Los busca-vida. Rosario Orrego

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Название Los busca-vida
Автор произведения Rosario Orrego
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563572889



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cincuenta y ocho años que un indio de una tribu de Bolivia había llegado a esta, y, habiéndose casado en el pueblo, formó parte de la familia indiana.

      Godileo, que es el nombre del indio, habitaba con su mujer y dos hijos, en un casucho de esta apartada aldea. Godileo pasaba entre su tribu adoptiva por el más sabio y valiente. Su vigoroso desarrollo físico, sus fuerzas hercúleas, le habían constituido en una autoridad; pero este indio no abusaba de las ventajas con que lo dotó la naturaleza en perjuicio de los suyos: No, era allá en los desiertos, en las serranías, donde Godileo se mostraba terrible luchando cuerpo a cuerpo con las fieras, y en las pampas entregado a la caza de llamas y arrostrando años enteros los peligros de una vida salvaje.

      Los años, y más que todo, el poderoso imán de la familia que atrae y rinde a las naturalezas, por salvajes que sean, hizo que el indio dejase sus montaraces costumbres por la vida más tranquila del leñador, que es en la ocupación en que lo encontramos a la época en que tuvieron lugar los hechos que vamos a referir.

      IV

      Era ya entrada la noche. Mónica, mujer de Godileo, tejía una chamal a la luz de una fogata; Gala, su hija, molía el maíz para la cena. Gala era una india de 20 años, de color pálido oscuro, frente estrecha e invadida por una espesa cabellera negra, ojos del mismo color, labios abultados y graciosamente recogidos. Mirada franca y expresión bondadosa. Madre e hija vestían una pollera corta de lana, tejida por ellas mismas. La parte superior del cuerpo la cubrían con un petillo de percala rojo, y tanto los pies como los brazos los llevaban desnudos, a pesar del intenso frío del mes de junio.

      —Gala —dijo la india a su hija sin interrumpir su labor­—, arrima la pierna de cabrito al fuego que ya vendrá tu padre.

      —¡Dónde habrá ido a leñar padre que tanto tarda! —exclamó la muchacha apresurándose a obedecer—. Mientras más veces se pone el sol más escaso se hace el palo: ¡ya se ve, hay tantos pobres como nosotros que viven de su venta!

      —No tanto como nosotros, hija. Si tu padre, como lo temes, no pudiera cortar chañar, siendo la mejor leña y la sola que nos queda, no sé como haríamos para mercar pan y maíz; ¡y todo porque los señores blancos se ha hecho dueños de los campos, de los árboles y hasta de las piedras que esconde la tierra!

      —Quizá padre haría bien —se aventuró a decir Gala—. Han puesto multa contra el que corte un chañar de la hacienda.

      —¡Los tiempos no mejoran! —exclamó la madre suspirando—. Los españoles de hoy se asemejan a los que encadenaron y oprimieron a nuestros abuelos. Muchos soles y muchas lunas han pasado desde el día en que, compadecido del duro tratamiento que se nos daba, el Rey eximió a sus indios de la encomienda. ¡Mas ya era tarde! Nada o muy poco hemos mejorado. Envilecidos, errantes, con el corazón lleno de lágrimas, sin techo ni pan, ¿qué uso harían de su libertad los que antes habían sido dueños y señores de esta tierra?

      El ladrido de un perro interrumpió a la india.

      —Ya están aquí —exclamaron a la vez las dos mujeres. En efecto, Godileo, acompañado de su hijo Silo, entró a la cabaña.

      V

      Era Godileo un indio de rostro atezado, surcado de hondas arrugas, sin barba, a no ser que se le dé este nombre a unos escasos pelos blancos que llevaba hacia la extremidad del rostro. Su cabeza, calva en la parte superior, mostraba hacia la nuca una gruesa trenza, aún de color gris. Su estatura era gigantesca, anchas sus espaldas, el pecho fornido, la mirada viva y penetrante. Debía de contar largos años a juzgar por su cuerpo ya algo inclinado y lo tardo de su paso.

      En cuanto a Silo, que parecía mayor que Gala, reflejaba en su indiana fisonomía, toda la vivacidad del indígena, unida al estúpido candor que imprimen la ignorancia y la miseria.

      —Gala, ayuda a tu hermano a descargar —dijo Godileo tirando unas andrajosas alforjas en un rincón, y acercándose a la lumbre—. Y tú, mujer, dame la cena —añadió—, que la jornada ha sido larga y el trabajo duro.

      —Han demorado tanto en este viaje que creí que habían bajado al desierto en busca de monte —dijo la india socarronamente, poniendo en un banco de piedra una fuente de barro llena de maíz molido y cuatro panes de harina candeal.

      —No —contestó Godileo, partiendo con satisfacción uno de los panes—. No hemos bajado, nos hemos encumbrado a unas cimas trabajosas para un viejo como yo. A fe que les ha de costar a los cateadores el poner un talón en aquellas puntas.

      —Parece haberles entrado fiebre a las gentes de los poblados, que se desatan en bandadas a tomar los aires en estas serranías —dijo Mónica.

      —Así, mujer, te he visto a ti días enteros en los páramos calcinados por el sol, hollando la arena para desenterrar papillas que con tanto gusto comían estos alrededores arrostrando los rigores del tiempo y buscando los tesoros que se ocultan bajo esta tierra, quizás tengan también pequeñuelos a quienes alimentar.

      —Bien podían dejarnos en paz, que harto tienen ya. Ellos viven bajo hermosos techos donde no penetra el sol, ni la lluvia; ellos tienen adornos brillantes y vestidos siempre nuevos, ¿qué les falta, pues?

      —¡Calla, mujer! Yo he vivido algunas horas en poblado y en tan corto tiempo he visto muchas cenizas que el fuego, días ha, no había calentado; he visto rostros angustiados por la necesidad; he visto niños que pedían pan y madres que lloraban por no podérselo dar: y estos no eran pobres como nosotros, no, los he visto con trajes brillantes y pisando en telas muy blandas y sentarse en asientos muy bellos. Mira, tú sabes que no tengo corazón de nata, pero me he sentido mal al ver aquello… Pasa el cabrito, mujer. Pero, ¿qué estas buscando?

      —Una piedra —contestó Mónica— para asentar este cántaro.

      —En mis alforjas hallarás unas.

      La india se dirigió a estas y tomó dos grandes piedras que colocó en el fuego, poniendo enseguida encima de ellas un jarrón de barro lleno de leche de cabra. Gala y Silo entraron en ese instante y se sentaron a cenar junto a su padre. Poco después el indio y su familia reposaban en ese sueño tranquilo y feliz que solo es dado al pobre disfrutar.

      VI

      Al amanecer del siguiente día, cuando aún las estrellas no eran del todo apagadas por la tenue claridad del alba, un hombre se apeaba de un caballo flaco, y al parecer extenuado, a la puerta de la cabaña de Godileo. Largo rato hacía que la familia del indio estaba en movimiento, y que Gala y Silo habían marchado a la ciudad tras de sus burros cargados con la leña que debían vender en ese día.

      —Buen día, amigo —dijo el viajero al desmontarse.

      —Así se los dé Dios a usted —contestó el indio, sacándose por deferencia un bonete lacre que cubría su cabeza, distintivo entonces del minero, pero que él llevaba por costumbre.

      —¿Me daréis permiso para descansar aquí y tomar un mate?

      —¡Cómo no, señor! ¿Cuándo esto se niega en el rancho de Godileo? Entre usted.

      —¡Qué horrible frío! —exclamó el desconocido, atando la rienda de su caballo a una caña que sobresalía del techo; luego, agachándose cuanto pudo, entró. Mónica, que había oído nombrar el mate, corrió hacia el hogar, y con unos cuantos soplidos formó una hermosa fogata.

      Godileo acercó su banco al huésped, el que se sentó a la lumbre.

      Era este un joven de treinta y cinco años, aunque representaba mayor edad, porque poseía una de esas fisonomías demacradas sin parecer enfermizas, sello que imprime en el hombre o el asiduo trabajo o una vida de agitación y de desorden. Sus cabellos largos y rubios los llevaba con gracioso descuido. Sus ojos eran de un oscuro azul. No usaba patilla ni bigote, y su cutis, blanca en otro tiempo, estaba tostada por los aires de Atacama. Llevaba sobre sus vestidos una fina y larga manta, que solo dejaba ver la parte inferior del pantalón, ajustado a unas botas de campo pardas de polvo y roídas por el uso. Unas grandes espuelas de plata y un sombrero de paja blanca y fina completaban el traje del recién llegado.

      —¿Va