Los busca-vida. Rosario Orrego

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Название Los busca-vida
Автор произведения Rosario Orrego
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563572889



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cuanto a mí, ya desespero. Cada una de estas expediciones en que gasto salud, bolsillo y paciencia, solo me deja por resultado el desaliento y la convicción de que Copiapó no se ha hecho para mí.

      —¡Ah! ¿El señor no es del país?

      —No. He venido atraído por la fama de las minas y, aunque la vida que llevo aquí es la de Satanás, he jurado vencer o morir en el campo de batalla.

      —Según parece, usted es muy minero, señor.

      —Tan minero soy ahora como militar era tres años ha. Conozco ya las calidades de las vetas, tan bien como conocía entonces los vicios de mis soldados. Pero, la vida del militar en tiempo de paz es más tranquila que esta. Aquí se vive en continua ansiedad, como si siempre estuviésemos en víspera de dar batalla, o de tomar una plaza por asalto.

      Mónica entre tanto, había preparado el mate, y se lo presentó al huésped con respetuoso encogimiento.

      —Gracias —le dijo este, y llevando la bombilla a la boca, prosiguió con mayor animación su interrumpida charla de minero.

      —Como le iba diciendo —dijo, dirigiéndose a Godileo—, el demonio de la ambición entra por todos los poros del cuerpo, una fiebre maligna se apodera del corazón y lo hace a uno soñar que está pisando sobre piedras de plata maciza. Un día, nada menos, he desenladrillado el piso de mi cuarto siguiendo el rumbo de una veta que me pareció le atravesaba cruzando desde el patio.

      —¡Vaya! ¡Vaya! —dijo el indio.

      —Esto es nada —interrumpió el huésped, chupando con más ahínco su sabrosa bebida y dando sorbo tras sorbo hasta que arrancó ese sonido ronco por el que avisa el extenuado mate que el vacío se ha hecho en sus entrañas. Entrado así en calor, y como si se le hubiese tocado la cuerda sensible, el joven, preparándose para contar su vida entera, sacó un cigarrillo, se inclinó a encenderlo, y al punto retrocedió asombrado.

      —¿Qué sucede? —dijo Godileo, poniéndose de pie.

      —¿Y estas piedras? —exclamó el joven, indicando las dos que en la noche anterior había Mónica arrimado al fuego, mas no ya tierrosas y negruzcas como Godileo las recogió del cerro, sino pulimentadas como dos joyas preciosas.

      El indio se puso boca a bajo para examinarlas. Violas en parte derretidas. Varios glóbulos y figurillas caprichosas, a manera de filigrana, adornaban los contornos de aquella pasta hirviente tan maravillosamente transformada por la acción del calor.

      —Son de plata — respondió el indio tranquilamente. Las separó del fuego y vació sobre ellas un cubillo de agua.

      El joven, que ya había concebido la ilusión de un gran descubrimiento, tomó una de las piedras, todavía humeantes, y salió fuera para examinarla.

      El indio le siguió con la otra.

      —¿De dónde las ha traído usted, mi amigo?

      Godileo no respondió.

      —Por favor hable usted —insistió aquel con voz suplicante.

      —Oiga usted, caballero —dijo el anciano—, esto es una ley, señor, que hasta el día nadie se ha atrevido a quebrantar: el indio que descubra un tesoro, sea huaca, sea mina, sea lo que fuere, debe ocultarlo más allá de la vida, llevárselo con la muerte; y esto, señor, para que los españoles no lo encuentren jamás.

      —¿Y qué piensa usted hacer? —articuló desalentado el viajero. Godileo se encogió de hombros desdeñosamente y contestó:

      —Nada.

      —¿Y dejará usted esos veneros perdidos, despreciando así la bondad visible de la Providencia? No, hombre, usted no hará eso, usted tiene hijos, viven en la miseria. ¡Sería una indolencia, una locura!

      —No quiero exponer a mis hijos —contestó pausadamente el indio— a los peligros que acarrea el oro. Ellos serían víctimas de la codicia de los hombres. No formados para vivir en los pueblos como señores, perecerían, a la manera de esas vicuñas salvajes a quienes se aprisiona para trasportarlas lejos del desierto, o caerían como ellas en los lazos que la codicia tiende a la opulencia; y un día tal vez, pobres y desgraciados, vendrían a ocultar sus lágrimas en la choza del indio Godileo.

      Nuestro joven perdió toda la esperanza.

      —Está bien —dijo maquinalmente y como revolviendo una idea su imaginación. Luego montó a caballo y se alejó lentamente.

      Godileo le siguió con su mirada firme y serena. Cuando lo hubo perdido de vista, llamó a Mónica y le dijo con esa voz del que está acostumbrado a ser obedecido:

      —Mujer, lo que ha pasado aquí no lo sabrán ni tus hijos, ¿lo entiendes?

      Mónica hizo un signo afirmativo.

      —Ahora, entierra esas piedras: ¡la juventud es indiscreta! Murmuró el indio, entrando en su cabaña.

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