Seguir soñando historia. J. R. R Oviedo

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Название Seguir soñando historia
Автор произведения J. R. R Oviedo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788419198174



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presentarse a su mujer. La vida y el destino, en su grandeza, todos los días le daba la posibilidad.

      Llegaba la noche, se acababan las oportunidades. Por ese día únicamente.

      EL OJO DE CASANDRA

      El pequeño Alejandro le pidió a su madre, Olimpia, que una vez más le contara aquella historia de la anterior luna que tanto le fascinó. Olimpia sonrió pues le encantaba cuanto llegaba a calar en esa mente inquieta que tanto admiraba y, a la par, amaba. Con buen ánimo comenzó a relatar:

      Casandra era una de las sacerdotisas que rendían culto a Apolo, no una más desde luego. Casandra quería obtener el conocimiento del mundo terrenal y celestial. Así, Apolo le concedió convertirse en profetisa a cambio de profesarle amor. Casandra accedió una primera vez para llegar a su logro y conocer los secretos del arcano.

      Tras ello, fue imbuida del conocimiento, pero entonces ocurrió la tragedia: Casandra no quiso amar más a Apolo, en realidad nunca lo quiso hacer, y éste la condenó por su traición con ejemplaridad: seguiría teniendo el conocimiento, seguiría ejerciendo de profetisa, pero ya nadie la creería jamás.

      ¿Te puedes imaginar alguna sensación de impotencia similar? A mí me cuesta. No pudo evitar la mayor destrucción de su tiempo, la caída de Troya, ni siquiera su propia destrucción.

      Algunos seres humanos siguen buscando el conocimiento sin honor, la falsedad impera en sus actos y, aunque creas que están en la cima del poder, ellos saben en su interior lo desdichados que son por sus malas artes. Y sin embargo, cuidado, porque siguen tratando de darnos mensajes y ofrecernos su ayuda.

      Presta atención al ojo de Casandra que sigue entre nosotros, no les creas. Sólo estemos despiertos para seguir honrando a Apolo.

      UNA GATA Y UN MENDIGO

      En una aldea lejana y olvidada por el tiempo, vivía un mendigo que todos los días se sentaba en el centro de la población, a los pies de la fuente de la que se abastecían todos los vecinos. Por allí pasaban mujeres y hombres en una procesión constante, por allí se escuchan los chismes más inverosímiles de los que es capaz el ser humano. A veces el fanfarroneo de los hombres, otras la discreta picardía de las mujeres, pero nunca faltaban palabras que pondrían en jaque relaciones, acuerdos, tratados o un reino entero.

      Nadie parecía darse cuenta de la presencia del mendigo pues incluso, al llenar sus alforjas de agua, le mojaban y sin embargo éste parecía no inmutarse. Como podéis imaginar, en la variedad humana, había personas que le mojaban sin darse cuenta – tan embebidas estaban en su conversación – pero otras lo hacían en conciencia por mofa o maldad. Daba igual, el mendigo siempre tenía la mirada cabizbaja y el cabello tapado por un sombrero roído.

      Al atardecer, cuando ya nadie acudía a la fuente, aparecía una gata negra y de intensos ojos amarillos que se enroscaba a los pies del mendigo. La gata siempre traía algo de alimento en la boca que soltaba al llegar a sus pies y ambos compartían en silencio, con breves bocados.

      Había un detalle en que nadie reparaba, escribía con la última luz del día en lo que parecían unas hojas de pergamino gastadas.

      Y así, con la misma secuencia, se repetía un día tras otro hasta que ocurrió un hecho que rompió esa extraña armonía: la gata dejó de aparecer y el mendigo sin nada que echarse a la boca, por poco que fuera, fue debilitándose. Tampoco ya escribía, pero eso nadie lo echaba en falta.

      Las gentes de la aldea hablaban de ello y debatieron si debían ayudar a subsistir al mendigo – en contra de sus menguadas arcas – o dejarle morir teniendo presente que sería una agonía. Al pasar los días y no decidirse los aldeanos por una cosa u otra, y teniendo en cuenta la debilidad del mendigo, acabó por morir, no sin sufrimiento en forma de llagas y laceraciones por permanecer a la intemperie.

      Al cabo de unas jornadas, con gran sorpresa de la aldea, apareció la gata que maulló con desesperación al no encontrarse con el mendigo. Creyendo que era un signo de mal augurio decidieron dar muerte al animal para así desterrar el supuesto mal de ojo que se podría cernir sobre ellos. Pero la gata, como si advirtiera el peligro, se escabulló hacia el bosque cercano con una agilidad y una velocidad imposible de contrarrestar.

      Y cuando todos parecían haberse olvidado, ya que el paso del tiempo es capaz de curar los actos más detestables, llegó una delegación de la más alta autoridad. Nadie entendía que hacían allí, en esa aldea perdida, semejantes dignatarios, pero en seguida les ofrecieron posada, alimentos y cualquier ayuda que necesitaran para estar cómodos en ese humilde pueblo.

      Ellos rechazaron todo con palabras bruscas y altisonantes no propias de su porte distinguido, enseñaron unas hojas de pergamino repletas de notas que comenzaron a leer en voz alta. Allí se descubrieron desde intrigas familiares a conjuras contra el poder, pero sobre todo retrataron a muchas de las personas. Al terminar de leer, detrás de la delegación, aparecieron soldados armados. La exclamación de asombro fue generalizada, estupefactos se quedaron cuando oyeron que la mayor parte de la aldea iría encadenada y presa sino demostraban que los hechos leídos en esos pergaminos, y referidos a la gente de esa aldea, eran falsos.

      Nadie de los acusados pudo hacerlo y en el largo caminar, sujetos a grilletes y hambrientos, pararon en un pueblo y escucharon una historia extraña a la par que espeluznante que estaba recitando un orador ambulante:

      “Esta es una historia muy antigua, de tiempos ya olvidados. Si un mendigo ves aparecer en tu comunidad, no lo desprecies. Si un mendigo descansa en tus calles junto a un felino negro, no os encontráis ante un hombre sino ante una especie de ser inmortal que recorre los pueblos y aldeas en busca de la verdad. Lleva consigo pergamino, en el que apuntará la maldad de hombres y mujeres que va escuchando, hasta que cree haber sido suficiente. Entonces, sin saber bien cómo, la gata se ausentará con lo escrito para denunciar a quién se comporta de forma errada. Él muere a vuestros ojos, pero en realidad no lo hace y ese es su propio castigo, su destino es volver a encarnarse hasta que por fin encuentre un lugar en el que no tenga nada que escribir. Anhela la verdad y no parece encontrarla”

      ODA A DRUSO GERMÁNICO, EL ÚLTIMO HÉROE DE LA ANTIGÜEDAD

      Abro los ojos, parece que el malestar ha pasado. Ya no tengo esos terribles dolores en estómago, cabeza y músculos. Me hace feliz pensar en los senderos que aún quedan por descubrir, si el Hado se porta benévolo y respetuoso claro está. Me levanto, me doy cuenta que veo todo con una neblina extraña, lo achaco al reciente episodio de envenenamiento sufrido, sin duda será una de sus últimas consecuencias. Juro a los Dioses que perseguiré hasta la entrada al Averno a los responsables, sobre todo a ese maldito Cneo Calpurnio Pisón que ha intentado manchar mi honor... Sí, al maldito Pisón lo entregaré como tributo a Plutón.

      No me he dado cuenta, pero mientras reflexionaba he debido andar bastante pues no encuentro referencia alguna conocida. Miro al cielo y descubro una gran nube gris sobre mí y a lo lejos un sol radiante que, sin duda, están disfrutando otros. Ese será mi camino, hacia esa luminosidad ya que allí alguien podrá dar cobijo a Nerón Claudio Druso... Me detengo, ese era mi primer nombre y no entiendo porque me ha venido a la cabeza ahora que todo el mundo me llama Druso Germánico, incluso después de que Tiberio me adoptará como su hijo y pasará a llamarme Julio César Claudiano. Mientras recuerdo estos nombres, se agolpan a mi memoria cientos de hechos de mi vida.

      Enfrascado en los recuerdos, donde mi hermano Claudio toma protagonismo, entro en una domus que recuerdo. Estoy en la domus de Tiberio, le veo incluso, está dictando a un escriba que a su vez graba una tabula. Intento escuchar, pero me es difícil y casi al final acierto a escuchar: “A quien nunca debió morir, Julio César Germánico”.

      Me bloqueo completamente, Tiberio, mi padre, el que me adoptó como su hijo y me ofreció una carrera como cónsul, está dictando mi epitafio para ser inscrito en una tabula. Eso quiere decir... ¡Oh! ¡Por todos los Dioses!

      La muerte nunca es dulce, es una copa de vino amarga y más aún si uno se entera de esta manera tan cruel y extraña de su propio fallecimiento.