El líder más grande de la historia. Augusto Cury

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Название El líder más grande de la historia
Автор произведения Augusto Cury
Жанр Сделай Сам
Серия Biblioteca Augusto Cury
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9786075572611



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Pero era un lego en los enigmas del cerebro humano.

      —Yo hubiera revelado mi identidad, Marco Polo. Hubiera dado una “bofetada” a esos intelectuales superficiales. Hacerlos tragarse su arrogancia —dijo Sofía, categóricamente.

      —Pero yo no soy tú, Sofía. Nosotros nos amamos, nos respetamos, pero somos diferentes. Me expulsaron y me excluyeron bajo un coro de abucheos. Pero algunos me abrazaron a mitad del camino. Al salir del anfiteatro, los guardias de seguridad me empujaron.

      Sofía quedó estremecida por la historia, pero el relato todavía no explicaba las heridas de Marco Polo. Poco sabía ella que el psiquiatra había tenido un día doblemente difícil, y que el congreso no había sido su única experiencia sociológica.

      Entonces Marco Polo respiró profundamente y comenzó a narrar el otro acontecimiento, ése más grave y perturbador. La noche de ese mismo día deambulaba por las calles pensando en las estupideces e incongruencias que invaden nuestra mente y nos vuelven estúpidamente inhumanos.

      De repente vio a una multitud de personas que entraban en un gran anfiteatro. Marco Polo se aproximó y preguntó de qué se trataba. Le dijeron que un importante partido político estaba realizando su reunión anual. Estaban presentes grandes figuras del liderazgo nacional, gobernadores, senadores, diputados. No le importó identificar qué partido se reunía, si de derecha o de izquierda. Sólo le interesaba conocer las insanias que formaban parte de esa casta. Para el pensador de la psicología, los errores en política son puntuales, pero las locuras son democráticas: ningún partido se encuentra exento.

      Penetró furtivamente en el ambiente, sabiendo que ahí debía quedarse quieto. Pero ¿cómo?

      —¡Válgame, Marco Polo! ¿Entraste en la reunión anual de un partido político? ¡Los políticos son mucho más intolerantes que los académicos! —exclamó Sofía.

      Durante la reunión, los líderes y más grandes iconos del partido pasaron aburridas horas hablando sobre sus ideas y sus cifras. Después comenzaron a entretejer críticas implacables, una detrás de otra, intentando desprestigiar al principal partido de oposición. Ellos eran los dioses y la oposición, una casta de demonios. Marco Polo, que estaba en el centro del anfiteatro, observó que las dos personas a su lado cuchicheaban, pues no había ideas atractivas ni innovadoras. Fue entonces cuando se levantó y caminó hasta el estrado, mientras un senador daba un discurso dramáticamente largo. Ya en el podio fue al encuentro del orador y le dijo en voz baja que su tiempo se había terminado.

      Avergonzado, el senador pensó que se trataba de alguien de la organización del evento. Habló durante treinta segundos más y le entregó el micrófono.

      Marco Polo fue tan sutil que algunos elementos de seguridad se preguntaron entre sí quién era el sujeto que, en posesión del micrófono, iba directo a sus tesis. Al darse cuenta de lo que sucedía, algunos organizadores, preocupados, decidieron intervenir y silenciarlo, pues no estaba inscrito para hablar. Sin embargo, fueron seducidos por la primera habilidad de los grandes líderes citada por el psiquiatra:

      —Quien vence sin riesgo triunfa sin gloria. Si usted es un líder político o empresarial y tiene miedo de los riesgos, está fuera del juego. No hay cielos sin tempestades.

      —Qué bueno que te dejaron hablar —ponderó Sofía, aunque imaginaba el terremoto que estaba por venir.

      —Enseguida afirmé que si un político no corre riesgos para preservar su consciencia, su ética, su transparencia, y amar a la sociedad más que a su partido, será un líder débil. Y pregunté: “¿Hay aquí entre ustedes alguien que sea frágil emocionalmente?”. Nadie levantó la mano.

      —Y ahí se derramó la sopa —comentó Sofía, aprensiva.

      —Y concluí que ningún partido político es digno del poder si no es capaz de aplaudir los proyectos de la oposición. Fue mucho peor que en la reunión de los profesores. Primero se hizo un silencio sepulcral y, enseguida, algunos comenzaron a preguntar hacía cuánto tiempo que yo estaba en el partido. Otros dijeron que yo era un infiltrado de la oposición. Pero seguí incitándolos. Completé diciendo que quien sirve a las ideas o a su partido más que a la sociedad, es indigno de ser un político. Fue un escándalo. Algunos miembros comenzaron a golpear el piso con los pies en el anfiteatro y a gritar: “¡Callen a ese estúpido!”. Otros dijeron: “¡Maten a ese opositor!”.

      —Pero ¿por qué no te callaste, Marco Polo? —preguntó Sofía, llevándose las manos a la cabeza.

      —No pude. Viendo que podría ser linchado, grité todavía más alto: “Más de noventa por ciento de los líderes de todas las áreas, política, empresarial, institucional, no están preparados para el poder, pues el poder se convierte en un virus que los infecta y los ciega. Sólo es digno del poder quien se desprende de él, quien lo usa para ajustarse a la sociedad y a servirla, no a quien lo usa para que la sociedad se incline ante él y lo sirva”. Terminé diciendo: “La humanidad está en riesgo, pues en todas las naciones los partidos están enfermos, formando líderes enfermos, incapaces de aplaudir a quien piensa diferente, de reconocer sus errores y ponerse como simples siervos de la sociedad”.

      —¿Y luego qué pasó? —preguntó ella, ansiosa.

      Marco Polo sonrió y mostró los hematomas en su rostro.

      —Los guardias de seguridad invadieron el estrado y me expulsaron a golpes y patadas. En un ataque de furia, muchos contribuyeron a la golpiza. Y así me expulsaron del anfiteatro como si fuera basura indigna de vivir.

      Marco Polo prosiguió contando que fue a buscar primeros auxilios, le dieron algunas puntadas y recibió la recomendación de que descansara.

      Eso tendría que haber sido suficiente para disuadirlo de vagar disfrazado por las calles de Los Ángeles. Sin embargo, incluso herido, insistió en su experiencia.

      Al día siguiente del episodio de violencia en la reunión anual del partido político, Marco Polo entró en el metro y notó un vagón lleno de aficionados. Hinchas organizados de dos equipos se ofendían unos a otros. El clima podía ponerse tenso. Aprovechando esa oportunidad, él se colocó entre ellos y comenzó a hablar solo en voz relativamente alta. Hablaba y gesticulaba con sus fantasmas mentales. Todos se detuvieron para ver a ese personaje histriónico. Enseguida, él se detuvo y observó a la multitud atónita a su alrededor. Provocándolos, preguntó:

      —¿Qué diagnóstico hacen ustedes cuando ven a alguien hablando solo?

      Los de un equipo gritaron:

      —¡Loco, demente!

      Los del otro gritaron:

      —¡Psicópata, perturbado!

      Una señora de 80 años que estaba sentada cerca de Marco Polo afirmó:

      —Loco perdido. ¿Estás loco, hijo?

      Él la miró y después a los aficionados, y respondió sin miedo:

      —A veces, mi señora, mis fantasmas mentales me perturban. Otras veces son los absurdos de esta sociedad los que me enloquecen —enseguida se pasó las manos por el rostro y completó—: ¿Quién es aquí un cineasta?

      Nadie levantó la mano. Entonces el intrépido psiquiatra, que amaba poner en jaque a legos e intelectuales, a ricos y a miserables, los desafió:

      —Estamos en Los Ángeles, la tierra de Hollywood, ¿y no hay cineastas aquí? Equivocado. Todos ustedes son cineastas.

      Todos se miraron entre sí y algunos se burlaron de él. Creyeron que era otro delirio de ese loco atractivo. Pero él fue incisivo en su última pregunta:

      —Se los voy a probar. Respondan honestamente: ¿quién de ustedes hace de vez en cuando una película de terror en su propia mente?

      Era un ambiente muy inapropiado para que las personas se abrieran. Pero lo hicieron. Casi todas levantaron la mano.

      —¿Qué fantasmas los atormentan? —indagó Marco Polo.

      La señora