Ophiuchus. Las hijas olvidadas. F.J.S. Bustos

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Название Ophiuchus. Las hijas olvidadas
Автор произведения F.J.S. Bustos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418212734



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      Ensueño

      Hacía ya tiempo que no lograba controlar sus sueños. En su época de estudiante tenía la mala costumbre de comenzar a estudiar cuando restaban pocos días para el examen.

      El despertador sonaba sobre las tres y media de la madrugada. Una buena taza de café, la bata bien apretada y a sumergirse en el emocionante mundo del Arte. Le apasionaba especialmente el Renacimiento, pero sin menoscabar el Arte Antiguo, el Clásico y el Medieval. Pero si había algo que le estremecía y ponía los pelos de punta era todo lo relacionado con la Astrología y el Ocultismo.

      Estas inquietudes le harían viajar mucho durante toda su vida, y cuando la curiosidad incesable, la investigación y la perseverancia van de la mano de la pasión, todo fluye de forma natural, llegando a conseguir la cátedra en Historia del Arte siendo uno de los más jóvenes docentes universitarios.

      Transcurridas aproximadamente tres horas, sus grandes párpados se hacían cada vez más pesados, hasta que cerraba los ojos cayendo en un interminable laberinto en el que el tiempo se ralentizaba y su imaginación, su perspectiva, su consciencia y su realidad se enredaban y entrelazaban culminando en un extremo de leve lucidez.

      Conocía perfectamente la obra de Sigmund Freud y había intervenido en estudios sobre el sueño y el inconsciente y su influencia en la vida real, por lo que siempre al despertar apuntaba en su libreta los aspectos más extraños que encontraba, para luego poder investigarlos y encontrar su causa, el motivo y el porqué de su aparición.

      Escenas sin sentido, la aparición de personas fallecidas o inminentes accidentes mortales lo despertaban en lo más profundo de su sueño. En ese preciso instante comprendía lo que estaba sucediendo, pudiendo realizar todo cuanto quisiera, sin que nada ni nadie pudiera impedírselo. Su pensamiento era realidad. Simple y endiabladamente era un dios.

      La lucidez de sus sueños era algo especial. Con el tiempo aprendería a pasar de la espontaneidad a la inducción de los mismos. Una vez dentro le permitía, en primera persona, explorar los lugares más recónditos del universo.

      No solo podía recrear cualquier escenario que hubiera visto anteriormente, sino que su imaginación modificaba a su antojo el entorno, quitando o añadiendo elementos, paralizando o aligerando el tiempo, los colores, las dimensiones. Igual se encontraba en París visitando el museo del Louvre que se hallaba escalando el Everest o buceando en las profundidades de los océanos; volando libre como un águila, atravesando la selva amazónica convertido en jaguar, o simplemente dando un paseo por la Gran Muralla china.

      De esta manera él creía que, dentro de su despreciable mortalidad, que le producía incesantemente un incontrolable pánico, podía vivir innumerables vidas.

      Despacio pero constante, fue sintiendo un destello fulminante de luz que penetraba en su mente y lo empujaba cual rayo vertiginoso hacia el cielo negro. Comenzó a percibir una brisa fría, que lo envolvía y lo hacía flotar de forma apacible mientras observaba cómo se alejaba de la Tierra, dejando atrás Marte y Júpiter, acariciando los anillos de Saturno, saliendo de nuestro sistema solar y de la Vía Láctea. Cuásares, galaxias, nebulosas, agujeros negros, cometas, púlsares iban apareciendo en su camino, hasta que divisó una hermosa estrella mucho más luminosa que nuestro Sol, la más brillante y la que daba nombre a su constelación, la cual pudo fácilmente reconocer.

      —¿Por qué este surrealista viaje inmerso en mi universo onírico me atrae hasta Ophiuchus? —reflexionó.

      La conocía perfectamente. No hacía mucho tiempo que había compartido, junto con su ayudante de cátedra, una investigación que había sido publicada en varias revistas tanto de ciencias como de esoterismo.

      Marzo, Cáceres

      La aspillera de la segunda planta de la torre izquierda de la iglesia de San Francisco Javier aparecía ennegrecida resaltando el blanco de cal de la deslumbrante fachada.

      Nada más apagar el último rescoldo y comprobar que se hallaban fuera de peligro, el jefe de bomberos procedió a dejar entrar a la policía. Frente a ellos, la escena no dejaba lugar a dudas. El incendio había sido provocado.

      La víctima se hallaba sentada en una silla, todavía atada por fuertes cuerdas de soga que habían soportado el vil fuego. Alrededor no había nada, tan solo una garrafa de gasolina y una caja de fósforos de madera tirados en el suelo.

      El olor a carne quemada era inconfundible. El cadáver chamuscado parecía, según su postura, intentar con todas sus fuerzas escapar de sus ataduras. La cara desencajada con la boca abierta entre restos de piel y hueso, a desniveles carbonizada, dibujaban el horror del último aliento. Los ojos habían desaparecido hundidos y vacíos. En su muñeca izquierda tenía fuertemente apretado un pañuelo rojo que, extrañamente, apenas se había quemado.

      El templo de la Preciosa Sangre albergaba una nueva víctima.

      Arderá sin apagarse

      —Jesús, ¿qué tal? Estoy con Antonio. Te voy a enviar una foto que han encontrado en el bolsillo de la tercera víctima.

      Pepe, al igual que el resto de sus amigos, intentaba ayudar en la medida de lo posible, siempre desde su especialidad. Tenía una consulta privada en el centro de Sevilla tres días a la semana, y el resto lo pasaba visitando centros hospitalarios. La investigación psiquiatra y psicopatológica le habían llevado a realizar, no hacía mucho, un máster en psiquiatría forense.

      De estatura media (pero el más bajo de sus amigos) y barrigudo, era de los cuatro el más extrovertido y entusiasta. Cuando comenzó la calvicie a eso de los treinta, decidió raparse la cabeza. Se había dejado bigote bien poblado, al igual que sus cejas gruesas y arqueadas, y llevaba gafas de montura negra, que ocultaban unos bellos ojos azules que le daban un aspecto intelectual. Estaba felizmente casado y tenía una hija de diez años, de la cual siempre estaba hablando.

      Remitió vía Whatsapp el siguiente escrito:

      «Por eso, así dice Yavé:

      Mi ira y mi furor

      se van a desatar sobre este lugar,

      sobre hombre y animales,

      árboles del campo y frutos de la tierra;

      y arderá sin apagarse.

      ­Por favor, cuando lo leas llámame».

      Transcurridos unos veinte minutos, Jesús se percató del mensaje recibido.

      Se hallaba en la ducha y había dejado su móvil cargando. Se preparó una taza muy caliente de menta poleo mezclada con manzanilla y se tiró en su sofá, con el albornoz desatado. Estaba solo. Únicamente le acompañaba Chopin con su Nocturne óp. 9 No. 2.

      El pequeño pergamino estaba chamuscado, con agujeros diversos y muy arrugado. La ampliación de la fotografía le permitía leerlo con algo de dificultad.

      —Me suena, pero no estoy seguro —pensó Jesús mientras escuchaba sus propias palabras.

      Hizo una búsqueda por Google y, tras pasar las cinco o seis primeras páginas que le saltaron, se paró en seco en una sobre la Biblia. Jeremías 7:20. Pero no coincidía literalmente con lo que acababa de leer.

      Se levantó bruscamente y fue a buscar su pequeña Biblia, que había encontrado no hacía mucho tiempo en uno de los numerosos cajones del gran salón, perdida durante más de cincuenta años. Era una primera edición de 1967, traducida de los textos originales por el equipo hispano-americano de la Casa de la Biblia, y cuyo final de impresión databa del día 25 de enero, festividad de la Conversión del Apóstol San Pablo. Estaba firmada por su padre, y fue un regalo para su madre, por lo que le tenía mucho aprecio.

      Tanteó el índice hasta divisarla: 639. Pasó lentamente las páginas, de tacto suave, finas y amarillentas, hasta llegar a «El Templo. Idolatría». Lo volvió a leer en voz alta y, efectivamente, su intuición le