Un monje medieval. Ramiro Castillo Mancilla

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Название Un monje medieval
Автор произведения Ramiro Castillo Mancilla
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078773213



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aspiración ondula. Con esa paz espiritual se retiró a su celda.

      Una magnifica luna llena se adueñó del cielo como si fuese la reina de la noche, rodeada por un manto estrellado que iluminaba el arcaico monasterio, arriba de la colina.

      Fray Bernardo ya sabía que dominar la mente en forma sostenida era imposible. Debido a ello, la paz espiritual o como le llamaban ellos, la beatitud, que significa lo mismo, era sumamente difícil de conseguir. Tenía el conocimiento de que el mayor enemigo de la mente era el “querer”; de ahí que ese equilibrio mental siempre fuera vacilante y de corta duración. Por ello tenía que mantener una lucha tenaz contra el apego y el pesar. Porque en cualquier descuido, la verdadera paz del corazón se alteraba motivando la indisciplina de una mente.

      Esa noche, después de mantener bajo control los recuerdos de su madre, como hecho adrede, la mente se complacía en molestarlo, pues ahora lo laceraba el recuerdo de su hermana Margarita; recordaba que en el campo de hortalizas ella era la encargada de cerrar la bodega de los cestos para recoger las legumbres, y por ello salía un poco más tarde que él. Ese fue el motivo por el que aquella tarde trágica, Margarita llegó a casa después de que su madre tomó la determinación de suicidarse. Encontró a Bernardo desmayado a los pies de ella. Cómo olvidar ese momento, claramente recordaba que ella lo abanicó para volverlo en sí.

      Esos recuerdos atraparon su mente para no dejarlo dormir; pasó la noche como si fuese un gusano, dando vueltas en su duro camastro de penitente que por cierto, era de cantera. Y siguió así por el resto de la noche hasta la madrugada. Se dio cuenta cuando escuchó el canto de los gallos del monasterio. A esa hora, de plano se levantó y se hincó a rezar en un rústico reclinatorio de penitente, dentro de su celda. Afuera, el canto de los gallos continuaba.

      Por las mañanas, los monjes llevaban a cabo los ejercicios espirituales en la iglesia del lugar, antes de pasar al refectorio a tomar un frugal desayuno. Al salir, Bernardo fue abordado por el monje encargado de los huertos de cultivo. Le indicó que acarreara a la cocina unos pesados canastos de mimbre, llenos de hortalizas: parte de la cosecha que los mismos monjes cultivaban en los huertos del monasterio. Dicha labor se alargó todo el día y Bernardo se sintió beneficiado, pues con ese trabajo extenuante los malos pensamientos se alejaron de su mente.

      Ya era tarde cuando termino su encomienda. Pero en vez de retirarse a su celda, sintió la necesidad de meditar en un lugar tranquilo y solitario; y, como lo hacía a menudo, buscó los altos plátanos de sombra, en el jardín, que en esos momentos tenía como fondo una preciosa puesta de sol. Era un remanso de paz. Y él necesitaba que su alma rebelde se aquietara con ese paisaje encantador. Pero sus castos ojos serenos, solo observaron la sombra del monasterio como si fuera un muerto que descansaba los pies arriba de la colina y el cuerpo inerte tendido a lo largo de la pradera. Después recordó lo escuchado en una ocasión en el claustro: que la naturaleza era el espejo del alma, y lloró en silencio.

      Al poniente, el astro rey se despidió dejando un atardecer sombrío durante la hora de las plegarias.

      Por la noche, recostado en su pobre camastro, fray Bernardo observó con nostalgia que un rayo de luna entraba por la claraboya situada en la parte alta de su celda, que hacía las veces de una pequeña ventana en la estancia, y pensaba que ese rayo de luna que anegaba su celda era como el estado del alma crepuscular, sumergida en esa luz misteriosa, que avanzaba a tientas sin hacer ruido. Como esos deseos insatisfechos del alma, como esas angustias que anidaban en su corazón.

      Ese rayo de luna lo hacía sentir una huella de vacío, pero a la vez de esperanza, porque era como una sonda de luz que, arrojada a los pozos de su vida interior, le hacía ver esas profundidades ignoradas y esa inmensa tristeza que sentía por la pérdida de su madre. Pero había algo más que eso, y es que ese rayo de luna le enseñaba que no estaba en el orden, que no tenía una paz verdadera y que su alma era un abismo inquieto sin un ordenamiento real, ni con la vida ni con la muerte.

      Afuera, el viejo monasterio dormía bajo la luz de una luna llena que lo hacía más monumental, más enigmático.

      La vida de Bernardo de Mendoza, en Buenaventura, tuvo un cambio repentino después de la muerte de su madre: su carácter alegre y jovial se tornó sombrío. Aquella sonrisa a flor de piel se esfumó de pronto, dando paso a una máscara adusta. Empezó a perder interés en la vida, continuamente suspiraba con tristeza.

      Después de esa tragedia, su hermana Margarita se sintió desamparada y consagró su vida al recogimiento y a la oración. Un día vio a unas monjas en la iglesia de su aldea y le comentó al sacerdote su interés por ingresar al convento. El cura le explicó que debería pasar un tiempo prudente, para que se esclarecieran sus aspiraciones. Para ingresar a esa vida requería estar realmente segura y tener una verdadera vocación. A partir de ahí, ella se dedicó en cuerpo y alma a prepararse espiritualmente. Y al poco tiempo sintió en su corazón esa profunda y misteriosa inclinación, que es el inicio de ese áspero camino de la vida penitente. Ello le dio ánimos al cura de Buenaventura para llevarla personalmente al convento y conferenciar con la madre superiora, para su posterior ingreso como novicia al convento de San Rafael. que pertenecía a la provincia de Toledo.

      Los dos hermanos acudían regularmente al panteón de Buenaventura, a visitar la tumba de su madre. Y esa tarde, después del mediodía, no podía ser de otra manera. El mes de agosto, con su clásica neblina húmeda y fría, pintó de gris sepulturas, lápidas y crucifijos de todo el camposanto. Tal vez porque Margarita asistía más triste que de costumbre, porque en esa ocasión se despediría de la tumba de su progenitora; esa misma tarde partiría al convento donde ya había sido aceptada.

      Los hermanos rezaron hincados frente al humilde sepulcro. De pronto, el rezo fue interrumpido por un pensamiento que les llegó espontáneamente, y que los marcaría de por vida convirtiendo esa tarde en una fecha inolvidable, ya que hicieron un juramento ante Dios. El juramento sagrado fue sellado poniendo las manos sobre una vieja cruz de madera, que estaba colocada en la cabecera de la tumba de la autora de sus días.

      La ventisca de la tarde les llevaba ese olor a pimientos, procedente de los cultivos de la región. Cuando los jóvenes terminaron de hacer su juramento se dieron un fuerte abrazo, sin poder contener las lágrimas, tal vez con el presentimiento de un largo adiós; después de ese trago amargo, los dos caminaron a paso lento, cabizbajos y desconsolados, rumbo a la salida del panteón. El húmedo airecillo de la tarde secaba las lágrimas, que no dejaban de asomarse.

      El tiempo era frío, y el cielo de Buenaventura estaba cubierto de nubarrones de agua; los cantos de las grullas copetonas se escuchaban arriba de los cipreses. En el tétrico corredor de ese camposanto, de pronto el cielo lloró con una lluvia ligera que todo lo hacía más triste y silencioso. Los hermanos parecían no sentir el “chipi, chipi” que, como diminutas plumillas, humedecía la hierba del camino a su casa, donde el carruaje del convento de San Rafael, jalado por cuatro briosos caballos al mando de un viejo cochero, ya la esperaba, con la encomienda de llevarla a ese templo de penitencia.

      Antes de partir, los dos hermanos se dieron un fuerte abrazo; Bernardo supo que el día de su reencuentro no amanecería jamás. Un nudo en la garganta le impidió hablar porque su corazón se encogió al ser bañado con el llanto de ambos.

      Ella fue ayudada por el cochero para subir al carruaje, igual que una petaquilla con sus objetos personales. Bernardo no quiso verla partir y apartó la mirada angustiado; en ese momento su corazón sangraba. El carruaje se alejó; ya no vio cuando Margarita le decía adiós con la mano desde la mirilla de la carroza. Al poco rato lo venció la curiosidad y volteó, aún con los ojos rojos, y divisó el camino que siguió el cochero, pero solo vio, allá a lo lejos, el valle del Tiétar que se pintó de ceniza.

      Pasaron los días. Una crisis espiritual se apoderó de él con la partida de Margarita, a tal grado, que las imágenes del suicidio lo visitaban como fantasmas en las noches de depresión, pensando que tal vez era la única alternativa a sus males, a pesar de que algo más fuerte que él le llegaba de allá, del fondo de su ser y le decía que el alma no se podía matar así; es más, no había forma de matarla, ni despedazando su cuerpo, porque su esencia era su alma y esta era inmortal.

      Solo