Название | Oscar Wilde y yo |
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Автор произведения | Oscar Wilde |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789506419943 |
Más de una vez, a instancia suya, me vi en situación de tomar, de manos de usureros, dinero en préstamo, y siempre se guardaba la mayor parte, no solo de aquel dinero sino del que me mandaban mi madre y otros miembros de mi familia. De mi peculio hacíamos fondo común. Jamás se me ocurrió negarle cosa alguna. Nada lo satisfacía del todo, y aunque a veces tenía ingresos de dinero era un hombre sin recursos fijos ni rentas, al que, por consiguiente, era menester ayudar.
Para no citar más que un rasgo: poco tiempo antes de estrenarse La mujer sin importancia en el teatro de Haymarket, fui a un prestamista que me dio doscientas cincuenta libras. A la hora del almuerzo le enseñé esa cantidad a Wilde, en billetes de banco de diez libras. Él los tomó y dijo:
—¡Qué magníficos! ¡Y qué suerte tienes, chico, por haberlos conseguido!
Luego, echándose a reír, se guardó cinco o seis en el bolsillo y me devolvió el resto. Yo no concedí a aquello más importancia que si hubiese bebido conmigo una botella de buen vino. Es más: había pedido aquel dinero con intención de darle una parte, pues llevaba una semana de estar quejándose de lo pobre que andaba.
Cito este ejemplo de entre mil que podría citar. En cuestiones pecuniarias he sido derrochador toda mi vida. Tenía más de treinta años cuando comencé a recapacitar en que el dinero no nace del aire o de los árboles sino de las heredades de familia. Muchas personas me conocen, y estoy seguro de que a la hora de pagar nadie podría tildarme de tacaño. Cierto que Wilde y yo vivimos mucho tiempo en un tren de intimidad que no incluía ese protocolo de invitaciones recíprocas, regularmente alternadas; pero sería grotesco decir que por mi culpa él derrochó parte de su capital. Wilde tenía una manera personal de dar importancia a las cosas más nimias. Gozaba molestando al director de un restorán para consultarle, con muchos aspavientos, sobre la elección de los vinos, rogándole que le transmitiese al jefe de cocina sus instrucciones o sus cumplidos. Tal modo de proceder no entraba ni ha entrado nunca en mis gustos. Antes de conocer a Oscar Wilde yo ya estaba habituado a vivir en los más lujosos palacios y siempre me senté ante muy buenas mesas. Lo que para Wilde era extraordinario, para mí era ordinario. Las cocinas del café Royal y del Savoy Hotel son sin duda excelentes, pero no superiores a las de una buena casa o un buen Círculo. Wilde andaba con la mar de remilgos para escoger el menú, como si se entregase a un ritual. Yo me limitaba a encargar los platos, comía y pagaba sin tantos quebraderos de cabeza.
Como ya dije, nuestra presencia conjunta en cafés y restoranes, teatros y demás lugares públicos concluyeron por ser pasto de malas lenguas. Llegaron hasta mí rumores que primero me parecieron estúpidos, y más estúpidos todavía a poco que se los sometiera a examen. Hasta entonces no había tenido la menor noticia de tales chismes. Tengo la convicción de que aquellas calumnias fueron ventiladas por individuos que creían que los había suplantado en el favor de Wilde, y por culparme de que este, por más de que siguiera tratándolos, ya no se ufanase tanto de su amistad. Lo cierto es que hubo quien me advirtió de que ciertos sujetos andaban quejándose por ahí de que yo monopolizara a Wilde. La señora de Wilde misma44, con la que había mantenido siempre buenas relaciones, enojada sin duda por lo que escuchaba de la gente, empezó a decir que yo acaparaba a Oscar, robándole su tiempo, y Wilde llegó a confiarme que su mujer se había quejado de vernos siempre juntos. Yo le respondí, enojado, que evidentemente pasábamos juntos la mayor parte del tiempo y le ofrecí alejarme, a lo que él respondió que eso sería intolerable, que ya había logrado hacer entrar en razones a su mujer y que, si me había contado ese lance, había sido sin darle importancia. Y seguimos haciendo la misma vida que antes...
Quizá sea oportuno observar que durante los tres primeros años de mi intimidad con Wilde jamás le oí proferir una grosería. Yo lo conocía como humorista —de a ratos cínico, de a ratos poco sincero—; no me hacía ilusiones ni sobre su vanidad ni sobre sus ocasionales arrebatos de vulgaridad; no lo tenía por santo ni por hombre de mundo, pero creía que llevaba una vida decorosa y honorable, sin que nada en su conducta ni en sus palabras me indujera a pensar lo contrario. Me trataba siempre con la mayor, con la más amistosa cortesía, y hasta notaba que cuando nos hallábamos en alguna tertulia propensa a conversaciones rabelesianas cuidaba siempre de cambiar de tono, haciendo que sus amigos se ajustasen al diapasón de las conveniencias. Wilde me parecía un hombre bueno; y cuando en una o dos ocasiones intentó hablarme de ciertas tendencias suyas yo le respondí, indignado, que siendo yo su más íntimo amigo lo conocía mejor que nadie, y no podía creer que hubiese la menor pizca de verdad en lo que quería darme a entender45.
Algunos años antes, mi madre había querido divorciarse de su esposo. En esa época no reinaba, naturalmente, la mejor armonía en el seno de mi familia46. Hablando con franqueza, yo estaba resentido con mi padre por el modo como trataba a mi madre, abrigando contra él un encono que nada tenía de filial. Ya comprenderán cuál no sería mi indignación cuando Wilde vino a decirme que había recibido un carta de lord Queensberry intimándolo a poner término a nuestras relaciones, pues su amistad no podía redundar sino en mi daño. Wilde me preguntó qué debía hacer, y yo le dije que no hiciera el menor caso de la carta. A poco de eso, mi padre me escribió exponiéndome el contenido de su carta y amenazándome con retirarme la pensión si no daba por terminada aquella amistad47. No comprendí por qué me intimaba de ese modo, y deduje que me había escrito únicamente por estar enojado a causa de haber apoyado a mi madre en el asunto del divorcio. Así que le contesté con otra carta desabrida, enzarzándonos ambos en una violentísima correspondencia. Parte de esa correspondencia ha sido archivada y puesta a buen recaudo por abogados concienzudos, y estas reliquias fueron las presentadas contra mí en el curso de los diversos contra exámenes, con el fin de probar que yo era un hombre feroz e indigno, que maltrataba horriblemente incluso a mi propio padre.
Habiendo ocurrido lo que desde entonces ha ocurrido, reconozco ahora mi error y mis culpas; pero es imposible ser hijo del octavo marqués de Queensberry y miembro de la familia Douglas y no poseer los defectos inherentes al linaje. Además, yo no insultaba a mi padre con la saña de un imbécil, por la sencilla razón de que no lo fui ni lo seré nunca.
Antes de morir mi padre, me mandó a buscar; nos reconciliamos de corazón y él me legó todo cuanto humanamente podía legarme de su fortuna, que era considerable, y todo aquello que podía disponer a mi favor.
Al no lograr una ruptura entre Wilde y yo, mi padre adoptó una conducta totalmente distinta: para librarme de lo que sabía era una amistad dañina, decidió deshonrar públicamente a Wilde.
En un teatro donde se representaba una obra de Wilde, mandó arrojar al escenario un manojo de zanahorias y dejó una tarjeta escrita con frases ofensivas48. No necesito decir cómo impresionó a Wilde todo aquello. Vino desolado a avisarme lo ocurrido, diciéndome que era intolerable y cruel que mi padre lo tratara de aquel modo y que, a menos que le diera excusas inmediatas y categóricas, no iba a tener más remedio que demandarlo por difamación criminal. A mí me sentó mal el modo como tomaba el asunto, tanto más porque parecía querer echar sobre mí la responsabilidad del problema; así que no dudé en decirle:
—No abrigues esperanzas de que mi padre te presente excusas, pero eres dueño de demandarlo. ¡Solo que vas a salir perdiendo!
Se ha dicho, faltando a la verdad, que yo instigué aquella demanda. Es verdad que no me eché a los pies de Wilde para rogarle que no lo intentara. Él me aseguraba que la acusación lanzada