Juan Tres Dedos. Segismundo Gallardo

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Название Juan Tres Dedos
Автор произведения Segismundo Gallardo
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563176230



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descendiente directa de un matrimonio de inmigrantes alemanes, que se esforzaba en aprender a hablar español, después de escuchar solamente alemán al interior de su casa. Los juegos de las amigas se extendían desde los patios de la escuela al de la casa de la pequeña Ruth.

      Escuchaba la conversación de los padres de su amiga sin entender palabra. A su vez, los padres de Ruth trataban de entender la conversación de las niñas y le pedían a Amelia que les enseñara.

      Durante los seis años de escuela primaria, mantuvo estrecha relación con su amiga y su familia, aprendiendo de ellos sus costumbres y sobre todo de su cocina. Ambas se encerraban en la cocina a hornear kuchenes y crépes.

      —Los papás de tu amiga son «mutros» —decía Clotilde, la madre de Amelia—, pero me gustan porque tienen los ojos «zarcos».

      Con el tiempo llegó a entender claramente lo que hablaban los alemanes «mutros» y supo, a través de ellos, de la existencia de otros mundos y hacia esos fantásticos parajes voló su espíritu, alejándola por siempre de la simplicidad de la vida de sus padres. Todas sus hermanas y hermanos, doce en total, se dedicaron a la vida del campo, heredada de sus padres. Ella no. Nunca ordeñó, ni esquiló, ni acorraló ganado. No hizo mantequilla, ni queso. Sus manos se mantenían blancas y suaves y su piel brillante, diferente a la textura y color a la de los campesinos.

      —Es «pituca» —decían cariñosamente sus hermanos.

      La relación con la familia de inmigrantes, la transformó en una autodidacta. Leía todo lo que encontraba en aquella casa. Escuchaba las noticias por la radio para informarse de lo que ocurría en el país y en el mundo, a diferencia del resto de su familia, que prefería escuchar los programas de música mexicana, tangos y boleros. Una profesora del colegio le prestó un libro llamado Historia sagrada. Fascinada lo leyó y releyó varias veces, y toda su vida hablaría sobre lo aprendido en ese texto. Con orgullo, le decía a Ruth y a los padres de esta, que las tierras de sus padres eran una herencia que provenía como resultado de títulos entregados directamente por el Rey de España. Se refería seguramente a las Mercedes de Tierras entregadas por la Corona Española durante la Colonia.

      La profunda mirada de su cliente, la ruborizó. Le dijo que por esos días tenía mucho trabajo pendiente.

      —Hoy es lunes —dijo—. Lo tendré listo el sábado.

      —Está bien.

      Al día siguiente, para sorpresa de Amelia, volvió y preguntó si estaban listos sus pantalones.

      —Pero si le dije que el sábado.

      —¡Bah! —dice él—. Yo le entendí que hoy.

      Hubo una mirada de complicidad entre ambos. Sonrió ruborizada Amelia ante la tosecita burlona de su compañera de trabajo. El miércoles volvió nuevamente con la excusa de que se le había perdido su sombrero.

      —No, aquí no se le quedó. Usted se fue con su sombrero puesto —dijo Amelia sonriente, simulando no darse cuenta de su juego.

      El jueves estaba otra vez frente a Amelia, pidiéndole que por favor le tuviera los pantalones para el viernes, porque asistiría al baile de la fiesta de la primavera y no quería que la dama que lo acompañaría lo viera mal vestido.

      —Bueno —le dijo Amelia—. Venga el viernes en la mañana para que alcance a probárselo y yo tenga tiempo para ajustárselo, si fuera necesario, antes de su fiesta.

      Desde el primer día se sintió atraída por ese joven moreno, alto, delgado, pero de aspecto fuerte, que vestía con gracia un traje gris y sombrero del mismo color, que le daba la apariencia de cantor de tango.

      El viernes en la mañana el pantalón estaba listo. Se lo probó.

      —¿Usted cree que mi compañera de baile pensará que estoy bien vestido? —le preguntó.

      —Yo creo que sí —dijo Amelia—. Sus pantalones tienen buena caída.

      —Excelente, porque esa dama, es usted. —Y acto seguido le tendió la mano con una entrada para el baile.

      Roja de vergüenza, Amelia no atinó a nada. Inhibida por la presencia de su compañera de trabajo, contestó en voz baja.

      —Lo siento, pero no puedo salir con usted, ni siquiera lo conozco.

      —Soy Abel Gallardo. ¿Usted es de acá?

      —No —contestó ella—, soy de Osorno, del campo.

      —¿Cuál es su nombre?

      —Amelia.

      —Entonces, señorita Amelia, ¿me acompañará?, ahora que ya nos conocemos.

      —No puedo. Tengo un compromiso a esa hora.

      —¡Qué pena! Bueno, entonces iré solo.

      Se dio cuenta de que la negativa se debía a la presencia de la otra costurera, a quien Amelia miraba de reojo mientras conversaban. Abel astutamente le dice:

      —Tengo que ir a comprar algo y no quiero arrugar el pantalón. ¿Puedo pasar a buscarlo más tarde?

      —Bueno, no hay problema.

      —¿A qué hora cierran, para no llegar atrasado?

      —A las siete y media.

      —Ok, gracias, voy a volver antes de que cierren.

      A las siete con veinte minutos estaba de vuelta, retiró su pantalón y se despidió. Esperó pacientemente a que salieran y las siguió a discreta distancia. Cuando se despidieron, esperó hasta que se separaron, corrió hacia Amelia y la abordó.

      Fue una noche mágica. Al son de tangos y boleros, que Abel además canturreaba suavemente al oído de su bailarina, comenzó a construirse una historia de amor que solo terminó, como en las novelas románticas, muchos años después, con la muerte de uno de los dos. Pero a diferencia de esos cuentos irreales, fue una historia cargada de intensa vida, de triunfos y de fracasos, de desvelos y vigilias, de inicios y reinicios, de lucha, de esfuerzo, de días buenos y malos, de logros y de carencias, de profundos encuentros, pero también de dolorosos desencuentros.

      Los viajes a Santiago empezaron a decrecer en frecuencia. Cada día su patrón tenía más competencia y, poco a poco, la flota de vehículos —que había comprado ya usados— tenía mayores dificultades para enfrentar, durante el invierno, las cuestas de Malleco y Lastarria. Más de alguna vez hubo de ser socorrido por yuntas de bueyes y tractores, junto a otros camioneros empantanados en el suelo arcilloso saturado de agua. No había forma de salir sin ayuda. El patrón le daba unos pesos para entregar a los lugareños, que habían transformado esta situación extrema para los camiones en un negocio. Esos tramos de la ruta, eran los más peligrosos, sobre todo en bajada, donde el riesgo de resbalar y perder el control eran una amenaza cierta. No era raro ver en las laderas de las cuestas los restos oxidados de vehículos que sucumbieron en el intento.

      La experiencia ganada durante sus años de camionero, recorriendo la ruta entre Puerto Montt y Santiago, período durante el cual se interiorizó de los misterios del funcionamiento de los motores, los sistemas de dirección, suspensión, tracción y en general de la mecánica automotriz, le valió para ser considerado como chófer y mecánico de la empresa.

      Un día, en las oficinas de la empresa, entabló conversación con un cliente, de donde surgió el interés de este por llevarlo a hacerse cargo del taller de mantención de la Ford en Puerto Aysén. No lo pensó dos veces, cada vez se hacía más evidente la inevitable quiebra económica de su patrón.

      Una mañana inundada de espesa neblina, del año 1938, en la caleta Angelmó, Abel y Amelia, se embarcaron en el vapor Tenglo, que surcó bamboleándose y mirando para ambos lados el estrecho canal Tenglo, formado entre la pequeña isla Tenglo y la costa. Trilogía repetida de nombres con significado de «tranquilidad», en mapudungún, que hacía honor a sus nominados. Nada más sosegado que la inamovible isla, las aguas quietas del canal y el lento inicio de la marcha del vapor. Sentados por largo rato en la popa, permanecieron en silencio mirando