Juan Tres Dedos. Segismundo Gallardo

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Название Juan Tres Dedos
Автор произведения Segismundo Gallardo
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563176230



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vientos y temporales abundantes y sus sueños de pobres suspendidos en sus cerros salpicados de casas de maderas grises con olor a humo y a mar. Amelia, feliz, apoyada su cabeza en el hombro de su marido, disfrutaba el inicio de su segunda aventura de vida. La primera fue cuando abandonó la vieja casona de sus padres —desde donde todos los días contemplaba la cumbre blanca del volcán Osorno— para irse a trabajar a Puerto Montt, donde residía su hermano Belisario Segundo, quien un par de años antes había emigrado para trabajar en la marina mercante. Fue él quien le consiguió el trabajo en la sastrería en la que fue recibida como aprendiz. Con esfuerzo y dedicación aprendió rápidamente el oficio, siendo contratada en calidad de operaria permanente.

      Habían comprado boletos en tercera clase, sin acomodaciones. Se entretenían mirando las labores de carga y descarga, en las mil paradas que hizo el barco en las numerosas islas y caletas de Chiloé: Chilotes en sus botes conduciendo cabezas de ganado, amarradas y flotando a ambos costados de las frágiles embarcaciones, que parecían perderse en el oleaje, para ser izadas y bajadas a las bodegas; los pobladores con sus cargamentos de mariscos, pescados, papas y leña que, a fuerza de hombros y espaldas encorvadas, depositaban en el suelo de la nave.

      Se asombraban ante la habilidad del capitán para sortear lentamente, pero con absoluta precisión, el paso por estrechísimos canales, en los que el fondo del mar se podía apreciar a simple vista.

      Así aguantaron estoicamente durante tres largos días, para recalar por fin en el muelle del Río Aysén.

      Al bajar, preguntó por su medio hermano, quien había emigrado algunos años antes con Herminia, la madre común. En el pequeño poblado, casi todos se conocían, por lo que le dieron las referencias exactas para llegar a la casa de «Arvejita», como le pusieron.

      Se alojaron esa primera noche en casa de su medio hermano y al día siguiente se presentaba donde el importador y agente de la Ford, un señor de nombre extraño y de origen desconocido, al que, como era habitual en el pueblo, por ser extranjero de origen europeo o norteamericano, denominaron «gringo».

      Permaneció durante varios años en esa empresa, hasta que se le presentó la oportunidad de emigrar a un pequeño poblado cercano a la frontera con Argentina, con mejor sueldo y para hacerse cargo de un camión. Lo último quizá fue lo que le causó mayor motivación. Las largas jornadas entre las cuatro paredes del taller ya le pesaban. Echaba de menos la amplitud de los caminos.

      Fue gracias a la intervención de Felipe, su gran amigo, quien había arribado hacía ya varios años a esa pequeña localidad, que don José Auil, inmigrante sirio, propietario del comercio más grande de la localidad, lo contrató para transportar desde Coyhaique y Puerto Aysén, las mercaderías que surtían su negocio.

      Para llegar a esta pequeña localidad del sur de Chile, emplazada en la ribera del lago Buenos Aires, a tan solo unos cinco kilómetros de la frontera con Argentina, se debe transitar por territorio de ese país. Al servicio de Auil debe viajar además a las localidades argentinas de Los Antiguos y Perito Moreno, en busca de artículos muy apetecidos por los chilenos, principalmente harina, aceite y yerba mate, en tanto que en el viaje de ida lleva hacia esos poblados cargamentos de madera.

      Es aquí, en estos perdidos villorrios enclavados en la profundidad de las estepas patagónicas, donde comienza a familiarizarse con las travesías por las pampas trasandinas, rutas que formarán parte de su vida por mucho tiempo.

      Las largas noches a oscuras del pueblo, sin energía eléctrica, las amenizaba bailando tangos y boleros con Amelia, gracias a una vitrola que compró en Perito Moreno y a la que su hijo mayor, de tan solo unos cinco años, le daba cuerda para que no se interrumpiera el baile de la pareja.

      Cuando recién comenzaba la primavera, con el camión lleno de mercadería, retornaba a Chile Chico desde Puerto Aysén. Próximo a su arribo, se encuentra con esa frontera natural entre ambos países, que es el río Jeinimeni, el que debe ser vadeado con la ayuda de un baqueano, que a caballo va buscando las aguas más bajas para que pasen los vehículos. El río se apreciaba bastante caudaloso y con mayor cantidad de brazos de agua debido a los deshielos, que ya se habían iniciado a causa de las temperaturas más cálidas. Cuando faltaba solo unos quince metros para llegar a la ribera opuesta, se escucha un sonido a la distancia —como un murmullo que poco a poco aumenta de intensidad— e inmediatamente aparece, como unos trescientos metros aguas arribas, una especie de avalancha que se desliza aguas abajo. El baqueano apura el tranco de su caballo al darse cuenta del peligro y le grita que acelere para tratar de evitar la súbita crecida. No alcanzó a hacer nada, el camión recibió el impacto de la fuerte corriente del río. Se inclinó peligrosamente, desplazándose algunos metros, donde por fortuna se detuvo y se estabilizó, con el agua a mitad de sus puertas. Salió por la ventana y llegó a la orilla, a la grupa del caballo del baqueano.

      Allí se encontró con el padre Pablo, párroco del pueblo, que se encontraba cerca del lugar visitando feligreses, y, al ver lo que ocurría en el río, se acercó para tratar de ayudar.

      El cura lo llevó a Chile Chico en su camioneta. Ambos ya se conocían. Sabiendo de sus viajes, el cura le había pedido que, como iba a Puerto Aysén, le trajera desde el Obispado una damajuana de vino para las misas.

      Después del rescate, al descargar la mercadería, Abel se encuentra con la damajuana. Con el susto, se había olvidado de ella. Como ya era de noche, la lleva hacia su casa con la intención de entregarla al día siguiente. Por otra parte, José Auil, su patrón, se había encargado de conseguir un buldócer para sacar de inmediato el camión del agua, antes de que se presentara una nueva avalancha.

      Contento por haber salido airoso del peligroso percance, organiza una velada de boleros y tangos con Amelia. Se pone su traje a rayas —cuyo pantalón fue ajustado por Amelia años atrás y que conserva y usa solamente para bailar—, se cambia de camisa, ajusta a su cuello una corbata, se calza sus zapatos negros cuidadosamente lustrados y remata su atuendo con un sombrero gris. Fumando, espera a Amelia, que, a su vez, se ha puesto su largo vestido de color verdoso, que luce atrás, en la cintura, una roseta que remata el cinturón que ajusta su delgada cintura. Por el lado derecho de la falda se abre un sensual tajo que deja al descubierto parte de su blanca pierna, cuyo pie se apoya en delgados zapatos café de taco medio. Aparece frente a él, con un peinado tipo tomate en la parte superior de su cabeza, labios pintados de un suave color rosa y sus mejillas levemente coloreadas con Polvos del Harem.

      Alegre, Orlando, el hijo mayor, nuevamente se adueña de la vitrola y cuidadosamente deposita uno tras otro, los discos que el papá le indica.

      Pasados algunos minutos, el camionero se tienta con el vino y lo abre para los comensales.

      —¡Qué rico el vino, Abel! —dice Amelia—. ¿Dónde lo compraste?

      —En Perito Moreno —responde escondiendo su sonrisa.

      Fue una noche alegre, bailaron por largas horas, bebieron del vino de la misa, comieron galletas, chocolates y turrones argentinos. Abel seguía a viva voz los tangos de Gardel y los boleros de Lucho Gatica, mientras ensayaban nuevos pasos que amenazaban con desgarrar el tajo lateral de la ajustada falda tanguera de Amelia.

      La velada termina cuando le pide a su hijo que ponga La cumparsita. El niño aún no sabía leer, pero se conocía las carátulas de los discos de memoria y nunca se equivocaba.

      Siempre terminaban las veladas con este, su tango preferido. Ladeó levemente su sombrero, se puso en la boca un cigarrillo que no encendió, asió fuertemente a Amelia por la cintura, y la vitrola y él cantaron:

      Si supieras, que aún dentro de mi alma, conservo aquel cariño, que «tengo» para ti.

      Deliberadamente cambia el «tuve», por el «tengo». A su manera, le susurra a ella que la ama.

      Al día siguiente, va donde el cura y le dice que lamentablemente la damajuana se rompió por efecto de la crecida del río y le muestra unos trozos de vidrio. La historia no convenció mucho al cura. Quedó con la duda. Cuando en otra ocasión, Abel le explicó que lamentablemente tuvo que ponerle el vino al radiador que se le rompió en plena pampa, donde no se encuentra una gota de