Название | Una historia de Rus |
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Автор произведения | Argemino Barro |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417118709 |
El Maidán cobra un tono azulado. Ha llegado el invierno, pero las protestas siguen ocupando el centro de Kyiv. La movilización ha crecido en número e intensidad. Se opone de plano al Gobierno de Yanukovych, a su propia existencia. Decenas de miles de personas denuncian la corrupción estructural, la dependencia de Rusia, la violencia contra los manifestantes y la detención de periodistas y líderes de la oposición. El Gobierno responde con la fuerza. En enero, el parlamento ucraniano vota a mano alzada, obviando los procedimientos legales, una serie de medidas que restringen la libertad de reunión, prohíben las donaciones extranjeras a las oenegés, blindan a los antidisturbios y facilitan la persecución legal de manifestantes y periodistas. Las “leyes de la dictadura”, como denuncia la oposición, inflaman los ánimos todavía más y el asalto a edificios públicos se multiplica en todo el oeste de Ucrania.
La textura de las manifestaciones también ha cambiado.
A los estudiantes envueltos en banderas amarillas y azules, con sus pancartas en inglés y su presencia en redes sociales, se unen grupos violentos de las provincias. Llevan la cabeza rapada, uniformes negros y brazaletes. Entre sus símbolos abundan el rojo y las formas gamadas. Se los puede ver desfilando a plena luz del día, dando entrenamiento a nuevos reclutas y desplegando campamentos verde olivo. Las milicias ultranacionalistas, que hasta entonces rumiaban en los márgenes de la política, ven su momento y lo capturan. Las avenidas que acceden al Maidán se erizan de barricadas hechas de neumáticos, el Berkut convoca autobuses llenos de efectivos y tanquetas blindadas, y la vieja capital de los eslavos orientales, cubierta de nieve, con los adoquines helados y el humo ensuciando el aire, se transforma en un campo de batalla.
El 22 de enero muere una decena de personas.
Las imágenes se propagan por internet. Los profesores universitarios, que hasta ahora han mantenido su armadura analítica, dejan al aire la crudeza de sus sentimientos. Los comentarios sutiles dan paso a pequeños picos de estrés y palabras moralizantes. Sus conferencias pierden serenidad y distancia, como si notasen el calor de los combates. Ahora las charlas empiezan con denuncias a Rusia y acaban con loas a Ucrania. Hay brindis, proclamaciones, artículos y protestas frente a la embajada ucraniana en Nueva York.
Una de las estampas que llegan de Kyiv es la de un grupo de señores con chaqueta de cuero gastado, una boina, pancartas mal hechas, gafas anticuadas. Llevan las manos en los bolsillos y parecen guardar en la boca un sabor amargo. Son gente del Donbás, la región minera del este de Ucrania, la zona más vinculada a Rusia de la que proviene Yanukovych. Han llegado a Kyiv para apoyar a su presidente y oponerse al Maidán. Su expresión agria no suele salir en las crónicas, más centradas en la narrativa de la lucha, en los comités y la guerrilla urbana que va formando una alternativa al Gobierno.
¿Qué opinan estos habitantes del Donbás?
«A esa gente la sobornas con un vaso de leche», dice un profesor.
Mientras, los cócteles molotov encienden vehículos de la policía, que reemplaza las balas de goma por las de verdad. El 18 de febrero los disparos reverberan en el centro de Kyiv. La sede oficial del partido gobernante es tomada y lenguas de fuego salen del edificio de los sindicatos. Los activistas se graban unos a otros con la cámara del teléfono móvil. Hay cuerpos derribados, caras bañadas en sangre, brazos y piernas colgando de las camillas que atraviesan la multitud. Los francotiradores, desde las azoteas y los puentes, disparan sobre el Maidán. En tres días mueren ochenta y dos personas, trece de ellas agentes, y hay más de un millar de heridos.
Con mediación europea, Yanukovych y la oposición acuerdan liberar a los presos y celebrar elecciones, pero es demasiado tarde. El centro de la capital ha caído en manos de los activistas. El presidente escapa al este y el parlamento ucraniano, en ausencia de la mayoría de diputados oficialistas, vota su destitución inmediata.
Mientras, novecientos kilómetros al norte de Kyiv, hay una persona que tiene todas sus fichas en la mesa de juego. Un hombre temido, desconfiado, de tez marmórea, que desde una fortaleza evalúa las dimensiones del problema. Mira a Ucrania, un corredor llano, directo a las ciudades rusas. Mira a las bases de la OTAN y a los portaaviones americanos en el Mar Negro. Y mira a su base naval de Sebastopol, en la península de Crimea.
En medio del tumulto, un aldabonazo, una saeta que hiende el aire. Primero son imágenes raras y gramos de información inconexa. Unos paramilitares que se han hecho con el parlamento local. Una fila de camiones en la noche de Simferopol. El amanecer del 28 de febrero revela puestos de control y soldados enmascarados. No se sabe de dónde vienen, pero han tomado las instituciones, los platós de televisión, las vías que llevan al continente. Es como si Ucrania hubiera sido partida por la katana de un samurái. El golpe ha sido tan rápido que el objeto aún tarda unos segundos en desgajarse.
Crimea ha sido ocupada.
II
LA VENGANZA DEL MAIDÁN
1
La plaza central de Kyiv, el Maidán, es un lugar de impecable factura estalinista. Sus edificios dominan el paisaje, o más bien lo avasallan: le retuercen un brazo y lo obligan a pegar la mejilla contra el suelo. La destrucción causada por la Segunda Guerra Mundial permitió levantar estos cíclopes de color plúmbeo. Los arquitectos de Stalin adoptaron la idea del París de Haussman y la llevaron más allá: la elevaron al nivel de un Estado omnímodo. Ahora los edificios del centro de Kyiv se mezclan con las nubes y forman una inmensa boina de acero. Un caparazón sobre las siluetas de los habitantes, reducidos a una brizna de hierba, una mota de polvo en la solapa de un coloso.
La supremacía del Hotel Ukraina, que parece a punto de colocarte encima su pie de hormigón; la infinita muralla que forma la central de correos o las ventanas huecas del edificio de los sindicatos, tiznado por las brasas de la revuelta, son un contraste llamativo con lo que se ve a sus pies: un campamento orgánico de pancartas, vapor y humanidad. Han pasado cuarenta días desde la batalla final y el Maidán sigue lleno de hogueras y tiendas de campaña. En una de ellas, bajo un techo arrugado y desigual, el aire cargado por la respiración y la ausencia de agua corriente, el vapor del té, matas de pelo enredadas y jerséis deshilados, Olga rememora los días de fuego. «En Ucrania hay hombres que no tienen miedo a la muerte, ¿y en España?», pregunta, sus ojos como dos huevos fritos chisporroteando. Sus hermanos han peleado contra las fuerzas especiales del Gobierno, y su hija, que habla inglés, hace de intérprete gratis a los periodistas extranjeros. Cada cual aporta lo que puede a la revolución: cocina, cura, conduce. La mayoría de los acampados, como Olga y su familia, vienen de fuera, y sus tiendas lucen en blanco el nombre de su pueblo o provincia: Boryslav, Lutsk, Mukacheve, Ternopil, Kremenchuk, Vinnitsya.
Si uno mira la evolución de las protestas, en base a diferentes sondeos, verá que, entre noviembre de 2013 y la caída de Yanukovych el febrero siguiente, el manifestante medio del Maidán se fue volviendo más pobre, más hombre y más de campo. Aquellos jóvenes profesionales de clase media que prendieron la mecha, los veteranos de guerra, las amas de casa, los estudiantes y los expatriados con ganas de aventura, se fueron retirando a medida que aumentaba la violencia. Su hueco fue rellenado por gente de otros pueblos y ciudades, la mayoría sin estudios universitarios. Unos aparecieron de manera independiente y otros como parte de grupos de extrema derecha.
Durante varias semanas, todos ellos, liberales o fanáticos, jóvenes o viejos, de pueblo o de ciudad, formaron una estructura activa y nervuda. Las cadenas humanas arrancaban los adoquines del suelo que, de mano en mano, terminaban lloviendo sobre la policía. Se pasaban los sacos de arena para levantar barricadas y compartían sabiduría práctica: cómo limpiar una herida o fabricar un cóctel molotov, cómo guisar una olla de borscht o defender el Ayuntamiento ocupado, rociando con aceite y hielo sus escaleras. Dado que, después de cada choque, la policía iba a los hospitales a raptar a los manifestantes heridos, estos improvisaron enfermerías en tiendas y edificios ocupados. El McDonald’s se transformó en una clínica de ayuda psicológica y la sede de los sindicatos en una universidad popular. Varios voluntarios daban clases de inglés, administración pública o historia de la resistencia civil; había charlas y ciclos