Название | ¡Ping! |
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Автор произведения | Juana Inés Dehesa |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786075572963 |
—Ay, mano, sí, pero qué quieres que haga —dijo don Carlos con cara de sufrimiento—. Ni modo que yo le diga a tu madre que ya no maneje, pues cómo. Ya de por sí me odia porque dice que yo le bajo a la tele, y no le bajo, Andrés, de verdad que no. Es que ya no oye.
Andrés no quiso entrar en el tema de cuál de sus dos padres estaba más sordo, porque los dos ahí se la llevaban. Le dijo que no se preocupara, que él se encargaba, y luego fue con Susana a pedirle consejo.
—No, Andrés, pues ni modo —dijo Susana, agradeciendo que su papá al menos en eso hubiera decidido ser prudente y viviera dándole su dinero a los taxistas de la zona—; creo que tú eres el indicado para decírselo, porque lo que es tus hermanos…
—¿Y si le comentas tú? —sugirió Andrés—; a ti te hace mucho caso.
Susana le dijo que lo olvidara. Que recordara que habían quedado que cada quien se ocupaba de los suyos.
Así que el domingo siguiente, frente a las tazas de café y las migajas de la comida, los dos hermanos cruzaban miradas con su papá, todos muy nerviosos; habían quedado que se lo iban a decir en el postre, cuando ya no estuviera preocupada por la temperatura de la sopa o qué tal estarían comiendo los niños en la cocina.
—Ma —comenzó Andrés, siguiendo el guion que habían ensayado—, ¿cómo sigues de tu accidente?
—¿Cuál accidente? —preguntó Amparo, haciéndose la occisa.
—¿Cómo cuál, mamá? —dijo Jorge—. El del otro día, cuando casi te llevas al nieto de los Ochoa.
—Y al perro. No te olvides del perro —bromeó don Carlos, olvidando su propósito de no meterse.
Amparo se aferró a su estrategia de no darse por enterada.
—Ay, pues cómo voy a estar, mijito, pues estoy perfectamente —dijo, partiendo con mucho detenimiento una rebanada de gelatina de yogurt y rociándola con una cucharada de salsa de frambuesa—. Si no fue nada; el muchachito se cruza la calle sin fijarse, y ora resulta que el peligro soy yo.
—¡Estaba en la entrada de su casa! —dijo Jorge, indignado—. Bueno, de sus abuelos. No estaba cruzando la calle.
—Eso dice él —se defendió Amparito, como las grandes—. Pero claro que se me atravesó, por supuesto.
—Mamá… —dijo Andrés, con voz de súplica.
El cuello de Amparito dio una vuelta como de El exorcista cuando volteó a ver a su hijo.
—Tú sabes que no me gusta ser chismosa, Andresito, pero ese niño siempre ha sido muy mentiroso. ¿Te acuerdas cuando rompió la maceta de los Castillo? —le preguntó a su marido, que casi se atraganta con un pedazo de gelatina.
—Bueno —siguió Amparito, viendo que no iba a encontrar ninguna solidaridad—, les rompió una maceta de un pelotazo y no hubo poder humano que lo hiciera admitir que sí, había sido él. ¿Quién iba a ser, si no?
—Pues a la mejor sí, Amparo, pon tú que el niño es un peligro —intervino Tatiana, rompiendo la regla no escrita de que “los ajenos” no opinaban—. Pero imagínate que hubiera pasado a mayores, que el niño se cae, se pega en la cabeza y convulsiona. ¿Tú a quién crees que le van a echar la culpa? ¿Y te imaginas la que se arma?
La sinceridad salvaje de Tatiana a veces era difícil de digerir. No era algo a lo que estuvieran acostumbrados en esa casa, donde más bien se esforzaban en masajear la realidad todo lo posible. Amparo miró fijamente a su nuera, apretó los labios y agitó una campanita que tenía sobre la mesa para pedirle a Magdalena que trajera más salsa.
—Piénsalo, mamá —dijo Jorge, tratando de suavizar el golpe—. Es normal que tus reflejos no sean los de antes. El doctor Errasti dice…
Amparito golpeó con los nudillos en la mesa, en un raro despliegue de exasperación.
—¡El doctor Errasti es un viejo metiche, mijito, perdóname! —dijo, inclinándose hacia Jorge con el índice extendido—. ¿Sabes que lo mismo le hizo a la mamá de las Larrea? Sí, un día le habló a Lupita y le dijo que ay, que su mamá, que si creían prudente que saliera sola, que qué barbaridad…
—¿Ésa no fue a la que detuvieron en Centro Santa Fe por robarse calzones? —preguntó Jorge, ante el regocijo de todos, hasta de don Carlos, que soltó una carcajada.
De todos, menos de Amparito, que se puso glacial.
—Era una ropa interior térmica de seda, finísima —aclaró, sin voltear a ver a su hijo—. Y la iba a pagar, pero la dependienta enloqueció y llamó a seguridad.
—A ver —dijo Andrés, a quien siempre le tocaba restaurar el orden—. Me parece que nos estamos distrayendo. El punto aquí es que ya platicamos y pensamos que no es buena idea que sigas manejando.
Todo el cuerpo de Amparo —las manos apretadas a ambos lados del plato, la boca fruncida y la respiración a resoplidos— delataba su furia contenida. Susana quería meterse debajo de la mesa.
—Pues qué bueno —dijo, por fin—, que ya “platicamos”, y que ya “pensamos”. Hubiera sido amable de su parte dejarme intervenir en sus pláticas y sus pensamientos.
Se llevó a los labios la taza de café con mano temblorosa. Los hermanos se miraban entre sí, don Carlos miraba el techo y Susana comía gelatina con los ojos fijos en el plato.
—Mamá… —dijo Jorge—, no te lo tomes a mal.
—No, mijito, ¿por qué me lo habría de tomar a mal? —el tono era venenoso—. Si no hay como tener hijos para que te salgan con que eres una vieja inútil.
—Amparo, no te pongas en ese plan —dijo su marido—. Me parece que exageras.
No, bueno. En mala hora había decidido intervenir. Amparo se puso como dragón.
—Claro, ¡qué fácil! —dijo, inclinándose hacia el otro lado de la mesa para encarar a su marido, que por reflejo se hizo hacia atrás—. Qué fácil, encima de todo, decir que exagero. Y, mira, mi vida, mejor ni hablamos…
—Amparo… —dijo don Carlos, a medio camino entre la súplica y la advertencia.
Amparo volvió a fruncir los labios y cruzó los brazos.
—Nadie quiere que te sientas mal, mamá —Andrés suavizó el tono y le puso a su mamá una mano en el brazo—; pero estamos preocupados. No queremos que te pase nada, ni que vayas a tener un disgusto.
Ay, ese Andrés tan conciliador. Qué bonito es cuando quiere calmar a otras personas que no son yo.
Pero el efecto sobre Amparo solía ser inmediato. Le cambió el gesto, puso su mano sobre la de su hijo menor y respiró profundo.
—Ya lo sé, mijito, ya lo sé. Pero ¿con todo lo que yo tengo que hacer?
Los hermanos se voltearon a ver. Hasta donde ellos sabían, su mamá nunca tenía nada que hacer.
Pero no era cosa de decírselo.
—¿Como qué, mami? —preguntó Jorge, haciendo un esfuercito.
Amparo lanzó un ruido de asombro.
—Como… ¡todo! —dijo, abriendo los brazos y abarcando toda la mesa—; como ir al súper, como comprar todo para esta comida, como ir al doctor, como ir a comer con mis amigas… ¡Todo!
—Podemos buscar un chofer —dijo Jorge.
Amparo puso cara de horror.
—¿Y dejar que quién sabe quién se meta en mi casa? ¿Con las historias que se oyen ahora? A Licha Mijangos le vaciaron la casa, ¿sí te conté? Quesque muy de confianza, y muy recomendados…
—Gregorio te puede llevar al doctor y a las comidas —dijo Jorge.
—Y