Ophiuchus. Las hijas olvidadas. F.J.S. Bustos

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Название Ophiuchus. Las hijas olvidadas
Автор произведения F.J.S. Bustos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418212734



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con fuerza a los barrotes de la verja, como si quisiera atravesarla para hallar la salvación.

      Aquella noche, Antonio presentía que iban a estropearle la reunión mensual con sus amigos de la infancia. Era el primer sábado que libraba después de las fiestas navideñas, y tenía muchas ganas de beber unas cervezas bien frías entre charlas y anécdotas inolvidables que se repetirían al son de ruidosas carcajadas.

      —¿Cómo han ido esas fiestas? —preguntó mientras se acercaba a Rafael, que ya estaba haciéndose hueco en el rincón más profundo de la barra del bar.

      —Como siempre, en familia. Demasiada comida y demasiada bebida.

      —¿Qué tal estáis, hermanos? —preguntó Pepe, que en ese preciso instante entraba quitándose su chubasquero. Dejó el paraguas empapado dentro de un viejo cubo que hacía de paragüero, y riéndose se agarró a sus amigos y los tres se pusieron a saltar haciendo círculos—. No veas la que está cayendo. No para de llover. ¡Vaya nochecita!

      »¡Carlos, por favor, ponnos una rondita! —pidió Antonio sentándose en el taburete.

      —¡Marchando! —le dijo el dueño, y sacó de la nevera tres tercios de Cruzcampo a punto de escarcha que inmediatamente cogieron y brindaron chocando los cristales con un «¡por nosotros, señores!».

      —¿Hoy no viene Jesús? —preguntó Carlos al mismo tiempo que cortaba una tapa de queso Payoyo emborrado en manteca.

      —Jesús está de viaje. Creo que lo habían invitado a la inauguración de una galería de arte. Además, recuerdo que tenía que dar alguna conferencia, o algo así me comentó —le explicó Pepe quitándole una cuña de la tabla de cortar, antes de que le diera tiempo a pasarlas al papelón de estraza.

      Habían ido juntos al colegio desde los cinco años, y la amistad había perdurado hasta entonces, creando un vínculo envidiable. La vida les había tratado bien. Todos habían nacido en familias humildes, y a base de estudio y de mucho sacrificio, tanto de ellos como de sus padres, habían conseguido una buena carrera profesional.

      Antonio era inspector de policía, Rafael abogado, Pepe psiquiatra y Jesús catedrático. Cada uno con sus problemas cotidianos buscaban, en estas reuniones, una forma de vía de escape donde relajarse, contarse los nuevos proyectos, los próximos viajes, hallar consejo ante las dificultades y decisiones de la vida y mantener el contacto como si de una familia se tratase.

      De pronto sonó el móvil de Antonio, que nada más cogerlo y comprobar quién lo llamaba, puso cara de preocupación y extrañeza.

      —Sí, voy enseguida —contestó de forma contundente.

      Miró a sus compañeros, terminó de un trago la cerveza que le quedaba en la botella y se despidió ásperamente.

      —Chicos, lo siento, pero tengo que irme. Luego os cuento. Parece ser que han encontrado un cadáver por la zona de la Giralda.

      Antonio era el protector del grupo. Alto y robusto, de cuello elegante y tez aceitunada que delataban su raza gitana heredada de su padre. Cabello negro y rizado, con un peinado sutil y elegante. Sus ojos marrones verdosos, levemente achinados, y su nariz aguileña junto con unos labios voluptuosos lo hacían irresistible, sobre todo para los hombres.

      Su homosexualidad solamente la conocían los más íntimos, y tras varios desengaños amorosos, ahora se encontraba solo. Acababa de cumplir medio siglo, pero emanaba tal fuerza y vigorosidad que no aparentaba más de cuarenta. Tenía una cicatriz de unos tres centímetros en forma de flecha que le atravesaba la ceja izquierda, dándole un atractivo aspecto de peligrosidad.

      Ya se encontraba la zona señalizada y delimitada con las cintas de balizamiento y había varios coches de policía con las luces parpadeantes —pero con las sirenas desconectadas— cuando llegó Antonio.

      —Buenas noches, por decir algo —balbuceó mientras se encendía un cigarrillo.

      —Te pongo al día —dijo rápidamente su compañero—. La víctima es un expresidiario de sesenta y dos años, que precisamente ha salido hace menos de un mes de la cárcel. Fue condenado por asesinato con ensañamiento y alevosía. Violencia machista. Apuñaló a su esposa por la espalda en treinta ocasiones.

      —¡Vaya elemento! Quiero ver detenidamente su expediente. A primera vista parece que alguien le ha querido pagar con su propia moneda. ¿Quién lo ha encontrado?

      —Un joven que salía de su trabajo. Debido a que la luz de la farola más cercana estaba fundida, en la penumbra y con esta lluvia casi no se dio cuenta. Creía que era un vagabundo, y al acercarse distinguió el rojo de la sangre entre los charcos.

      »La Científica ya está terminando su trabajo. Tendremos en breve el informe pericial.

      —Muy bien. La autopsia nos revelará el resto, y espero que no hayan sido treinta, tú ya me entiendes —le murmuró al oído, y se dirigió a hablar con el médico forense.

      Adoradores del conocimiento

      Nunca olvidaría el día que descubrió la vieja biblioteca. Jugaba con su tía Elena al escondite, como lo había hecho en otras muchas ocasiones. Cruzó el bello patio porticado con sus doce columnas de caoba, deslumbrado por los suaves rayos de sol que entraban al atardecer reflejándose en los maravillosos azulejos de colores que cubrían suelos, zócalos y techos.

      Azules, amarillos y verdes dominaban cual piedras preciosas el blanco de la yesería árabe de los arcos apuntados. Corriendo a toda velocidad, bordeó la misteriosa fuente que se hallaba en el centro, con sus dos serpientes entrelazadas en frío mármol rosa, y se dirigió hacia el ala oeste de la casa. Pasó por el largo pasillo dejando varias habitaciones a ambos lados, y entró en el majestuoso salón, donde se recibía a los clientes.

      Aún continuaba, solemne, la gran mesa de madera de roble en el centro de la enorme cámara, con sus doce sillas talladas cual tenebrosas ramas que emulaban escamosas víboras, cada una con un signo del zodiaco en el respaldo, presididas por un sillón más ancho y alto con las fauces de una serpiente sobresaliendo en su cabezal.

      Recordó, como una efímera brisa del tiempo a su madre con las manos encima de su bola de cristal mientras perdía su mirada en la fría roca, proyectando la mente en su interior, en la adivinación del pasado y del futuro.

      No era la única que poseía. Las guardaba en un antiguo baúl chapado en metal dorado, adornado con una escalofriante cabeza de Anubis —el dios de la muerte— en madera rojiza y con la cara negra.

      Cada una tenía su propia vida, y él conocía de dónde provenían sus leyendas y para qué situaciones servían. Historias que su madre le contaba cada noche antes de dormir. Tres de ellas medían quince centímetros de diámetro. La azul superaba los veinticinco.

      Las cuatro eran especiales. La transparente, de cuarzo blanco, la había adquirido a un anticuario portugués, quien le prometió que pertenecía a la época de esplendor azteca. La roja, la esfera de fuego, cuyo uso estaba relacionado con el amor y el desamor en todas sus vertientes, se la regaló una condesa acaudalada en agradecimiento por curar a su hija, que había enloquecido tras la desgraciada muerte de su bebé. Le contó que la habían encontrado en la mismísima cueva de Zugarramurdi, donde se celebraban recónditos aquelarres. Un misterioso pueblo en el que la Santa Inquisición quemó vivas a varias mujeres, no sin antes pasar por los duros procesos interrogatorios, acompañados habitualmente de inimaginables torturas. La bola azul había sido encontrada en el interior de un zigurat del pueblo babilonio, lugar de sacrificios y ritos divinos, y que únicamente sacaba cuando recibía alguna petición para ayudar a encontrar objetos o personas; como cuando acudían de la policía para investigaciones en situación de callejón sin salida.

      Pero la bola negra era singular y su favorita. Fue un viejo egipcio quien se la entregó a cambio de una adivinación. La puso a prueba, ya que creía que su madre era una timadora como otras muchas. Pero en esta ocasión, se quedó mudo y estupefacto. Él mismo era escéptico, y se había dedicado durante toda su vida