365 días para cambiar. Sònia Borràs

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Название 365 días para cambiar
Автор произведения Sònia Borràs
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788418013959



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con curiosidad y veo que sonríe. De inmediato pienso en que hacía tantos días que no la veía sonreír…

      Me debato entre decírselo o no, pero se trata de mi madre, así que puedo confiar en ella.

      —Es mi fisioterapeuta, Diego —susurro, porque hablar de él me es algo extraño pero a la vez idílico.

      —¿Te has enamorado de tu ayuda para andar? —exclama y visto así hace que me sonroje.

      —Precisamente, me ayuda.

      —Es muy bueno oír eso —responde sinceramente.

      —Si lo miro todo de diferente manera, puedo ver cómo sin el accidente no le hubiera conocido, ni a él ni a Drew. Me ha quitado muchas cosas, a veces pienso que demasiadas, pero jamás me podrá quitar la fuerza de seguir adelante —contesto con firmeza.

      —¿No te olvidas de la felicidad? —me pregunta reflexiva.

      —No soy feliz, mamá, no lo soy y no te puedo engañar —respondo con una mezcla de dudas y esperanza—. Aún no lo soy, pero ten por seguro que lo seré.

      —Y ese día entenderás que toda lucha merece la pena —declara, y yo no podría estar más conforme con sus palabras. Me quedo ensimismada mirando por la ventana mientras siento que las últimas palabras han quedado marcadas en mi alma.

      Compañías

      Despierto y, como en las últimas mañanas, voy a decirle buenos días a Drew, pero en el último momento me cercioro de que ya no está aquí y por lo tanto me tengo que recordar a mí misma que ya está en su casa, ha vuelto a su vida normal, mien­tras yo sigo aquí encerrada. A su lado me sentía muy cómoda, y esto, junto con otros recuerdos, es algo que no tiene precio. Se­guramente pronto vendrá alguien a ocupar la cama que ha que­dado vacía, pero sin necesidad de ver a la próxima persona que venga a la habitación, ya sé que no será, ni por asomo, lo mismo.

      Unos minutos después de despertarme, las enfermeras me traen el desayuno. He pasado la noche sola, mi madre se fue a casa antes de que me durmiera, pero aún pude sentir que me daba un beso en la frente y finalmente se iba. Tenía tanto sueño que no pude decirle ni adiós.

      Es únicamente en medio de la soledad cuando comprendo a la perfección que la habitación con las paredes de un blanco inmaculado tienen un exceso de falta de color, necesitan vida y aquella energía la daban las sonrisas de Drew. Ahora, todo es igual, pero me parece un poco más oscuro.

      Hay días en los que quiero encerrarme en mí misma, como si fuese una tortuga que se recluye en su caparazón. Y el hecho de que cada vez que me miro a las piernas y soy cons­ciente de que no las puedo mover acrecienta esa sensación que acostumbro a tener al pensar que una ola de tristeza me engulle y se apodera de mí.

      Me esfuerzo en pensar que, al menos, aún me quedan los brazos y no estoy inmóvil por completo, pero sé que la nor­malidad tardará en llegar (si es que llega). Una parte de mí ya sabía que el estar exultante y sentirme fuerte sería solo cues­tión de tiempo. La falsa felicidad también llega a su fin.

      Pienso en el antes y el después que ha llegado a mi vida, y pienso que si alguien me hubiese indicado qué me depararía el futuro me temo que habría sido incapaz de creerlo de tan irreal y ficticio que me parece a estas alturas.

      Estamos a sábado y ya ha pasado otra semana más. Hoy ven­drán a visitarme mis tíos, a los que veo en contadas ocasiones, y la idea de verles no me llena precisamente de entusiasmo. Aun así, me cambio de ropa y otra vez me miro en el espejo y antes siquiera de ver mi reflejo sé que no veré a la misma persona que vi hace unos días. La de aquel tiempo estaba destrozada, pero a la vez se mostraba ilusionada, en sus ojos aún había esperanza y aunque estaba destrozada se mostraba fuerte, su mirar estaba manchado de tristeza pero al mismo tiempo de fortaleza. La Elise que veo hoy está solo destrozada. Me reprendo mental­mente porque sé que no puedo escuchar esos pensamientos viniendo de mí, no debo gastar mi tiempo compadeciéndome porque lo único que quiero es avanzar, y lamentarme por algo que ya ha pasado es inútil. ¿Lograré solucionar algo pensando en mis tristezas y regocijándome en ellas? Me temo que no.

      A falta de hacer algo, y a la espera de que lleguen mis tíos, voy a dar una vuelta por el pasillo. A estas horas poca gente se ha despertado y no hay nadie por el pasillo.

      Me cruzo con las enfermeras que tenían una sonrisa que mi rostro ha apagado al ver que he vuelto a recaer. Silvia es la enfermera con quien he hablado más y con quien también tengo más confianza. Es una mujer joven que apenas debe tener unos años más que yo. Pocas veces me pregunta por cómo estoy, pero siempre me anima y nunca me mira con compasión, algo que sinceramente agradezco.

      —Elise, ¿qué te ocurre hoy? —antes de que le haya saluda­do, veo que se ha dado cuenta de que algo no está bien.

      —No estoy bien, mis ánimos están bajo tierra.

      —No todos los días son buenos. Todo lo que has ocultado durante estos días también debe salir —y después me pre­gunta con afecto—: ¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor?

      —No lo creo, a menos que tengas una medicación para aliviar el dolor emocional —no me gusta cuando mi voz suena tan apagada y derrotada, pero hoy me falla la voz, mañana quizás me fallarán las lágrimas.

      —¿Te has discutido con alguien? —me pregunta, niego y sigue hablando—. ¿Alguien se ha ido y por eso estás decaída? —asume.

      —Drew, el chico que era mi compañero de habitación, se ha ido. Le echo de menos pero a la vez me alegro de que se haya recuperado.

      —Le querías —afirma con una sonrisa, comprendiéndo­me como si estuviese en mi mente.

      —Está claro que le quería, pero solo como se quiere a un amigo, ¿sabes? —le digo para que no piense que entre los dos hay más lazos que los que implica una bonita amistad—. Me daba buenos consejos, siempre estaba ahí, y hoy la habitación no me ha parecido lo mismo sin él, sin sus sonrisas.

      —Conozco un remedio que es bastante efectivo para curar los males, y es estar rodeada de la gente que quieres, porque alguien debe significar algo para ti, ¿estoy en lo cierto?

      —Sí que hay alguien. No puedo parar de pensar en Diego… —quiero corregir lo que he dicho, pero antes de poder hacerlo Silvia ha cambiado su característica expresión afable hacia una más seria e imperturbable.

      —Diego, ¿el fisioterapeuta del hospital? —me pregunta, confundida, para asegurarse de que estoy hablando de él.

      —A veces pienso que me ayuda más él que la rehabilitación. Está claro que no es así, pero al menos así lo siento —confieso sin saber qué le ha ocurrido a la simple mención de su nombre.

      —Al menos estás bien a su lado, y… ¿desde cuándo te gusta? —me pregunta husmeando, pero como tengo confian­za con ella no me incomoda.

      —Desde el primer segundo en que lo vi —una sonrisa so­ñadora se adueña de mi semblante. ¿De verdad acabo de decir aquello? Tal vez sea verdad que el amor modifica la percepción de las personas y las vuelve más ensoñadoras y fantasiosas.

      —Eso es muy… romántico —sonríe y por un segundo le brillan los ojos, le miro sin entender dónde está el chiste y ella me dice—: Lo sé, es normal que te hayas enamorado, para mí es un chico excepcional. Y él, ¿ya lo sabe?

      —Pienso que ya lo debe saber —digo—. Estaría ciego si no lo viera —repongo recordando el día en que quedamos en la cafetería.

      —En ese caso, entonces hay más chicos ciegos de lo que crees, porque según quienes no ven las muestras de amor ni aunque lo tengan delante de los ojos. Diego es uno de ellos —escupe con una súbita rabia que no sé de dónde ha aparecido.

      —¿Cómo lo sabes? —poco a poco voy imaginando por qué se ha precipitado hacia aquella conclusión,