Название | Cuando el mundo gira enamorado |
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Автор произведения | Rafael de los Ríos Camacho |
Жанр | Общая психология |
Серия | |
Издательство | Общая психология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788432152801 |
Ese episodio impresionó a Tilly. Una mente avispada, como sin duda era la del doctor Frankl, había adivinado al vuelo lo que ella se proponía hacer. Se veía nobleza en ese médico. Viktor la invitó entonces a tomar un café y, desde aquel día, comenzaron a salir juntos en serio.
Pero Viktor no se casó con ella sólo porque era guapa y simpática, ni Tilly se casó con él sólo porque era un hombre inteligente y elegante. Ambos sabían bien que no fueron esos los motivos de su matrimonio.
Naturalmente, la belleza de Tilly Grosser fascinó a Viktor. Sin embargo, el factor decisivo fue el carácter de ella: su intuición natural y su profundo corazón. Por ejemplo, Viktor recordaba aquella noche en que llamaron a la puerta del piso donde vivía la madre de Tilly, en Viena. La bondadosa señora hebrea, gozaba hasta ahora de cierta inmunidad contra la deportación debido a que Tilly era enfermera. Pero ese decreto en favor de los familiares fue abolido por los nazis. Justo antes de las doce de la noche, momento en que las nuevas y criminales normas entraban en vigor, sonó el timbre de la puerta.
Tilly y Viktor estaban junto a la madre. Ninguno tenía suficiente ánimo para abrir. Seguramente, se trataría de un piquete de nazis ansiosos por aplicar el nuevo decreto en contra de los judíos. Finalmente, la madre de Tilly abrió la puerta. ¿Quién apareció?
—Señora Grosser, vengo a ofrecerle un trabajo para mañana —era un mensajero del Servicio Comunitario Hebreo—. Consiste en limpiar las viviendas de unos judíos deportados hace poco. Si lo acepta, le extenderé un certificado que, por el momento, la protegerá a usted contra el peligro.
La señora Grosser respondió que lo aceptaba. Y el mensajero firmó el certificado de protección. Inmediatamente después, dijo:
—Buenas noches, señora Grosser.
Cuando el mensajero se marchó, los tres se miraron durante largo rato. Estaban sorprendidos y ninguno sabía qué decir. La primera en romper el silencio fue Tilly:
—¡Bueno! ¿Acaso Dios no nos cuida con ternura?
Viktor la miró con verdadero asombro: «Es la sentencia teológica más maravillosa y más cierta que he oído en mi vida —pensó—: un resumen de la Suma Teológica de Tomás de Aquino».
¿Cuál fue el broche de oro que decidió a Viktor a casarse con Tilly? Un día ella estaba preparando la comida del mediodía en casa de los padres de Viktor. Sonó el teléfono. Era una llamada urgente del Rothschild Hospital. El psiquiatra atendió la llamada.
—Doctor Frankl, acabamos de ingresar a un paciente judío que ha intentado suicidarse con somníferos —dijo el médico de guardia.
—¿Está realmente grave?
—Se está muriendo. Necesita urgentemente una operación de cirugía cerebral —precisó el médico de guardia—, una de sus operaciones mágicas, doctor.
—Voy ahora mismo.
Colgó el teléfono. Antes de salir, cogió unos granos de café y los metió en su boca para masticarlos mientras corría hacia una parada de taxi. Los nazis habían prohibido a los judíos ir en taxi, pero a Viktor eso le importó muy poco en aquellos momentos.
Volvió dos horas más tarde. Suponía que, lógicamente, todos habrían comido ya. Pero sólo sus padres habían almorzado. Tilly había esperado tranquilamente. Y su primera reacción no fue decirle: «Por fin has vuelto: te estaba esperando para comer juntos». Su primera reacción fue preguntar con naturalidad:
—¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está el enfermo?
En ese momento Viktor se quedó sin habla. Y pensó que quería casarse con Tilly. No porque ella era de esta manera o de otra, sino porque Tilly era Tilly.
Fue el 17 de diciembre de 1941 cuando contrajeron matrimonio. Viktor tenía 36 años, y Tilly 21. Junto a otra pareja más, fueron los últimos judíos de Viena que pudieron obtener el necesario permiso para casarse, expedido por las autoridades del Nacional Socialismo. A partir de esas dos bodas, la Oficina Judía de Registros fue clausurada a cal y canto.
Después de la ceremonia en el Centro de la Comunidad Judía, Viktor y Tilly fueron caminando por las calles de Viena —sabían que no debían coger un taxi— con el fin de hacerse unas cuantas fotografías. Tilly llevaba su velo de boda, blanco y resplandeciente. Cuando volvían a casa se fijaron en un escaparate: vieron un libro, titulado Nosotros queremos casarnos. Entraron en la tienda. Tilly seguía con el velo blanco sobre su pelo moreno y los dos tenían la estrella judía amarilla cosida a sus trajes, como era preceptivo. Viktor animó a Tilly:
—Pide tú misma el libro, por favor. Así fomentarás tu propia autoafirmación.
—¿Desea usted algo, señorita? —preguntó el librero.
—Nosotros queremos casarnos —contestó ella a pie firme mientras se ruborizaba por completo.
Meses más tarde, el matrimonio Frankl supo que iba a tener un hijo. Pero la Gestapo no autorizaba a ninguna mujer judía a seguir adelante con su embarazo. Y Tilly, la enfermera de ojos claros, fue forzada a abortar. Su hijo se hubiera llamado Harry o Marion, según fuera niño o niña[2].
[1] Cfr. El hombre en busca de sentido, pp. 84-85.
[2] Cfr. Autobiography, pp. 84-87.
5. «¡SI NOS VIERAN AHORA NUESTRAS ESPOSAS!»
—¡Atención, destacamento adelante! ¡Izquierda, dos, tres, cuatro! ¡Izquierda, dos, tres, cuatro! ¡La primera fila, giro a la izquierda, izquierda, izquierda, izquierda! ¡Gorras fuera!
Viktor se quitó la gorra al atravesar la verja del campo y pasar ante el oficial de las SS. Formaba parte de un kommando de trabajo compuesto por doscientos ochenta hombres y dirigido por un kapo. En Auschwitz había centenares de kommandos, la mayoría adscritos al trabajo de cavar y tender vías para el ferrocarril.
Como en las dos semanas anteriores, tenía que ir andando hasta el lugar de trabajo. Todavía no había amanecido y las luces de reflectores enfocaban a los prisioneros. El que no marchaba con marcialidad recibía una patada; pero corría peor suerte quien, para protegerse del feroz viento de los Cárpatos, se calaba la gorra hasta las orejas antes de que le dieran permiso. Todos llevaban su correspondiente número cosido en los pantalones y en la chaqueta, o incluso tatuado en la piel. Viktor Frankl ya no se llamaba así, sino sólo un número más, el 119.104, y eso era lo único que importaba a las autoridades.
En la oscuridad tropezaban con las piedras y se metían en los charcos al recorrer el único camino que partía del campo. Los soldados de las SS que les acompañaban no dejaban de gritarles y de azuzarles con las culatas de sus rifles. Los que, en ese paisaje pantanoso, tenían los pies llenos de heridas se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas mediaban palabras; el viento helado no propiciaba la conversación.
Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el doctor David Sick, que marchaba al lado de Viktor, le susurró:
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