Название | Un monje medieval |
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Автор произведения | Ramiro Castillo Mancilla |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078773213 |
El jardín estaba rodeado y cuidado por frondosos cipreses, con su llamativo color verde oscuro, los que le daban al lugar una armoniosa sobriedad, haciendo de él un vergel propicio para la meditación y el recogimiento.
Cuando salió el numeroso grupo de monjes del rosario vespertino, dos de ellos se separaron para dirigirse a caminar bajo los altos arcos del claustro. Tenían como fondo el hermoso jardín. Ninguno llegaba a los cuarenta años; uno se llamaba Bernardo de Mendoza, originario de una aldea llamada Buenaventura, dependiente de la antigua provincia de Toledo; el otro era Julio de Cevallos, procedente de un pueblito llamado Navas de Madroño, ubicado en la región de Extremadura. Desde que se conocieron en la comunidad monacal nació en ellos una verdadera hermandad, tal vez por la semejanza de sus personalidades. Además, ambos tenían aspiraciones elevadas y se distinguían entre sus compañeros por su mansedumbre y recogimiento.
Caminaban lentamente uno a lado del otro, se veían preocupados y melancólicos, con la vista gacha, observando pensativos los grandes mosaicos del piso, las manos en la espalda; sus sombras se alargaban a la caída de la tarde y parecían más negras debido al color de los hábitos, que incluían una capucha negra que rara vez se quitaban y los hacía ver como seres enigmáticos, cuyas proyecciones se estiraban para subir y bajar en las altas columnas del claustro.
Cuando ingresaron al amplio corredor que dividía el jardín, por fin Bernardo rompió el silencio después de un hondo suspiro.
—Las pesadillas sobre mi madre continúan —dijo con cierta timidez— no he logrado salir airoso de esa esclavitud —continuó mientras volteaba a ver unas atractivas flores rojas de granada, que le parecieron demasiado tristes—. Esa tragedia atormenta y lacera mi alma pecadora. Pues no tengo reposo ni de noche ni de día —el tono de su voz denotaba aflicción y después que carraspear extendió las manos con desánimo. En mí todo es pesadumbre y desconsuelo.
—Tú angustia y desconsuelo laceran mi pecho, pero los hago míos, amado hermano. Continúa por favor.
—Cuando me asaltan esos pensamientos, el dolor se vuelve insoportable. A veces quisiera dejar de ser yo y ser dispensado de vivir —su voz quebrada salía de lo más hondo de su corazón que en esos momentos sangraba... su garganta se cerró y ya no pudo articular palabra.
—¡Oh, hermano mío!, me siento impotente ante la incapacidad de paliar tu sufrimiento —dijo el monje Julio de Cevallos con los ojos inundados de lágrimas—. Me doy cuenta cabal de que me hace falta redoblar mi penitencia para que mi espíritu se ilumine con la luz del entendimiento y brindarme a ti con sabiduría.
Los monjes fueron interrumpidos por una parvada de ruidosos camachuelos, que llegaron a ocupar sus nidos en los árboles centenarios que rodeaban el jardín, como para que los monjes se dieran una tregua y salieran de su estado emocional observando por un momento las aves canoras. El sol se despedía por el poniente en ese rojo atardecer, alargando cada vez más la sombra de los altos edificios de cantera rosa del monasterio, para darle un tinte de misterio y sobriedad.
—Mis oraciones no llegan a donde deben de llegar, de antemano siento que, para sanarme, necesito más meditación, más ayunos, más sacrificio —continuo el monje Bernardo después de una breve pausa— es demasiado peso para mi frágil espalda.
—No seas tan desconsiderado con tu benévolo corazón y solo recuerda que siempre dispondrás de mi confianza para ser escuchado con respeto. Si lo prefieres puedo hacerte una confesión formal —dijo esperando una respuesta, pero Bernardo solo sollozaba. El vientecillo fresco de la tarde secó sus lágrimas haciendo su visión más clara y transparente.
—¡Ya no puedo más, hermano amado! Es verdad, ¡ya no puedo más! Las pesadillas me visitan constantemente llenándome de sobresaltos y pierdo la cordura porque obstruyen mi libertad; y ello me frena y me atormenta haciendo que descuide mi preparación espiritual. Creo que requiero ayuda.
—Aprovecha este momento de espontaneidad para ir sacando poco a poco todo eso que agobia tu corazón —dijo Julio de Cevallos acortando los pasos, para hablarle con palabras suaves, que salían del fondo de su ser, que era esa luz interior con la cual le daba permiso a su compañero de hacer lo mismo, en un puente en el que solo fluía la esencia de ambos: una técnica muy antigua de sanación, conocida por los monjes, que se trasmitía de generaciones en generaciones.
Julio de Cevallos comprobó su efectividad cuando el monje Bernardo le abrió el corazón con las palabras siguientes:
—Cuando me llegan esos recuerdos desgarradores de mi madre ahorcada me siento fuera del orden de la vida; llenan de sombras mi porvenir. No creo en la felicidad terrena ni celestial y me pierdo en las tinieblas.
—Sigue hablando, hermano, descarga tu conciencia.
—Con esos malos pensamientos, todo el capital adquirido por el alma dentro del monasterio desaparece de golpe. Eso hace que me confunda y que mi espíritu navegue sin amarras en el mar de la inquietud, llevando mi tristeza como un lastre que amenaza con hundirla. Evita que me concentre en las tareas de mi diario vivir —dijo con pena e inclinó la cabeza, tenía lágrimas en los ojos. Fray Julio también lloraba porque sus almas bellas eran semejantes.
Al principio a Bernardo le fue difícil manifestar sus pensamientos encontrados, como si se negasen a salir, pero pasados unos momentos, sus más hondos sentimientos comenzaron a fluir sin el menor esfuerzo en forma natural, mientras caminaba alrededor del jardín al lado de su fiel compañero, que siempre en silencio lo dejó hablar y solo apoyaba una mano en su hombro. Al final solo se escuchó el llanto del niño que llevaba dentro, que requería ser abrazado, por lo que los dos monjes se fundieron en un abrazo, formando una sola alma que los hermanaba con esa sublimidad que no se puede explicar porque el lenguaje del corazón no se traduce con palabras.
Después alcanzar la anhelada liberación, la suprema sanación con la catarsis, los dos religiosos siguieron caminando en silencio. Pero de pronto el monje Julio observó un hormiguero que atravesaba el hermoso jardín y que llamó poderosamente su atención. Sin poder contenerse invitó a Bernardo a observar cómo trabajaban las hormigas sin descanso.
—Fíjate, hermano, que siempre que observo un hormiguero lo veo desde el punto de vista de lo infinito y de lo eterno y por ello pienso que el universo así nos ve a nosotros y digo: ¿qué problemas puedo tener si vivo rodeado de lo que no tiene fin?, y otras veces me pregunto: ante el infinito y lo eterno ¿mis problemas serán problemas? Entonces me convenzo de que todos mis malestares se tornan insignificantes comparados con el infinito y que todo lo que pase en este mundo, no tiene ninguna relevancia con respecto a la inmensidad del universo. El mundo sigue girando indiferente y la vida sigue sin problemas —terminó diciendo Julio de Ceballos al momento en que el hormiguero se comenzó a pintar de gris y las hormiguitas, afanosas, se metían en un amplio y arenoso agujero.
El airecillo fresco de la tarde comenzaba a refrescar. Después de dar otra vuelta alrededor del jardín, Bernardo reflexionó en las palabras dichas por su hermano. Poco a poco su alma se fue calmando.
Anochecía, cuando la meditación silenciosa le hizo sentir una sensación de bienestar porque en ese momento, su alma agitada se abrió