Ophiuchus. Las hijas olvidadas. F.J.S. Bustos

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Название Ophiuchus. Las hijas olvidadas
Автор произведения F.J.S. Bustos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418212734



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una historia muy oscura, y procedía del Templo de Dendera, en el antiguo Egipto, donde se encontró el Zodíaco que lleva su nombre. Se decía que suponía el medio entre los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos.

      Se escondió rápidamente detrás del bello piano de cola. Su tía, promesa virtuosa, dejó de tocar cuando falleció su esposo, con solo treinta años de edad. Únicamente transmitió su maestría a su sobrino, que logró en muy poco tiempo sentir la pasión y amar este instrumento, hasta el punto de ser concertista en salas pequeñas, reconocido por su capacidad creadora y excéntricas interpretaciones.

      Se dejó caer en la espléndida alfombra turca de lana del siglo xiii, anudada a mano con motivos geométricos, y traída desde la propia Konya, pueblo de la antigua Anatolia, el más importante en la fabricación de estas obras de arte. Sin apenas darse cuenta, palpó un interruptor hundido en el suelo, y de repente escuchó un leve crujido que lo alertó, creyendo que había partido algo. Miró a su alrededor, pero no vio nada diferente. Siguió durante unos segundos escondido, esperando que llegara su tía, y su mirada divisó una hendidura vertical en el tapiz que cubría la pared de enfrente, en el que se podía contemplar a la diosa Minerva, con su casco, su escudo, su égida y su pica. Resaltaba en su mano izquierda un pequeño búho con sus alas alzadas.

      Se levantó con lentitud sin quitar la vista de aquella secreta puerta falsa y, sin pensarlo, corrió hacia ella. Estaba oscuro, pero avanzó paso a paso hasta que tropezó con una valla de seguridad de metal. Cuando estaba intentando abrirla, la tía le puso la mano en su hombro, y gritó despavorido:

      —¡¡¡Aaaaahhh!!!

      —Tranquilo, Jesús, soy yo, tu tía —dijo Elena serenamente mientras encendía una antigua lámpara de latón.

      —¡Vaya susto que me has dado! —respondió aún con la respiración agitada.

      —¿Dónde estamos? —preguntó observando el comienzo de una escalera de caracol vieja y oxidada.

      —Estamos en la biblioteca prohibida —contestó con aire majestuoso a la vez que enigmático.

      Quitó el cerrojo, abrió la valla y comenzaron a bajar juntos de la mano.

      —Acompáñame, cariño.

      Una vez abajo encendió el resto de lámparas.

      —¡Guaaauuu! —balbuceó Jesús con cara de asombro. ¿Por qué no me habías hablado antes de esto?

      —Quería que lo descubrieras tú solo. He estado a punto en varias ocasiones de contártelo, incluso recordarás las historias sobre Minerva y su criatura sagrada, el búho, símbolo de sabiduría.

      Jesús mantenía la fascinación reflejada en su cara.

      —¡¿Y en qué mejor lugar que en los libros puedes hallar la sabiduría?!

      Un largo pasillo de metro y medio de ancho, dividía la sala en dos partes idénticas, donde se distribuían las estanterías desde el suelo hasta el techo, el cual estaba adornado por viejas vigas de madera astillada y oscura.

      Seis columnas de hierro forjado se disponían a cada lado, e iban a terminar a una pequeña sala repleta de pergaminos antiguos de todos los tamaños, dispuestos horizontales en delgadas baldas desgastadas, y sin ninguna clasificación aparente.

      En el medio, un pequeño escritorio de madera rojiza, con la tapa abierta, pluma de cisne y tintero, y varios documentos ilustrados desperdigados al azar.

      No solo podría disfrutar de numerosos ejemplares que, por motivos tanto políticos e ideológicos, como religiosos, científicos, sexuales o de magia y hechicería, habían sido prohibidos durante siglos, sino que sentía su esencia, su olor a humedad, a moho, a historia, a secretos, a vidas, a libros.

      Desde aquel día, la biblioteca sería su morada. Su curiosidad no tenía fin. Pasaría horas y horas inmerso en la lectura. Se convertiría en su escondite favorito, en su misterioso refugio.

      La autopsia

      El informe forense detallaba exactamente el número de puñaladas recibidas, que fueron en total treinta. Las mismas que veinte años atrás había recibido su mujer.

      Todas las cuchilladas habían sido efectuadas en lugares distintos del cuerpo, es decir, que quien efectuó la hazaña tenía que ser bastante ducho con el arma homicida que, supuestamente, por la profundidad y forma, se presumía fuera una daga o puñal de hoja plana, ancha y corta, con afilada punta.

      Efectivamente, se trataba de una daga con empuñadura de marfil que fue encontrada por uno de los policías a diez metros aproximadamente de la escena del crimen. Tenía tallada en su mango una serpiente enroscada.

      El individuo murió desangrado. La exanguinación fue lenta, y para el levantamiento del cadáver se tuvieron que despegar los dedos de los barrotes donde se había agarrado con tremenda fuerza de espaldas a su asesino.

      En el bolsillo derecho encontraron un pequeño pergamino escrito a pluma, con caligrafía exquisita.

      Ved, un huracán viene de Yavé,

      un torbellino se desata,

      sobre la cabeza de los impíos cae.

      La ira de Yavé no frenará

      hasta que no haya cumplido y realizado

      los designios de su corazón;

      al fin de los días lo comprenderéis.

      Pero lo más extraño de todo era una serie de heridas (diminutos puntos de acupuntura, como pinchazos de un tatuaje) que presentaba en la zona interior de la muñeca izquierda, que se hallaba escondida por un apretado pañuelo de sayal rojo gastado por el sol que tornaba a marrón.

      La investigación acababa de comenzar.

      Febrero, Badajoz

      La mañana estaba fría y húmeda. El fuerte viento no permitía que las nubes desataran aún la lluvia, y el continuo silbido se volvía desánimo.

      —¡Mal día, amigo! —se lamentó el policía.

      —Tienes razón, con lo bien que se tiene que estar en casa, tirado en el sofá, con la vieja manta de lana de mi abuela que, aunque pica un poco, abriga tanto que entras en calor en un periquete —suspiró el agente, pensativo, imaginándose la escena a la vez que se le marcaba una leve sonrisa de gozo en su cara.

      —Así es, pero el trabajo es el trabajo —afirmó su compañero, convencido pero igualmente deseoso de que acabara su jornada.

      —Bueno, vamos para la Catedral, a ver qué ha pasado, y mañana será otro día.

      La gente se agrupaba en corros a los pies de la rígida y poderosa torre del campanario, cuchicheando y gesticulando en medio de un ambiente de incertidumbre y desasosiego.

      Los dos hombres se abrieron paso lentamente hasta llegar a la Puerta de San Juan, puerta principal de lo que por su cercanía fronteriza parecía fortaleza más que iglesia. Tras cruzar el vestíbulo y el baptisterio, donde solo uno de ellos tomó agua de la pila bautismal, persignándose con rapidez mientras inclinaba la cabeza, se dirigieron al presbiterio.

      Defendiendo la Capilla Mayor, la bella rejería imponía respeto. Frente al retablo, como entregado a un Jesús que repartía bendición debajo del altar entre ángeles, boca arriba yacía el cuerpo. Un viejo martillo adornaba su pecho. La cabeza destrozada aún sangraba, y resplandecía iluminada por la luz que emanaba de la madera policromada del sagrario.

      La víctima había sido arrastrada, quizás aún viva, justo debajo de la enorme y majestuosa lámpara principal de ciento nueve brazos realizada en bronce macizo, y que extrañamente se encontraba encendida, como si se hubiera ofrecido cual trofeo al mismo sol.

      ¿No es mi palabra como fuego,

      oráculo