Juan Tres Dedos. Segismundo Gallardo

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Название Juan Tres Dedos
Автор произведения Segismundo Gallardo
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563176230



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nunca tuvieron la necesidad de dejar la escuela.

      —Tienen que ser más que su padre —les decía, y a veces acompañaba el consejo con un «coscorrón» cuando había malas notas.

      —Y ahora, este niño… —se dijo. «Seguramente ni él, ni su madre tampoco, saben de días negros y de depresiones. La única depresión que su madre debe conocer y posiblemente casi sin saberlo, es la que la pobre lavandera debe sentir al finalizar el día, con su espalda deshecha y sus tripas sonando de hambre», pensó, imaginando una señora pequeña, delgada y enfermiza vestida de negro. «Pero, en fin, necesita el trabajo y se lo daré».

      —Ven mañana —le dijo—. Empezamos a las ocho y media.

      Sentía como sonaban sus zapatos inundados de agua, de nada le sirvieron las plantillas de cartón que les había puesto para protegerse de las piedras más afiladas. Al contrario, se habían convertido en una masa informe que le aprisionaba los pies. Aguantó el dolor, no tenía tiempo para sacarlas. Llegó a la imprenta cuando aún estaba cerrada. Debió esperar estoicamente como diez minutos bajo la lluvia, entumecido, tiritando entero, apoyado contra la pared ennegrecida por la humedad de aquel viejo galpón, cuyo techo de tejuelas se prolongaba en un pequeño alero que no impidió que continuara mojándose bajo la lluvia, arrojada con fuerza por el viento, contra las delgadas ropas que cubrían su cuerpo. Cuando llegó, el dueño, preocupado por su apariencia, le sirvió una taza de té y una marraqueta.

      El niño aprovechó el calor de la taza para calentarse las manos.

      —Bueno —dijo el viejo—, a trabajar, quédate ahí que voy a echar a andar este armatoste.

      Un ruido seco y sordo inundó el galpón y lo asustó, jamás había visto una maquinaria semejante. No se atrevió a moverse de su lugar.

      —Ahora ven aquí, para que te explique lo que vas a hacer —le dijo, apoyando una mano sobre el hombro izquierdo del niño.

      Las tareas que debía realizar Abel eran simples: acopio del papel, traslado de matrices, manejo de las tintas y algunas otras que poco a poco, en las primeras horas, el viejo le fue explicando. Al mediodía, compartió con su ayudante el almuerzo, que en esta oportunidad su anciana esposa hizo con más abundancia, enterada de la contratación de un ayudante.

      Reanudaron sus labores alrededor de una hora después de almorzar. A pesar de ya haber estado toda la mañana trabajando bajo el pesado sonido de la máquina, cuando el viejo la hizo funcionar nuevamente, siguió mirando atemorizado el accionar ruidoso de la vieja maquinaria. No obstante, le asombraba el funcionamiento de los engranajes y el desplazamiento del papel que veía ingresar blanco y salir impreso, como si en su interior hubiera un genio fantástico escribiendo a gran velocidad. Estaba fascinado. El viejo lo miró y sonrió al ver su semblante temeroso. Ingresó a la pequeña bodega y se sentó a descansar un rato y a fumar un cigarrillo.

      Al cabo de unos minutos, en medio de la somnolencia de su descanso, un terrible grito y quejidos lastimeros lo sacaron de su letargo. ¡Era el niño que lloraba y gritaba!

      —¡Mi mano!, ¡mi mano!

      Corrió lo más veloz que pudo hacia la sala de la máquina y vio al niño prácticamente tendido sobre ella, con una mano aprisionada entre los engranajes que se habían atascado y trataban de volver a girar. Bajó de un golpe la palanca de energía y corrió donde el niño desmayado, intentó sacarlo de entre los fierros y no pudo.

      —¡Ayuda! ¡Ayuda!, ¡Hubo un accidente! —gritó estremecido.

      Llegaron algunos vecinos, y entre todos, con ayuda de un chuzo que alguien trajo, lograron rescatarlo. Su mano derecha estaba destrozada. Lo llevaron al hospital en el vehículo de uno de ellos.

      El raído y largo vestón del niño se había enredado en los engranajes mientras este miraba como hipnotizado el pesado andar del armatoste. Se sintió violentamente impulsado hacia los fierros e instintivamente apoyó su mano en alguna parte de la máquina para evitar caer de cabeza sobre ella. Sintió un frío intenso en su mano aprisionada antes de perder el conocimiento.

      Siguiendo sus indicaciones, buscaron a su madre. Una de las vecinas, al sentir los golpes en la puerta, se acercó diciendo:

      —Está enferma, no la molesten. —Pero al enterarse del accidente, entró a la casa y le contó a Herminia lo sucedido.

      —Ya viene —les dijo.

      Una fornida señora, vistiendo un grueso abrigo negro, pálida su morena tez, ojerosa y tosiendo roncamente, sin decir palabra, se subió al auto y fue a ver a su hijo.

      Cuando el niño despertó, su madre estaba a su lado tosiendo. Sintió un cosquilleo en la punta de los dedos de su mano derecha, hacia ellos dirigió su mirada y solo vio un gran vendaje enrojecido. Apareció una enfermera ordenándole a Herminia que se retirara porque tenía que hacerle una curación.

      —Perdió dos dedos de su mano derecha —dijo con indiferencia, mirando a la madre.

      Después de quince días lo dieron de alta, pero tenía que ir a curación todos los días. Estuvo un mes en convalecencia hasta que los muñones cicatrizaron y se cerraron y finalmente lo declararon sano. Pero él siguió sintiendo por mucho tiempo ese dolor agudo en las puntas de los dedos que no tenía. Nunca se hubiera imaginado que muchos años después, en su exilio forzado en Comodoro Rivadavia, Argentina, cuando le amputaron su pierna derecha afectada por una seria enfermedad —como consecuencia sin duda de las torturas que sufrió durante la dictadura en Chile—, volvería a sentir exactamente ese mismo dolor en las carnes ausentes.

       Nace Juan Tres Dedos

      En junio, la madre, ya recuperada de su neumonía, fue a dejar a su hijo a la escuela. Mal que mal, allí recibiría, según ella, «una buena ración de comida» y así podría volver a ganarse la vida lavando ropa ajena, en las grandes tinajas que tenía en el patio de su casa. Sintió nuevamente ese molesto dolor en su espalda, pero no le hizo caso.

      Sus compañeros de curso le saludaron con gran alegría, preguntándole por qué no había ido a clases. Les mostró su mano derecha cubierta por un mitón tejido por su madre con lana chilota.

      «Para que no se te enfríen los muñones», le había dicho. «Y para que no se rían de ti», pensó.

      —Tuve un accidente —les contó—, pero ya me estoy mejorando.

      Le preguntaron detalles, pero no se los dio.

      Después de dos semanas en clases, sus muñones estaban lo suficientemente sanos y duros. Se decidió a no usar más el mitón y se fue a clases sin ellos. Durante ese tiempo se había limitado solo a mirar las pichangas de fútbol y la principal razón para despojarse de ese molesto guante de un solo dedo, era precisamente para volver a jugar al arco. No tenía dominio con los pies, así que siempre lo escogían para ese puesto.

      Sus compañeros de clases observaron con curiosidad su mano mutilada y expresaron su asombro, pero ninguno se atrevió a burlarse. Era famoso ya a esa edad por ser un buen peleador, no era camorrero, pero cuando lo buscaban lo encontraban.

      Al primer recreo, salieron a la infaltable pichanga contra los del 2°B, —ellos eran el A, porque ya sabían leer y escribir—.

      En una de sus atajadas, un lauchero del 2°B se dio cuenta de la falta de los dedos del arquero contrario y corriendo se volvió donde sus compañeros gritando:

      —¡Tiene solo tres dedos!

      Todos los jugadores del 2°B corrieron hacia el arco, pidiéndole que les mostrara su mano mutilada. Avergonzado, no tuvo más remedio que acceder, lo que originó asombro al principio, para luego dar paso a grandes carcajadas y gritos de «¡Tres dedos!, ¡Tres dedos!», hasta que uno de ellos tuvo la mala idea de bautizarlo «¡Juan Tres Dedos! ¡Juan Tres Dedos!».

      Inmediatamente todos los del 2°B gritaron a coro «¡Juan Tres Dedos!, ¡Juan Tres Dedos!».

      Enceguecido de rabia y humillación, corrió velozmente