Cuando el mundo gira enamorado. Rafael de los Ríos Camacho

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Название Cuando el mundo gira enamorado
Автор произведения Rafael de los Ríos Camacho
Жанр Общая психология
Серия
Издательство Общая психология
Год выпуска 0
isbn 9788432152801



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página arrancada de un libro de oraciones en hebreo, que contenía la más importante oración judía, la Shema Yisrael (Escucha Israel). Viktor Frankl la leyó lentamente: «Escucha, Israel: el Señor es tu Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón».

      El psiquiatra se quedó pensando. «¿Cómo interpretar esta coincidencia sino como el desafío para vivir mis pensamientos en vez de limitarme a ponerlos sobre el papel?»

      Pasó a continuación varias selecciones más. A la gran mayoría de su expedición, cerca de un 90 por ciento, el juego del dedo les había enviado hacia la izquierda. A él siempre le tocó la derecha. «¿Qué habrá sido del doctor Plautus?», se preguntaba Viktor.

      Atardecía en Auschwitz. En un respiro entre el ir y venir, vio a varios prisioneros veteranos.

      —Por favor —dijo Viktor, ansioso—, ¿podéis decirme a dónde pueden haber enviado a mi amigo y colega, el doctor Plautus?

      —¿Lo mandaron hacia la izquierda? —preguntaron ellos.

      —Sí —replicó Viktor.

      —Entonces puede verle allí —le dijeron.

      —¿Dónde? ¿Dónde está el ángel de Ottakring?

      Las manos señalaban la chimenea que había a unos centenares de metros y que arrojaba al cielo gris de Silesia una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de humo.

      Y a partir de entonces, una extraña sensación se apoderó del psiquiatra vienés: curiosidad, una fría curiosidad por saber lo que sucedería a continuación.

      [1] El esquema narrativo está basado en el famoso libro de Viktor Frankl, Un psicólogo en un campo de concentración, traducido al castellano por Ediciones Herder con el título El hombre en busca de sentido, Barcelona, 1998. Cfr. pp. 25-35.

      [2] Cfr. Autobiography, p. 90.

      [3] Cfr. Autobiography, p. 93.

      [4] Cfr. Viktor Frankl, El hombre doliente, Herder, Barcelona, 1990, p. 267.

      3. ¿SABÉIS A QUIÉN LLAMAMOS AQUÍ UN «MUSULMÁN»?

      A la espera de ser trasladado a otro campo más pequeño, dentro de Auschwitz, Viktor se encontró esa primera noche en un barracón con otros 1.100 prisioneros más. Observó que había sido construido para albergar a unas doscientas personas como máximo. Por eso no había espacio suficiente ni para sentarse en cuclillas en el suelo de tierra.

      Estaba lleno de literas, eso sí, pero de tres pisos. Naturalmente, ni siquiera había colchonetas: sólo tablones. Y en cada litera, que medía 2 × 2,5 metros, tenían que dormir nueve hombres, directamente sobre los tablones. Y para cada nueve había dos mantas. Viktor se subió a una litera, con otros ocho médicos que conocía.

      Claro está que sólo podían tenderse de costado, apretujados y amontonados unos contra otros, lo que tenía ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos. Aunque les prohibieron subir los zapatos a las literas, algunos los utilizaron como almohadas, pese a estar cubiertos de lodo. Si no, la cabeza tendría que descansar sobre el pliegue de un brazo casi dislocado.

      Con las suelas de un colega oprimiendo su mejilla, Viktor oyó una voz procedente de la litera de abajo:

      —¡Yo no puedo soportar esto! ¡Mierda! ¡Mañana me lanzaré contra la cerca de alambre electrificada!

      —¡Silencio! —gritó el guarda del barracón, un prisionero veterano «ascendido» a ese cargo—. ¡A quien hable le ahorcaré, yo personalmente, de la viga central del campo! Ya os he dicho que las leyes de aquí me dan derecho a hacerlo. ¿No habéis visto que hay tres cadáveres colgando? ¡Silencio, cerdos de mierda!

      «¿Lanzarse contra la alambrada?, se preguntó también Viktor. Llevo todo el día escuchando este interrogante en boca de otros —pensó—. Es la frase que se utiliza aquí para describir el método de suicidio más popular. Pero yo no lo haré: mis convicciones personales y todo lo que amo no me lo permiten. Es más: prometo solemnemente que no me lanzaré contra la alambrada».

      Movió ligeramente la cabeza y sus labios chocaron contra la suela del zapato que tenía junto a su cara. «Tampoco tiene objeto suicidarse —pensó—, ya que las expectativas de vida en Auschwitz, aplicando el cálculo de probabilidades, son muy escasas: ninguno de nosotros tiene la seguridad de encontrarse en el pequeño porcentaje de hombres que sobreviven a todas las selecciones. Incluso las cámaras de gas acabarán por perder todo su horror; al fin y al cabo, ahorran el acto de suicidarse». Aun con estos pensamientos, a Viktor le llegó el sueño y le hizo olvidarse de todo durante breves horas.

      —Eso es falso —replicó Viktor—. Un prisionero de unos sesenta años, médico de un bloque de barracones, me ha dicho que su hijo acaba de morir en la cámara de gas, porque el tal doctor Müller ha rehusado fríamente ayudarle, pese a que podía liberarle.

      El visitante sonrió con un tinte de buen humor. Quería en verdad calmar a sus colegas.

      —Ya hablaremos de ese complejo asunto, doctor Frankl.

      —¿Nos conocemos? —se sorprendió Viktor.

      —Creo que en Viena tuvimos nuestras pequeñas discusiones científicas. Usted arremetía contra el psicoanálisis de Freud y yo defendía a mi maestro...

      —¡Dios santo! ¡Usted es el doctor Kurt Pichler! Ha adelgazado tanto que no le he reconocido. Lo siento de veras, doctor Pichler...

      —Tranquilo, tranquilos todos —respondió el visitante—. Pero una cosa os suplico: que os afeitéis a diario, aunque tengáis que utilizar un trozo de vidrio para hacerlo, aunque tengáis que vender a otro vuestra pobre ración de pan.

      —No entiendo —dijo un médico cirujano, también de Viena.

      —Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que vuestras mejillas resulten más lozanas. Si queréis manteneros vivos, sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo, cavando y tendiendo vías para el ferrocarril. A todos os destinarán allí.

      —Comprendo. Hay que aprovechar el material humano mientras se pueda —ironizó Viktor.

      —Si alguna vez cojeáis —Pichler prosiguió como si no le hubiera oído—, si por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. ¿Sabéis a quién llamamos aquí un «musulmán»?

      Viktor puso cara de asombro. Miró a los demás: también aguardaban respuesta.

      —«Musulmán» es el que tiene un aspecto miserable, por dentro y por fuera, enfermo, demacrado e incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo. El «musulmán» acaba pronto en la cámara de gas. Así que recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y no tendréis por qué temer al gas. Ninguno de los que estáis aquí tiene que temer al gas...

      Pichler