Una historia de Rus. Argemino Barro

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Название Una historia de Rus
Автор произведения Argemino Barro
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417118709



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príncipes beneficiaban a la Iglesia y esta les cedía su vigor propagandístico, arropado en el fragor de las campanadas. El ducado moscovita acabó sumando ejército y clero, músculo y ritual, vida celestial y vida mundana, en un mismo cuerpo: un ente absoluto que reunía todas las herramientas del poder.

      Cuando notó debilidad entre los mongoles, Moscú decidió probar su fuerza. En 1380, el príncipe Dimitry capitaneó a varias ciudades contra el ocupante. La rebelión, con aproximadamente la mitad de soldados que el enemigo, atacó primero. Los eslavos cruzaron el río Don antes de que los mongoles recibieran apoyo; sus armas chocaron en la llanura de Kulikovo. Los tártaros no pudieron maniobrar en este campo estrecho; fueron vencidos. La batalla de Kulikovo supuso el principio del fin. El yugo se disolvió un siglo después, y Moscú se vio libre para tender las primeras vigas del que sería un nuevo país.

      El resto del mundo también se agitaba.

      Los estados europeos emergían, unificados, del Medievo, y otros nómadas golpeaban a las puertas de Bizancio. Casi al mismo tiempo que los moscovitas se liberaban del cepo asiático, la grandiosa Constantinopla, la capital del cristianismo ortodoxo que había legado su credo y su civilización a los eslavos orientales, sucumbía al islam. El último faro romano, que había alumbrado mil años sin pestañear, se apagó. El asedio turco derribó en 1453 al Imperio bizantino.

      Viendo la media luna brillar sobre Santa Sofía, Moscú se arrogó el título de potencia heredera. Su estrella había nacido al mismo tiempo que se extinguía la de Bizancio: se trataba de una señal. El fogonazo de un cambio de ciclo. La ciudad rusa, imbuida de mesianismo y agitada por los monjes nacionalistas, se autoproclamó “Tercera Roma”. Las dos primeras habían caído, dijo un clérigo, pero esta se mantendría en pie. El Gran Duque se casó con la hija del último emperador bizantino y adoptó su heráldica, el águila bicéfala, como símbolo del Estado. También imitó los mecanismos de poder: amuralló la autoridad política y religiosa en una fortaleza, o kreml’, y adoptó el título de tsar, o zar, la voz eslava del César.

      Revestido con la pompa y los blasones bizantinos, el Ducado de Moscú nació con una misión similar a la de los españoles de entonces: defender el cristianismo frente a sus enemigos y reconquistar los territorios que estimaban suyos. El primer zar, Iván IV, descendía del mítico Rurik, fundador de la Rus de Kyiv, y consideraba su deber recuperar la ciudad madre.

      El nombre del Estado que surgió en torno a Moscú resumiría estas dos inquietudes. Se llamaría como el reino perdido, Rus, pero con pronunciación bizantina: Rusia.

      Más allá de las revoluciones y los cambios, lejos de las haciendas polacas y de las ambiciones rusas, había un territorio libre. Un mar de hierbas altas que peinaba el viento. La parte baja del Dniéper y el Don, el actual sureste de Ucrania, seguía siendo una zona de nadie.

      Los caballos y los jabalíes corrían por este gran jardín, las marmotas nadaban en sus ríos, había bisontes y manadas de antílopes, y también algunos poblados campesinos. El colapso traumático de Rus había generado un goteo de labradores hacia la estepa. La represión polaca aumentó el número de escapados, y había otro factor: se trataba de una región fertilísima. El suelo era fecundo, esponjoso y negro. Si uno clavaba una pala, crecía un árbol, y los ríos tenían tantos peces que, al arrojar una pica al agua, esta quedaba de pie, apretada por la fauna.

      Cada vez más, los asentamientos puntuaban la estepa. Vivían de su trabajo, vivían en libertad. Y empezaron a atraer depredadores.

      Los tártaros habían acabado en la península de Crimea. Desde allí se dedicaban al comercio esclavista: cruzaban el estrecho, hacia la estepa, y volvían con filas de agricultores maniatados que luego vendían a los turcos.

      Los campesinos se defendían, y en los márgenes de sus poblados, junto a las empalizadas, con la vista puesta en los nimbos de polvo que se formaban en el horizonte, fue germinando una sociedad guerrera; una casta de nómadas y mercenarios, de kozaki, o cosacos, “aventureros libres”. La estepa era un imán de rebeldes, siervos, bandidos y nobles renegados, y sus elementos más duros se unían a estos piratas de tierra firme.

      Los cosacos vivían en lo efímero. Sus fronteras eran el cuadrado que formaban al aparcar sus carros, en cuyo interior debatían y tomaban horilka. Su credo era beber y pelear, sin distinguir a veces entre amigos y enemigos. Un alarido sonaba en la distancia, y unas figuras de botas rojas, montadas a pelo sobre sus caballos, aparecían blandiendo látigos y espadas curvas.

      Estos aventureros de pantalones bombachos, bigote de herradura y jojol, ese mechón de pelo que brota de un cráneo lampiño, formaron parte de un movimiento con diferentes caras.

      La conciencia original de Rus, desdibujada por las invasiones, volvió a despertar en el siglo XVI. Los restos de la religión ortodoxa y de las élites que ni se habían polonizado, ni habían emigrado a Moscú, se organizaron en hermandades. Crearon parroquias secretas, escuelas e imprentas para fomentar su cultura, y depositaron en los cosacos, fervientes ortodoxos, su defensa militar. La palabra Ucrania, evocadora de libertad y tierra, fue usada entonces. Los cosacos la adoptaron, le dieron un aire místico. Era su patria original: la porción de Rus que se había conservado. Una entidad libre, como ellos, frente a las presiones de los vecinos.

      La antigua capital, Kyiv, se quitó el polvo de los ropajes; intelectuales y cosacos trabaron contacto. Los campesinos del latifundio, en las haciendas polacas, miraron hacia ellos, y entre todos formaron un embrión: la arcilla de un Estado que esperaba la llamarada, el fuego para amalgamarse.

      Los cosacos, que defendían la frontera de Polonia a cambio de rango y territorios, se rebelaban una vez cada década, y en 1648 prendieron una guerra que se extendió a las ciudades y a los latifundios.

      Varsovia atajó la insurrección y los cosacos se vieron al borde de la derrota. En un último recurso, pidieron ayuda a Moscú.

      El zar Alexei les devolvió la atención, como quien mira una pera madura en la rama de un árbol. Los cosacos le habían abierto una puerta, una rendija por la que se veía el futuro: la opción de avanzar sobre la vieja Rus.

      Y restablecer, según consideraba, su reino perdido.

      6

      La crispación y la parálisis ocupan el escenario. La misión europea ha visitado Ucrania veintisiete veces, sin resultado, y la irritación se dibuja en la cara de los negociadores.

      El 21 de noviembre, un periodista ucraniano se da cuenta de que el presidente no va a firmar el acuerdo de asociación. Se llama Mustafá Nayem y ha pasado todo el día en el parlamento. No es un farol, piensa. No es una estratagema de Yanukovych para ganar tiempo. El acuerdo, simplemente, está muerto, y esa noche, a las ocho, Nayem convoca por Facebook una manifestación de protesta en la plaza principal de Kyiv, el Maidán. «Vamos, chicos, seamos serios», escribe. «Si de verdad queréis hacer algo, no os limitéis a pulsar ‘me gusta’ en este post».

      Dos horas más tarde se juntan mil personas en el Maidán.

      La manifestación ondea banderas europeas y ucranianas, y crece todos los días. Primero los kyivitas exigen al presidente que cumpla su palabra, que firme el acuerdo. Luego piden su dimisión. El 30 de noviembre, a las cuatro de la mañana, las autoridades cortan el servicio telefónico y las fuerzas especiales, el Berkut, dispersan a los manifestantes. Las cámaras graban a las legiones de negro persiguiendo a figuritas en la oscuridad, sus patadas, sus bastonazos. Treinta y cinco personas, la mayoría estudiantes, son heridas. La concurrencia se multiplica en las horas siguientes y el Ayuntamiento es asaltado.

      Al otro lado del océano, pegados a internet y a las pantallas de sus teléfonos móviles, murmurando en los pasillos e intercambiando correos electrónicos de madrugada, el departamento de estudios postsoviéticos de la universidad neoyorquina sigue con fruición lo que ocurre en Kyiv. Incluso ahora, que las protestas se han tornado agresivas, los altos funcionarios europeos siguen volando a la capital ucraniana para arrancar algún gesto. Yanukovych, finalmente, alega que el precio del ajuste exigido, aún con préstamos del Fondo Monetario