Название | Oscar Wilde y yo |
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Автор произведения | Oscar Wilde |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789506419943 |
Después de los señores Ross y Turner, Wilde me presentó al difunto Ernest Dowson37, que, por la razón que fuera, tenía siempre aspecto de hombre asustado; a míster Max Beerbohm, que se burlaba muy donosamente de cuanto decíamos, y a míster Frank Harris, que por aquel tiempo, lo mismo que hoy, llevaba unos suntuosos tapados de piel y hablaba con ese tono mimoso que tanto divertía a sus amigos. Todos ellos formaban una alegre peña, aunque, por desgracia, muy despreocupada.
Hablaban de poesía, de arte, de política, y ninguno de ellos parecía tener nada que hacer, aunque algunos, según creo, tuviesen sus obligaciones. En una palabra, resultaban muy divertidos.
Con el tiempo, mi amistad con Wilde fue haciéndose más sólida hasta que nos convertimos en íntimos. Yo lo llevé a ver a mi madre, cerca de Ascot, y le presenté a muchas personalidades que él consideraba eminentísimas. Allí conoció también a mi primo, Georges Wyndham, que, si mal no recuerdo, lo invitó a Clouds; y, cediendo a sus reiterados reclamos, le presenté a mi hermano, el vizconde de Drumlanring, que por aquel entonces era chambelán de la reina Victoria. Era imposible encontrar a dos hombres más opuestos que Drumlanring y Wilde. Uno era el dechado del militar, del sportsman, y acaso con algunas de las cualidades del perfecto cortesano, que descollaba por encima de todo, mientras que el otro, a pesar de su raya impecable y de su exagerada elegancia, resultaba una suerte de bohemio que se desvivía por agradar y hacerse el simpático. A mi hermano pareció resultarle divertido y, aunque no pasaran de tres las veces que luego se vieron, transcurrieron años antes de que Wilde dejara de hablar pomposamente de su amigo lord Drumlanring, chambelán de Su Majestad. Le presenté también a mi abuelo, míster Alfred Montgomery, al cual le inspiró desde el primer momento una tan violenta antipatía que se negó rotundamente a volver a verlo.
Además de las personas ya mencionadas, Wilde tenía siempre a mano una retahíla de magníficas amistades, cuyos nombres no se cansaba de sacar a relucir y a quienes atribuía toda suerte de fabulosas riquezas, incluso las del talento. Cuando, por ejemplo, llegaba al almuerzo con algunos minutos de retraso:
—El caso es —decía en disculpa de su impuntualidad— que vengo de pasar una matinée deliciosa con mi querido amigo míster Balsam Bassy, un chico con la figura de un dibujo de Miguel Ángel y el talento de un Benvenuto Cellini. Hubiera querido traérmelo a almorzar con nosotros —“tiene unas ganas locas de conocerte”—, pero precisamente lo estaban esperando en el castillo de su tío, en Devonshire, y tenía que tomar sin demora el tren de las dos y cincuenta.
A esto seguía una larga disertación sobre los talentos de míster Balsam Bassy, sus simpatías, su amenidad, las agudezas que se le ocurrían y los notables poemas que hubiera podido escribir con solo tomarse el trabajo de querer vivir su vida en vez de derrocharla haciéndose el dandi en el gran mundo.
Wilde tenía siempre una media docenita de Balsam Bassy a la vez, y aunque yo solo llegara a conocer a uno de ellos, creo que existían de verdad y que Wilde creía sinceramente lo que inventaba acerca de ellos. El único Balsam Bassy que llegó a presentarme —cierto día que ya no tuvo más remedio, por haber venido el sujeto en cuestión a buscarlo—, durante la cena resultó un gentleman sumamente amable e inofensivo, al cual su tío, un honrado estanciero, le pasaba una pensión de doscientas cincuenta libras al año, pero que no tenía más talento —y no digamos genio— que una caja de fósforos. Cuando le hice notar a Wilde que aquel míster Balsam Bassy no me parecía que justificara mucho el entusiasmo que a él le inspiraba, se puso hecho una furia y me respondió que el solo hecho de ser míster Balsam Bassy amigo suyo debería bastar para abrirle todas las puertas, fuesen las que fuesen. Yo le dije “Es verdad”, y di por terminada la conversación.
Podría trazar una lista interminable de las personas que Wilde conocía de vista; pero acabo de enumerar, sin dejar a uno solo en el tintero, a sus amigos personales, a sus íntimos, a cuantos gravitaban, por decirlo así, alrededor de su persona. Conviene añadir que Wilde conocía a Beardsley, a quien estaba dispuesto a proteger, y a míster Bernard Shaw, que colaboraba a la sazón en el Star. De este último tenía una alta opinión y le predecía un porvenir brillante en una dirección muy distinta de aquella en que ha triunfado.
Si Wilde no hubiera conocido a Shaw, quizás no hubiera escrito jamás El alma del hombre. El socialismo de Bernard Shaw era, por aquellos tiempos, más agresivo y tumultuoso que en nuestros días; a Wilde le agradaba a causa de su originalidad y porque Shaw era irlandés. Aunque moderadamente liberal en apariencia, Wilde fue siempre un rebelde de corazón. “¡Abajo todos aquellos que gozan de honores, y arriba cuantos yacen por tierra!”, era su divisa intelectual. De no haber conocido a Shaw se hubiera guardado sus ideas sobre la cuestión social. Shaw lo inició en una suerte de socialismo de apariencia revolucionaria, pero llamado más que nada a favorecer a los ricos antes que a los pobres. Como la mayoría de las obras de Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo defraudará a poco que se la examine con atención. No es ni carne ni pescado ni caza y el principal argumento —la imposibilidad de la dicha humana en tanto no se haya suprimido el altruismo— es precisamente todo lo contrario de la verdad.
Es posible que mi descripción de la peña de Wilde produzca un vivo desencanto a los lectores hechos a la versión Ross-Ransome-Sherard acerca de su género de vida. Resalta la completa ausencia de nombres distinguidos. Pero como lo que estoy escribiendo es verídico y no un cuento de hadas, no tengo más que atenerme a la verdad; en todo el tiempo que traté a Wilde jamás tuvo relación con la flor y nata de sus contemporáneos. Hablaba sin cesar de los más notables como si fueran sus amigos, y a cada paso estaba haciendo alusión a Edward Burne-Jones, a William Morris, a Ruskin, a Meredith, a Tennyson, a Swinburne, a Browning, etc., y dando a entender que tuvo con ellos épocas de verdadera intimidad. No está a mi alcance dilucidar hasta qué punto eso fue cierto; yo no puedo hablar sino del período de su vida durante el cual lo traté y anduve a su lado, es decir, a partir de 1892 hasta su muerte, y afirmo rotundamente que en todo ese tiempo jamás tuvo trato con ninguna de las personas mencionadas. Creo que en algún momento trató con Burne-Jones38; pero las dos veces que vi a este último en Clouds, la quinta de recreo de mi tío míster Percy Wyndham, no lo escuché pronunciar una vez el nombre de Oscar Wilde. Creo que vio a Ruskin en Oxford, pero como hubiera podido verlo cualquier estudiante que tuviera ese antojo. A Browning lo había visto una o dos veces, y lo mismo a Meredith. Dudo que hubiera dirigido la palabra a Tennyson o a Swinburne.
Sin embargo, cualquiera que lo hubiera oído hablar de ellos habría dado por segura esa amistad. Cuando acompañaba a Wilde, antes de su caída y encarcelación, aceptaba de buena fe cuanto me decía sobre su intimidad con esos colosos intelectuales; más tarde noté que jamás nos tropezábamos con ninguno de ellos, que tampoco iban a visitar a Wilde y que tampoco éste iba a verlos.
Un ejemplo de la ostentación que Wilde hacía de su supuesta intimidad con ciertos ilustres lo tenemos en la dedicatoria de una de sus comedias: “A la cara memoria de Robert, conde de Lytton”. Yo sé por míster Neville Lytton, hijo menor del difunto lord Lytton, que su padre apenas había visto una o dos veces a Wilde, y que la dedicatoria lo mismo hubiera podido parecerle muy bien que muy mal.
Otro tanto puede decirse de sus amistades francesas. Se ufanaba de conocer y de tratar a todas las glorias de Francia pero en realidad eso aconteció gracias a haber conocido a algunas en esos almuerzos que dio por la época en que escribía su drama Salomé39. Este particular ha sido claramente dilucidado en los artículos publicados en Francia por Henry de Regnier y el vizconde d’Humiéres.
Al salir de la cárcel todos le volvieron la espalda; pero incluso cuando se hallaba en el apogeo de su gloria, ya he dicho cómo iban las cosas.
Lo que dije a propósito de las eminencias literarias y artísticas tiene también