Название | Oscar Wilde y yo |
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Автор произведения | Oscar Wilde |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789506419943 |
Un artista es un creador de cosas bellas.
Revelar el arte ocultando al artista, tal es el fin del arte.
El crítico es aquel que puede traducir de otra manera o mediante procedimientos nuevos su impresión sobre las cosas bellas.
Así la más baja como la más alta forma de crítica es un modo de autobiografía.
Aquellos que encuentran feas intenciones en las cosas bellas, son corruptos sin ser simpáticos. Adolecen de una falla.
Hay elegidos para los que las cosas bellas significan solamente: belleza.
Un libro no es moral ni inmoral. Está bien o mal escrito. Eso es todo.
La aversión al realismo del siglo XIX es la rabia de Calibán al no verse la cara en el espejo.
La vida moral del hombre forma parte del sujeto del artista, pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto.
El artista no intenta nunca probar nada. Hasta las cosas verdaderas pueden probarse.
Para el artista los pensamientos y el lenguaje son los instrumentos de un arte.
El vicio y la virtud son los materiales de este arte.
Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el de músico. Desde el punto de vista de la sensación, lo es la profesión del cómico.
Lo que el arte refleja realmente, es el espectador y no la vida.
Las diversidades de opiniones sobre una obra de arte demuestran que esta obra es nueva, compleja y vital.
Cuando los críticos difieren entre sí, es cuando el artista está de acuerdo consigo mismo.
Le podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil, en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente.
Todo arte es completamente inútil.
Estas observaciones han sido presentadas como el credo de Oscar Wilde, y por hueras y especiosas que sean, lo cierto es que sintetizan lo que algunos llaman su doctrina. Pero basta con examinarlas con un poco de atención para comprobar que no son sino verdades evidentes —o traspuestas—, cuando no simples interpretaciones, brillantemente presentadas, de rancios adagios de crítica. Así, por ejemplo “El artista es un creador de cosas bellas” fue dicho miles de veces antes de que Wilde lanzara sobre el mundo esa máxima como un maravilloso hallazgo. “Revelar al arte ocultando al artista, tal es el fin del arte” es una mediocre variante de ese proverbio que nos enseña que la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento y del añejo dicho de Horacio “Ars est celare artem”.
“Así la más alta como la más baja forma de crítica es un modo de autobiografía” es un pensamiento tomado de Rousseau, puesto que es él quien afirma que todo escrito es esencialmente autobiográfico, mientras que eso de que “Lo que el arte refleja realmente es el espectador y no la vida” procede directa y torpemente del célebre axioma de Shakespeare “La belleza no está en realidad sino en el fondo de los ojos de quien la contempla” (Beauty lies in the eyes of the Beholder).
En cuanto a eso de que no hay libro moral ni inmoral y de que el arte es completamente inútil, no pasa de ser una simple perversión declamatoria, como podrá comprender toda persona de sano juicio. Bueno es saber que ese decálogo —que no figuraba a modo de prólogo a la cabeza del Dorian Gray sino que hubo de ser penosa y laboriosamente compilado cuando el escritor, llegado al pináculo de la gloria, sintió la comezón de pontificar— nos indica claramente la índole de ese hombre que, dotado de un espíritu superficial, relativamente débil e incapaz de profundizar en cosas incluso no muy profundas, no tenía reparo en improvisar acerca de rancios temas, ante su imposibilidad de emitir un pensamiento original para disimular su impotencia creadora. Era uno de esos individuos que se ponen locos de contentos cuando descubren que dos y dos son cuatro, y aparentan descubrir con mayores muestras de regocijo todavía que dos y dos son cinco. En todo cuanto escribió —dejando aparte, naturalmente, sus poemas—, volvemos a encontrarnos con el procedimiento ficticio para deslumbrar imbéciles.
La circunstancia de que no perpetrara nunca nada verdaderamente grande y que se suele atribuir a su pureza se debe más bien a la vacuidad de su talento.
Cuando vio que nadie leía sus poemas abandonó los versos, con alegría, y declaró que un poeta de su genio no tenía nada que hacer escribiendo poesía. Al enterarse, en cambio, de que el público se interesaba por sus conferencias calcadas de Whistler y de William Morris, se puso a redactar conferencias con una energía digna de la más noble causa. Y cuando vio que los directores de teatro se mostraban dispuestos a adelantarle dinero a cuenta de un drama como El abanico de lady Windermere o de una comedia como La importancia de llamarse Ernesto, se lanzó a escribir obras de teatro hasta sudar la gota gorda. Pero era consciente —y con él todos los críticos imparciales de su época— de que estaba muy por debajo de sus pretensiones y que todo el mundo seguía considerándolo más o menos como un aficionado.
Como la mayor parte de los irlandeses, toda su vida estuvo atravesada por crisis de nostalgias que solía llamar “sus remordimientos”. Tenía la impresión de estar desperdiciando las dotes supremas que la naturaleza le había dado, sin comprender que mistificadores como él no poseen tales dotes. Su desesperación rayaba en lo ridículo. A veces el fiasco de su existencia lo hacía llorar, vertiendo lágrimas verdaderas, a las dos de la madrugada, mientras que una hora antes estaba engullendo hortelanos34 como quien engulle ostras y jurando —por un licor de mala muerte— que jamás hubo en este mundo un genio comparable al suyo.
En determinado momento lo superficial llegó ser para él una verdadera obsesión. Se servía a cada paso de la palabra superficial, y en el De Profundis no cesa de clamar “¡La superficialidad es el vicio supremo!”, sin que, por otra parte, esa exclamación intercalada a diestra y siniestra tuviera nada que ver con lo que antecedía ni con lo que seguía. Naturalmente que si estudiamos la psicología del personaje y de la situación, descubriremos que a un hombre como Wilde le resultaría imposible llevar a cabo nunca nada grande, lo cual explica que no lo haya realizado.
Sus pretensiones al título de Príncipe del Lenguaje son absurdas. Escribía versos pasables y una prosa suelta; pero ni en verso ni en prosa aventajaba a muchos hombres de su tiempo, cuyas obras yacen hoy justamente olvidadas. Míster Justice Darling nos dice que “Wilde sabía jugar con las palabras”. Yo daría algo por ver esas juglerías dignas