Cuando el mundo gira enamorado. Rafael de los Ríos Camacho

Читать онлайн.
Название Cuando el mundo gira enamorado
Автор произведения Rafael de los Ríos Camacho
Жанр Общая психология
Серия
Издательство Общая психология
Год выпуска 0
isbn 9788432152801



Скачать книгу

demás—. De todos vosotros, él es el único que debe temer la próxima selección. Así que no os preocupéis.

      Viktor sonrió. Incluso estaba convencido de que cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo.

      Nada más irse Pichler, llegó la hora de diana. Mucho antes del alba, a las cinco de la madrugada, sonaron en todo el campo tres agudos pitidos de un silbato y se oyeron voces roncas y cortantes:

      —¡A levantarse! ¡A levantarse todos!

      El barracón se sacudió desde los cimientos, las luces se encendieron, todos se agitaron alrededor de Viktor en una actividad frenética: las mantas se sacudieron levantando nubes de polvo fétido, los prisioneros se vistieron con prisa febril, corrieron al hielo del aire exterior a medio vestir, se precipitaron sobre las letrinas y los lavabos. Y todo porque a los cinco minutos comenzaba la distribución del pan, de un panecillo gris: sólo unos 150 gramos, calculó Viktor.

      En ese momento vio al guarda de la barraca regatear, con uno de los componentes del «comité de recepción», por un alfiler de corbata, de platino y diamantes. Sin duda, lo había robado en el tren a un prisionero novato. Una vez realizado el negocio, los dos prisioneros se mostraron satisfechos.

      —¡Compraremos aguardiente —dijo el guarda del barracón— y pasaremos una tarde alegre!

      «No sé cuántos miles de marcos se necesitan para comprar alcohol y emborracharse —pensó Viktor mientras apuraba la última miga de su pan—, pero sí comprendo que los prisioneros veteranos necesiten esos tragos».

      Enseguida se oyeron fuertes voces de mando. Había aparecido un oficial de las SS para asistir a la revista. Y todos tuvieron que agruparse según diversos criterios: prisioneros de más de cuarenta años, de menos de cuarenta, trabajadores del metal, mecánicos o enfermos con hernias.

      Arrancado de los demás médicos, Viktor fue llevado a otro barracón, donde los formaron en línea, con vistas a una nueva selección. El psiquiatra estaba triste: se encontraba ahora no sólo muy lejos de sus colegas, sino también entre extranjeros que hablaban lenguas ininteligibles.

      El oficial de las SS que realizaba la selección se acercó a él.

      —¿Edad? —preguntó.

      —Treinta y nueve años.

      —¿Profesión?

      Fiel a su norma de decir sólo y únicamente lo que le preguntaban, sin especificar más datos, Viktor respondió:

      —Médico.

      —¿Especialidad? —insistió el oficial esta vez.

      El psiquiatra tardó en responder. Miró fijamente a los ojos azules del hombre de las SS. Y ambas miradas —azul contra negro— se entrecruzaron fríamente.

      Pero no. Esa mirada no se cruzó entre dos personas. El cerebro que controlaba aquellos ojos azules y aquellas manos cuidadas parecía decir: «Esta cosa despreciable que hay ante mí pertenece, como todos los judíos y gitanos, a un género al que es obviamente indicado suprimir».

      [1] Cfr. El hombre en busca de sentido, pp. 38-40.

      [2] Por respeto a las personas y al secreto profesional —que el psiquiatra vienés siempre cuidó con esmero—, se han cambiado los nombres y apellidos. Naturalmente, todos los episodios son auténticos.

      4. AQUELLOS OJOS CLAROS

      Ojos azules contra ojos negros. Y pelo rubio resplandeciente contra pelo moreno rapado. Y manos limpias contra manos mugrientas. Y uniforme impecable de las SS contra uniforme rayado andrajoso.

      «Esto que tengo ante mí —parecían repetir las pupilas azuladas— merece sin duda la cámara de gas. Pero antes conviene considerar si, en este caso concreto, posee algún elemento utilizable».

      —¡Especialidad! —el oficial de las SS se impacientó.

      —Especialista en Psiquiatría y Neurología —respondió al fin Viktor.

      Entonces el oficial ordenó que otros prisioneros veteranos, con mando en Auschwitz, lo enviasen a un grupo más reducido, quizás porque no comprendía del todo qué significaba la segunda palabra: «Neurología».

      De nuevo le condujeron a otro barracón y le agruparon de forma diferente, junto a personas que hablaban todas las lenguas de Europa. «¿Qué ocurrirá después?», era la pregunta que golpeaba el cerebro de Viktor. Y lo que sucedió después, y durante todo el día, fue el mismo proceso. Selecciones y más selecciones.

      Segunda noche en Auschwitz. Unas canciones despertaron a Viktor de un sueño profundo. El guarda encargado del barracón celebraba una especie de fiestecilla en su cuarto, cerca de ese grupo de literas. Sin duda, había conseguido el alcohol después del negocio realizado con la venta del alfiler de corbata hecho de platino y diamantes.

      Voces poco timbradas se desgañitaban entre un mar de canciones repetitivas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la noche se oyó un violín que tocaba desesperadamente un tango triste, una melodía poco conocida y un poco desgastada por la continua repetición. El violín lloraba y una parte de Viktor Frankl lloraba con él, pues aquel día alguien cumplía 24 años, alguien que yacía en alguna otra parte de Auschwitz, quizás alejada sólo unos cientos o miles de metros y, sin embargo, lejos de su alcance. Ese alguien era Tilly, su mujer.

      Viktor recordaba vivamente el día en que se fijó en ella. Ya se había producido la invasión de Austria por las tropas de Hitler. También había comenzado la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión alemana de Polonia a primeros de septiembre de 1939. Unos meses después, le ofrecieron ser Director del Departamento de Neurología del Rothschild Hospital —institución médica patrocinada por la comunidad judía—, algo que hasta cierto punto le protegía, a él y a sus padres, contra la deportación a los campos de concentración. Cada día se producían más de diez intentos de suicidio entre la población judía de Viena, debido a la persecución nazi, y el psiquiatra hacía todos los esfuerzos imaginables para ayudar a esas personas que le traían al Hospital.

      En el Rothschild Hospital trabajaba Tilly Grosser. Era enfermera del equipo médico del doctor Donath. La primera vez que Viktor la vio, quedó tan impresionado por su alegría y desenvoltura, que creyó estar ante una auténtica «bailarina española». Así era Tilly: desenvuelta, sonriente y muy atractiva.

      Pero hubo un episodio que los unió mucho. Viktor había mantenido una relación con la mejor amiga de Tilly, hasta que un día dejaron de salir juntos: resultaba evidente que no congeniaban entre sí. Ofendida en su amor propio, la amiga de Tilly se quejó amargamente del comportamiento del doctor Frankl, y adujo que él la había abandonado sin motivo. Tilly decidió entonces vengarla. Y ella misma empezó a relacionarse con él. Quería enamorarle con la intención de abandonarle luego.

      Uno de esos días, al salir juntos del hospital, Tilly le preguntó:

      —¿Quiere que caminemos por las calles antiguas de Viena, doctor Frankl, o prefiere un paseo por el parque?

      —Ninguna de las dos cosas —contestó Viktor con rapidez, al tiempo que daba un suave toque a su elegante corbata de color gris plateado.

      —¿No? ¿Por qué? —preguntó ella.

      —Porque leo en sus ojos claros un brillo de color rojo. Y usted sabe muy bien que el color de la sangre se parece mucho al color de la venganza.

      —¿Venganza? No sé a qué se refiere, doctor —disimuló la enfermera.

      —Sí, mi querida bailarina española, usted