Juan Tres Dedos. Segismundo Gallardo

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Название Juan Tres Dedos
Автор произведения Segismundo Gallardo
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563176230



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¡Pelea!, ¡Pelea! —gritaron todos y formaron un círculo, avivando unos a Abel y otros a su contendor. Ambos eran de la misma estatura y fornidos. Abel le propinó de entrada un feroz puñetazo en la nariz a su adversario, ocasionándole de inmediato una hemorragia, pero él también acusó el golpe, sintiendo un terrible dolor en los muñones recién cicatrizados.

      Se percató de eso su rival y contraatacó con furia, trenzándose ambos en un ir y venir de puñetazos y un revoltijo de sangre, hasta que logró conectar el golpe decisivo que dio con su rival por el suelo, desde donde se levantó llorando y emprendió la retirada. Todo el 2°A corrió a abrazar a su compañero gritando: «¡Campeón!, ¡Campeón!». Abel contuvo las lágrimas y aguantó el dolor de sus muñones destrozados hasta llegar a su casa. Se escondió en su pieza, donde —en ausencia de su madre, quien había ido a entregar un lavado— lloró, más de rabia que de dolor. Logró calmarse con una mezcla de serenidad y resignación. Sabía que el maldito sobrenombre lo acompañaría en la escuela, pero estaba dispuesto a enfrentarse a cualquiera que se atreviera a usarlo.

      Para que su madre no notara sus heridas sangrantes, vendó su mano y se calzó nuevamente el mitón.

      —Es que me duele un poco con el frío —le dijo.

      No fue necesario volver a trenzarce a golpes por esta razón. Nadie lo llamaba por el apodo en su cara. Sin embargo, en su ausencia se referían a él como Juan Tres Dedos y el lo sospechaba, pero no le importó. Se había hecho respetar.

      Ignoraba entonces que este sobrenombre lo acompañaría toda su vida. Más de alguno, en sus correrías de adulto, daría con su humanidad en el suelo por atreverse a decirle así. Al igual que cuando niño, sabía que todos usaban ese mote a sus espaldas. Incluso, muchos creían que Juan era su verdadero nombre y así se dirigían a él. Sabía que era una confusión y no se molestaba.

       El boxeador

      Cuando cursaba el sexto preparatoria, a la edad de catorce años, al pasar por el gimnasio del Club de Box Centenario de Puerto Montt, le picó la curiosidad y entró. En el ring se enfrentaban dos púgiles. Asombrado, los vio pelear en una danza rítmica y ligera. Escuchó a uno de ellos decirle al otro:

      –Tienes la guardia muy baja y los pies muy juntos.

      Se dio cuenta entonces, que no era una pelea verdadera, sino un entrenamiento. Al detenerse la práctica, uno de ellos reparó en él y le dijo:

      —¿Te gusta el boxeo? ¿Quieres aprender? Necesitamos chicos aquí en el club.

      No lo pensó dos veces y contestó:

      —Sí, me gustaría, pero tengo que ir a la escuela.

      —No importa —replicó el boxeador—. Puedes venir después de clases, con media hora es suficiente para empezar. Ven aquí, te voy a presentar a un recién llegado, que es de tu edad, así que harían una buena pareja para entrenarse y aprender.

      Era Felipe Hernández, quien, con el tiempo, se convertiría en su gran y mejor amigo de toda la vida, un muchachón delgado y de mediana estatura, algo más bajo que él, de piernas y brazos fibrosos, torso fuerte y abdomen musculoso. Pero él no lo hacía nada de mal, igual era corpulento y fornido.

      —¿Quieres ponerte los guantes? —preguntó el boxeador.

      —Bueno ya —replicó, y estiró sus brazos.

      Fue entonces cuando el boxeador se dio cuenta de los muñones en su mano derecha.

      —¡Pero tú tienes solamente tres dedos en la mano derecha, cabrito! ¡No puedes boxear así!

      —Sí puedo —replicó—. Ya lo he hecho y a mano limpia.

      —Está bien, sube al ring. —Dirigiéndose a ambos, les dice—: quiero ver como pelean, pero estas son las condiciones; en primer lugar, nunca se van a tocar, los golpes los van a dirigir adonde quieren pegar, pero no deben tocarse. En segundo lugar, deben boxear siempre con los ojos abiertos y no cerrarlos cuando vean llegar una mano. El box es una danza, hagan amagos de ataque para que el otro se defienda. Cinco amagues cada uno. Al empezar se saludan tocándose los guantes, al hacer el cambio lo mismo y también al terminar. No quiero picados. ¿Está claro?

      —Sí, profe —dijeron ambos.

      —Muy bien, el primero que rompa las reglas se va para la casa, porque quiere decir que no sirve para esto. Comiencen.

      Después de unos minutos en que ambos se enfrentaron, el boxeador los detuvo y se saludaron.

      —Me gusta su actitud. Vengan los lunes, miércoles y viernes a las seis de la tarde y les voy a enseñar a boxear en serio. Y ahora, derechito a sus casas.

      Salieron juntos conversando, los dos cursaban el mismo nivel, Felipe en la de los curas y él en la escuela fiscal.

      —Así que eres «cura-nto» —le dice a su nuevo amigo, pero su sonrisa alejó toda intención de burla en el comentario. Así lo comprendió Felipe, quien contestó también sonriendo.

      —Y tú eres un «fis-caldo».

      Así, tácitamente, ignoraron la histórica rivalidad entre ambos colegios. Se despidieron con un «nos vemos el miércoles». A partir de ese momento, se hicieron inseparables y asistieron regularmente al club, donde les pactaron peleas con chicos de otros clubes, para reafirmar sus destrezas.

      Mantuvieron una prolongada carrera pugilística en la pequeña liga amateur y supieron de triunfos, derrotas y empates. Así como lanzaron a algunos a la lona, a su vez ellos también supieron lo que era encontrase de cara al piso.

      Uno de los más memorables combates, cuando rondaba los dieciocho años y ya trabajaba como camionero, fue el que sostuvo con José Millaldeo, estrella del club Chinquihüe, en su categoría.

      «¡En este rincón presentamos aaaa…Juaaannn Treees Deeeedos!». Había adoptado con gusto el apodo para su carrera boxeril, sentía que le daba un sentido de heroísmo a sus peleas.

      Después de nueve rounds en que ambos se demolieron a golpes, la pelea fue declarada empate. Fue su último combate, recibió una paliza de proporciones épicas, que lo mantuvo con fuertes dolores de cabeza por varios meses y que lo desanimaron para seguir en ese rudo deporte.

      Su compadre Felipe trató de persuadirlo para que siguiera, pero su decisión fue definitiva. Tanto, como que, a partir de ese momento, ni siquiera fue a ver las peleas de su amigo, ni de nadie, simplemente no quiso saber más de boxeo. Felipe continuó entrenando y peleando, pero pronto sintió la ausencia de su amigo. La pilsener solitaria en la fuente de soda cercana al gimnasio, no tenía gracia. Ya no había comentarios sobre los aciertos y errores de sus combates y, por sobre todo, echaba de menos los entrenamientos conjuntos, donde bromeaban y se «descalificaban» mutuamente, amistosa manera de complementar sus talentos. Finalmente, tan solo en un par de meses después, optó también por el retiro, aunque se mantuvo por largos años ligado al box como árbitro en Coyhaique, donde se fue a residir.

       Nuevos rumbos

      Puerto Montt se viste de fiesta al inicio de la primavera, el pueblo se llena de colores para celebrar el cambio de estación. Se presentan los típicos carros alegóricos, las candidatas a reina y los bailes.

      Con algunos compañeros de trabajo de la empresa de transportes en la que trabajaba, acuerdan asistir al baile de término de las celebraciones y entusiasmado se compra un traje nuevo.

      El pantalón le quedó grande así que se dirigió a una sastrería en calle Doctor Martin a pedir que se lo ajustaran. Había dos costureras y sin dudarlo se dirigió a la más linda de ellas; nunca desaprovechaba una oportunidad.

      Amelia, la costurera, le hizo calzarse los pantalones nuevos y empezó a tomar las medidas ante la mirada atenta de Abel, deslumbrado por los preciosos ojos verde miel de la joven. Sin disimulo observó con insistencia su figura alta, delgada y bien proporcionada.