de Chejov trasplantado desde la helada estepa rusa hasta el tórrido norte de África.

      Y también se refinan los modos de presentar asombrosas metamorfosis. Si en “El valle circular” el proceso de transformaciones del protagonista apela desde un principio a la coartada de lo mítico o religioso para ganar la credibilidad del lector, en el extraordinario relato “Allal” todo transcurre en un registro fantástico agazapado con notable destreza detrás de procedimientos propios de un realismo psicológico.

      Bowles fue, como muchos hombres de su tiempo, un prolífico escritor de cartas, actividad que su alejamiento de los Estados Unidos durante medio siglo no hizo más que intensificar. En “Palabras ingratas”, ofrece un cabal ejemplo, sospechosamente autobiográfico, de su capacidad para la narrativa epistolar y, como advertirá el lector, el ejercicio de una calculada crueldad.

      Al incursionar en los cuentos de Paul Bowles, es difícil no preguntarse cómo fue posible que su autor haya sido durante décadas un marginal, apenas una nota al pie en las historias de la literatura de los Estados Unidos. Gore Vidal, uno de los más fervorosos y calificados admiradores de la obra de Bowles, ensaya una respuesta que es, al mismo tiempo, una ácida ironía sobre su país: “Se supone que los grandes escritores estadounidenses no solo deben vivir en el país más grande del mundo (Estados Unidos, para todos aquellos que llegan tarde), sino que deben escribir sobre el mejor de los temas humanos: la experiencia americana”.

      Probablemente Bowles haya entendido, como Borges, que la nacionalidad es una fatalidad o una impostura. Nunca pretendió ser alguien distinto de quien fue y, al mismo tiempo, comprendió que resulta imposible encontrar la cifra de la propia existencia. Eso no le impidió buscar sus huellas en un paisaje que, como el de África, lo enfrentó a modos de vida extremadamente diversos pero, por sobre todo, a la experiencia del silencio absoluto del desierto, a la abrumadora inmensidad del cielo, a las infinitas variaciones de la luz que ese “iluminador teatral” administra, coloreando cada intención y sus efectos durante las breves estancias del hombre.

      * Según algunos amigos y admiradores de Paul Bowles, como Gavin Lambert, Isherwood habría dado a su célebre personaje de Adiós a Berlín (el libro de relatos que dio pie al film Cabaret) el nombre de Sally Bowles porque le gustaba cómo sonaba y como un homenaje al escritor.

      Un episodio distante

      Los atardeceres de septiembre no podían ser más rojos la semana que el profesor decidió visitar Am Tadouirt, que está en la zona caliente del país. Bajó una tarde desde el altiplano en autobús, con dos maletas pequeñas llenas de mapas, cremas solares y medicinas. Diez años antes había pasado tres días en el pueblo; justo lo suficiente para establecer una amistad bastante firme con el dueño de un café, quien le había escrito varias veces durante el primer año después de su visita, pero nunca más desde entonces. “Hassan Ramani”, decía una y otra vez el profesor mientras el autobús descendía dando tumbos a través de capas de aire cada vez más calientes. Mirando ahora al llameante cielo del oeste, ahora a las angulosas montañas, el vehículo seguía el polvoriento camino al borde de los desfiladeros, donde el aire comenzaba a tener el olor de otras cosas además del interminable ozono de las alturas: azahares, pimienta, estiércol tostado por el sol, aceite de oliva, fruta en descomposición. Cerró los ojos, feliz, y por un instante vivió en un mundo puramente olfativo. El pasado distante regresaba; qué parte de él, no estaba seguro.

      El conductor, cuyo asiento compartía el profesor, le habló sin apartar la vista del camino.

      —Vous êtes géologue?

      —¿Geólogo? ¡No, no! Soy lingüista.

      —Aquí no hay lenguas. Solo dialectos.

      —Exacto. Estoy haciendo un estudio sobre las variedades del magrebí.

      El conductor dijo en tono despectivo:

      —Vaya más al sur. Allí encontrará lenguas de las que nunca ha oído hablar.

      Cuando entraron por las puertas del pueblo, el habitual enjambre de rapaces se levantó y corrió en medio de la polvareda dando gritos al lado del autobús. El profesor se quitó los anteojos de sol, se los guardó en el bolsillo; y en cuanto el autobús se detuvo saltó a tierra para abrirse paso entre los niños que, indignados, trataban de agarrar su equipaje, y se dirigió deprisa al Grand Hotel Saharien. De sus ocho habitaciones había dos disponibles; una daba al mercado; la otra, más pequeña y barata, a un patiecito lleno de barriles y desperdicios, donde se paseaban dos gacelas. Tomó la más pequeña, y después de verter el jarro de agua en la palangana de hojalata, comenzó a lavarse la cara y las orejas, que tenía cubiertas de polvo. El último resplandor del crepúsculo estaba a punto de apagarse y casi podía ver cómo el reflejo rosado del cielo iba desapareciendo de los objetos a su alrededor. Encendió la lámpara de carburo y el olor le hizo echarse para atrás.

      Después de cenar el profesor anduvo despacio por las calles hasta el café de Hassan Ramani, cuya trastienda colgaba peligrosamente sobre el río. La entrada era muy baja, y tuvo que agacharse un poco para pasar. Un hombre atizaba el fuego. Había un cliente bebiendo té. El qaouaji quería que el profesor se sentara en la otra mesa del cuarto principal, pero él siguió deprisa hasta la trastienda y se sentó allí. La luna brillaba a través de la celosía de junco, y fuera no se oía más que el irregular y lejano ladrido de algún perro. Cambió de mesa para poder ver el río. Estaba seco, pero el brillante cielo nocturno se reflejaba aquí y allá en algunas charcas. El qaouaji llegó a limpiar la mesa.

      —Este café ¿es todavía de Hassan Ramani? —preguntó en el magrebí que había tardado cuatro años en aprender.

      El hombre respondió en mal francés:

      —Él fallecido.

      —¿Fallecido? —repitió el profesor, sin darse cuenta de lo absurdo de la expresión— ¿De verdad? ¿Cuándo?

      —No sé —dijo el qaouaji—. ¿Té?

      —Sí. Pero no comprendo…

      El hombre ya estaba en el cuarto de al lado abanicando el fuego. El profesor se quedó inmóvil, sintiéndose solo y diciéndose a sí mismo que era ridículo sentirse así.

      El qaouaji no tardó en volver con el té. El profesor le pagó y le dio una propina enorme, a cambio de la cual recibió una grave reverencia.

      —Una pregunta —dijo cuando el otro se alejaba—. ¿Todavía es posible conseguir esas cajitas hechas de teta de camella?

      El hombre parecía molesto.

      —Los reguibat traen cosas de ésas de vez