Estos tres textos reflejan el interés que suscitó Homero a lo largo de toda la Antigüedad, y atestiguan diversas líneas del comentario filológico. Compuesto hacia el siglo II d.C., una época de erudición y mímesis, Sobre la vida y poesía de Homero es testimonio de ilimitada admiración por la poesía homérica y su autor. Pertenece a la tradición de exégesis alegórica de los poemas de Homero (puede compararse con las Alegorías de Homero, de Heráclito, también aparecidas en esta colección), y no se resiste a participar en la infecunda búsqueda de una biografía. Nada sabemos de su autor –se han citado y refutado los nombres de Plutarco, Porfirio y Dionisio de Halicarnaso–, que será cualquiera del sinfín de filólogos antiguos adeptos de Homero. La obra se divide en dos partes (probablemente debidas a dos autores distintos), dedicadas a vida y obra, con predominio de la segunda, un comentario de la forma y el contenido de la Ilíada y la Odisea. Porfirio (Tiro, 232 – Roma, principios de siglo IV), discípulo de Plotino, compuso con El antro de las ninfas de la Odisea un curioso comentario alegórico a un célebre pasaje homérico, en una muestra característica de un tipo de exégesis que los neoplatónicos practicaron con gran habilidad, y cuyo tono armoniza con el texto anterior. Finalmente, Sobre los dioses y el mundo, opúsculo teológico de la segunda mitad del siglo IV y de autor desconocido, es una breve, clara y amena introducción a una teología pagana ya agonizante.
En los cinco volúmenes, en total, cincuenta y tres discursos, vertidos por primera vez al español por cinco especialistas que han intentado reflejar fielmente en sus traducciones la habilidad retórica y la ideología cultural de Elio Aristides. En este volumen se incluyen los Discursos XVII al XXXV, entre los que se encuentran los discursos de Esmirna y su discurso A Roma.
Crítico literario de primer orden, Dionisio centra sus comentarios tanto en el aspecto retórico formal como en el plano del contenido. Dionisio de Halicarnaso nació hacia 60 o 55 a.C. en esta ciudad de la costa de Asia Menor, pero su interés por la oratoria le llevó a trasladarse, en 30 a.C., a Roma, donde se dedicó a su enseñanza de retórica y compaginó la labor pedagógica y la composición de su obra capital –Historia antigua de Roma– con la redacción en griego de una variada colección de comentarios de crítica literaria. En este volumen se incluyen «Sobre los oradores antiguos» (una especie de preámbulo a una proyectada obra sobre los oradores áticos Lisias, Isócrates, Iseo y Demóstenes), comentarios acerca de distintos autores y «Sobre la imitación», tratado que ha llegado hasta nosotros de manera fragmentaria. Las demás obras sobre retórica y literatura de Dionisio también están publicadas en esta colección. Dionisio considera que la filosofía y la historiografía son meras disciplinas de la retórica, idea que influye en su valoración de los autores que comenta, pues realza a los oradores (sobre todo a Demóstenes), en detrimento de Platón y, en menor medida, de Tucídides. Crítico literario de primer orden, Dionisio centra sus comentarios tanto en el aspecto formal como en el plano del contenido. Es, además, vía inestimable de transmisión de fragmentos de obras que, de otro modo, se habrían perdido.
Procopio es considerado por muchos el último historiador de la Antigüedad Tardía. Su obra es una fuente de primer orden para conocer buena parte de la historia de este periodo. El hecho de que fuera testigo presencial de los hechos que describe confiere una vívida intensidad a su narración. La Historia de las guerrasabarca ocho libros, que pueden fácilmente dividirse en la crónica de varias campañas, en este volumen, las Guerras vándalas. Hay que consignar que Procopio es un gran narrador de las campañas militares, de estilo austero e inspirado en la mímesis de los historiadores griegos clásicos, especialmente de Tucídides. Y por ello el mejor testigo de una época muy importante de Bizancio.
La Guerra de los judíos, a pesar de algunos planteamientos tendenciosos, está repleta de información útil sobre el pueblo hebreo y el Imperio Romano, y no ha cesado de interesar a los estudiosos de la antigüedad. Josefo (c. 37-38-Roma, 101), historiador judío fariseo, nació unos treinta y cinco años antes de que los romanos destruyeran Jerusalén: en el año 66 estalló la Gran Revuelta Judía, y Josefo fue nombrado comandante en jefe de Galilea. Fue hecho prisionero, pero Vespasiano (a quien el primero pronosticó, con acierto, que él y su hijo Tito llegarían a emperadores) lo liberó, a raíz de lo cual devino Flavio Josefo. Al lado del Estado Mayor romano, pudo observar el resto de una guerra cuya enorme importancia entendió de inmediato. A su término (70), viajó a Roma, donde permanecería desde el 71 hasta su muerte. Fue manumitido y percibió la ciudadanía romana y una pensión anual que le permitió consagrarse a componer la historia de la guerra judía y otras obras relacionadas. La guerra de los judíos fue escrita en arameo (lengua materna del autor) y reeditada en griego en Roma: la primera versión se dirigía sobre todo a los judíos de Oriente; la segunda –escrita con colaboradores–, a los otros judíos de lengua griega, en especial a los de Alejandría. Dividida en siete libros, abarca desde el año 167 a.C. hasta el 74 d.C. En su libro I relata el intento de helenizar Palestina del rey sirio-griego Antíoco IV Epifanes y la subsiguiente revuelta de los Macabeos, así como la historia de los reyes de esta dinastía hasta la designación de Herodes el Grande como rey de Israel. El libro II se inicia en el 4 a.C., con la muerte de Herodes, y concluye en el 66 d.C.: reinado de Arquelao, conversión de Judea en provincia romana, sucesivos prefectores-procuradores. El libro III, que completa este volumen, incluye la primavera y el otoño del 67, cuando Nerón envía al general Vespasiano a apaciguar la provincia. Sin duda, Flavio Josefo tenía en esta obra un propósito apologético: ensalzar el poderío de los romanos y de la nueva dinastía de los Flavios, la que fundaron sus protectores Vespasiano y Tito, y en efecto el imperio se muestra como un engranaje casi perfecto y ambos emperadores como dechados de virtudes. Al mismo tiempo desea poner de manifiesto la heroicidad del pueblo judío. Pero a pesar de esta doble inclinación, y al margen del pensamiento teleológico del autor, que cree que la divinidad rige la historia, la Historia está repleta de información útil y no ha cesado de interesar a los estudiosos de la antigüedad.
Varios tratados sobre el carácter de los pueblos que más conocía y admiraba Plutarco (como el romano y el espartano) se combinan aquí con un sincero elogio de la dignidad de la mujer. Este volumen reúne una serie de escritos plutarqueos emparentados por una intención ejemplarizante vehiculada mediante casos extraídos de la historia. Por «Máximas de reyes y generales» desfilan hechos y sentencias emblemáticos y aleccionadores de grandes estadistas griegos, persas, escitas, siracusanos, macedonios y sirios; Alejandro Magno se lleva la palma con treinta y cuatro menciones, pero también asoman a estas páginas Pisístrato, Licurgo, Alcibíades y Pericles, entre otros muchos. «Máximas de romanos» es un apéndice al anterior tratado que ofrece una panorámica histórica desde el siglo III a. C., y constituye una excelente invitación para leer las Vidas paralelas, pues el lector entra en contacto con Fabio Máximo, Escipión el Mayor, Catón el Viejo, Escipión el Joven, Cicerón y Gayo César, que protagonizan algunas de las biografías de esta serie. «Máximas de espartanos» aplica el mismo tratamiento a personalidades lacedemonias, y expresa la admiración que el autor siente por el pueblo de Esparta, su constitución política y su tipo de vida, así como por su proverbial carácter austero. «Antiguas costumbres de los espartanos» recopila anécdotas de la vida cotidiana lacónica en las que Plutarco expresa de nuevo su querencia por Esparta, pero no a través de sus personajes encumbrados, sino de referencias precisas a su alimentación, educación y demás elementos constitutivos, sacadas de los tres grandes historiadores griegos: Heródoto, Tucídides y Jenofonte. «Virtudes de mujeres», dirigida a Clea, amiga de Plutarco y sacerdotisa del templo de Delfos, es un texto singular por su carácter antimisogínico, puesto que incluye casos históricos donde relucen las virtudes de mujeres reales definidas por su nobleza y no por su procedencia: troyanas, focenses, quiotas y demás se distinguen por el coraje, la audacia, la bondad, la honradez y la inteligencia. Como ya demostrara en «Deberes del matrimonio» (volumen II de los Moralia), Plutarco siente un hondo respeto por la mujer y cree posible la felicidad duradera en el matrimonio, que él experimentó en su propia vida.
Si en Vidas paralelas Plutarco ha examinado en detalle las biografías de destacados personajes griegos y romanos, en los tratados reunidos aquí puede hacer reflexiones generales sobre ambas sociedades y culturas. La gran erudición sobre temas históricos que permitió a Plutarco escribir tantas obras sobre la materia (en especial la serie de biografías sobre grandes personajes griegos y romanos de las Vidas paralelas), le permite reflexionar aquí sobre el pasado y el carácter de los pueblos y culturas por los que sentía más apego y admiración: en «Las cuestiones romanas y las cuestiones griegas», «Sobre la fortuna de los romanos», «Sobre la fortuna de Alejandro», «Sobre la fama de los atenienses», «¿Fueron los atenienses más ilustres en guerra o en sabiduría?» traza reflexiones generales acerca de griegos y romanos, generalizaciones a partir de un conocimiento muy sólido y minucioso que ya se ha puesto de manifiesto en el detallismo de las Vidas. Plutarco ve en los periodos clásicos de atenienses y romanos un modelo imitable, pero para que así lo sean es preciso estudiarlos a fondo; en este sentido, el de Queronea presta un servicio a su tiempo, puesto que, como siempre, plantea sus trabajos de investigación histórica no como simples tareas de erudición, sino como trabajos prácticos con una función pública: contribuir a la formación de los jóvenes que van a asumir responsabilidades públicas.
Demóstenes inició su actividad oratoria como logógrafo o abogado en casos particulares que componía discursos para las partes; paulatinamente se advierte un desplazamiento hacia los asuntos públicos que culminará en su serie de grandes discursos contra Filipo de Macedonia. Demóstenes (Atenas, 384 a.C.-Calauria, 322 a.C.) es uno de los grandes oradores de todos los tiempos (Cicerón escribió que era «el orador perfecto») y estuvo intensamente implicado en la política ateniense y griega. Vivió en el siglo IV a.C., tiempo de gran agitación política, de declive de la ciudad-estado ática y de creciente hegemonía macedonia, a la que se opuso con toda su energía y capacidad intelectual. La importancia de la oratoria en su tiempo era enorme, puesto que en la justicia ateniense lo decisivo era la habilidad de acusador y demandado en la presentación del caso (en Grecia era la parte, no su abogado o logógrafo, quien hablaba ante el jurado, si bien de costumbre su parlamento consistía en un discurso que le había escrito el segundo). Demóstenes brilló como nadie en este campo. Tras sus estudios de retórica, en los que se familiarizó con los oradores anteriores y sus recursos lingüísticos y argumentativos, así como con los del historiador Tucídides, Demóstenes trabajó un tiempo como logógrafo, componiendo los llamados discursos privados, o forenses, de los que la tradición ha conservado muchos: más de cuarenta, si bien una docena parece de otros autores. En este ámbito, sus discursos más famosos son los que afectan a asuntos personales del autor y los que discuten la herencia y la suerte de la familia del banquero Pasión. En cuanto cumplió la mayoría de edad presentó una demanda contra sus tutores, que habían dilapidado el patrimonio familiar de su difunto padre, miembro de la clase mercantil enriquecido con el comercio de las armas, y que le había legado al morir (teniendo siete años) sus bienes en fideicomiso. Contra ellos pronunció cinco discursos: tres contra Afobos y dos contra Ontenor, y logró recuperar una parte de su herencia. Demóstenes se dedicó después a redactar discursos para su utilización en pleitos privados de terceras personas, y tuvo mucho éxito en su profesión. Los últimos discursos privados de Demóstenes anuncian ya su creciente interés por los asuntos públicos: Contra Androcio y Contra Leptino atacan a individuos que pretendían eliminar unas exenciones de impuestos. En Contra Timócrates y Contra Aristócrates denuncian situaciones de corrupción.
Todos los fragmentos pervividos de los primeros poetas líricos de Occidente, traducidos por un gran conocedor de la materia, comprometido en la tarea de reconstruir un magnífico edificio a partir de escasos escombros. Salvo algunos libros de Píndaro y de Teognis, todos los demás poetas líricos arcaicos nos han llegado de un modo terriblemente fragmentario. Apenas unos pocos poemas enteros y una gran cantidad dispersa de breves fragmentos es lo que nos queda de la poesía mélica en diversos metros y ritmos. Sólo unos cuantos versos truncos y sueltos de lo que fue una magnífica tradición lírica, unas cuantas chispas y pavesas de lo que fue una espléndida hoguera. Pero aun así, esos pocos fragmentos resultan un testimonio esencial por su brillantez y sensibilidad literaria. Excepto Píndaro, Baquílides y los yambógrafos y elegíacos, todos los fragmentos de la antigua poesía griega anterior a la época helenística están reunidos aquí, traducidos e introducidos con máxima fidelidad. Tanto los fragmentos y poemas de tradición antigua como los aparecidos en papiros hace pocos años y restituidos a esta tradición lírica, que intentamos perfilar a partir de ellos. De un lado está la vieja tradición popular, de otro la espléndida lírica coral (aquí representada por Estesícoro, Alcmán, Íbico y Simónides), y de otro la lírica personal o monódica (los lesbios: Safo y Alceo; Anacreonte), y unos cuantos poetas menores, apenas unas siluetas y unos versos. Con todo, qué enorme el aroma poético de Safo o de Alceo, de Estesícoro o de Simónides de Quíos; cuántos ecos han suscitado algunas estrofas sáficas y anacreónticas; qué enigmáticas las tempranas canciones corales de Alcmán, y qué innovadoras versiones míticas las del arcaico Estesícoro. La versión de F. R. Adrados demuestra un excelente conocimiento de toda esta poesía, de sus condicionantes históricos, de los últimos hallazgos y estudios, al servicio de una traducción precisa y exhaustiva de todo el repertorio de los primeros poetas líricos de Occidente.
Esta colección de fragmentos de poesía latina, que recupera obras parciales de entre los primeros testimonios y el siglo VI d.C., es una herramienta fundamental para la Filología Latina y una obra de referencia para cualquier interesado en la poesía y la literatura clásicas. El número de obras latinas que ha llegado hasta nuestros días es relativamente pequeño, pues la mayor parte de los textos se ha ido perdiendo a lo largo de los siglos, y de muchos autores hoy apenas conocemos el nombre. En tales circunstancias, los fragmentos se convierten en un elemento imprescindible que proporciona una visión más completa de la lírica latina. Por eso ofrecemos en dos volúmenes, traducida por primera vez al español, la colección Fragmentos de Poesía Latina editada por J. Blänsdorf en la Bibliotheca Teubneriana. Dicha colección abarca desde los primeros testimonios poéticos latinos hasta el siglo VI d.C., con una impresionante variedad de autores, obras y temas: cánticos rituales («Carmen Saliaris» y «Carmen Arvalis»), adaptaciones al latín de la épica griega (Livio Andrónico), epitafios famosos (como los atribuidos a Plauto y a Virgilio), versos populares contra emperadores, fragmentos poéticos de grandes prosistas (Cicerón, Séneca, Símaco), obras históricas en verso (Cornelio Severo)… Nos encontramos, por tanto, ante un corpus que constituye una herramienta fundamental para la Filología Latina y una obra de referencia para cualquier interesado en la poesía y la literatura clásicas.