Ciudad del Carmen. Ramiro Castillo Mancilla

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Название Ciudad del Carmen
Автор произведения Ramiro Castillo Mancilla
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078773190



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sobre las olas sí le hizo falta un poco más de sol —el anciano tomó una pequeña escoba que estaba a un lado de la entrada para hacerse de un palillo que puso en su boca, dio las gracias y salió agachado de la choza, por la pequeñez de la puerta.

      Afuera, un sol hermoso hacía ver el mar más azul y la verde vegetación radiante, como si fuese un pequeño paraíso terrenal. El anciano se encaminó a otra pequeña choza, donde guardaba algunas agujas de palo y diferentes rollos de cáñamo, que usaba para tejer los agujeros de las desgastadas redes de pescar, que sus amigos ocasionalmente le llevaban a arreglar.

      ★★★

      Al medio día Mercedes fue a recoger a Anita a la escuela primaria a la que la mayoría de los hijos de los pescadores del barrio de la Manigua asistían a clases. La edificación era austera: una larga fila de salones, construidos por los mismos isleños, de block sin revocar y con pisos de cemento de acabado rústico y los techos de lámina. Pero estaba situada frente al mar y el canto de las olas se confundía con las risas de los niños que jugaban a la hora del recreo. A las puertas de la escuela, Mercedes esperaba a su hija bajo el agobiante sol, pero se cubría la cabeza con una sombrilla color rosa chillante, el regalo más reciente que le había hecho su esposo Otoniel al regresar de aquel viaje marítimo a Campeche, cuando acompañó a don Lauro Bolón —un viejo camaronero amigo de su suegro— a entregar un pedido de camarón. Ante tales recuerdos, la mujer suspiró con nostalgia. Tan abstraída estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando su hija Anita le tiró del vestido.

      —¡Ya estoy aquí! —veía a su madre con cara de alegría creyendo que la había tomado por sorpresa.

      —Ah, bueno, mija —Mercedes se abrió paso entre las demás mujeres que iban por sus niños y los clásicos vendedores: el de las manzanas rojas con dulce, el aguador con sus garrafones de agua de coco; a pocos pasos, un paletero que ofrecía su producto —quién falta de paletas— la boca desdentada, y a un lado de la puerta de entrada, la señora que vendía hicacos, nanches y mangos verdes con sal y limón.

      —¿Cómo te fue? Vámonos aprisa porque ya es tarde —le comentó a su hija y tomándola de la mano la cubrió con su sombrilla. Caminaron por toda la orilla de la playa con el sol en el cenit. La arena estaba muy caliente y los cangrejitos playeros corrían a esconderse ante el riesgo de ser atrapados por los chiquillos, para llevarlos a casa como pequeñas mascotas.

      Cuando llegaron a su choza no encontró a su suegro ni la red de pescar que remendaba. Tal vez ya se la llevó a don Píter, pensó. Antes de entrar a su jacal observó que las olas del mar estaban crecidas y poco a poco se iban tragando unos caparazones de galápago que se estaban asoleando en el patio y que, eventualmente, su suegro vendía en el mercado. Aprovechó para ponerlos a salvo y observó con alegría, al fondo de su amplio solar, unos pájaros bobos patas azules, que brincaban bajo las sombras de las altas palmas cocoteras, donde unos pequeños e inquietos monos araña se asomaban, con el temor de caerse al ser mecidos por el suave vientecillo que llegaba de aquella inmensa lejanía, donde las gaviotas se perdían en un horizonte azul.

       2. La veta de camarón

      En aquellos años, en la paradisiaca isla vivía un hombre llamado Lauro Bolón, pescador de oficio de unos sesenta y cinco años, de piel blanca, alto y fuerte, de pelo entrecano, mirada franca y sostenida; tenía unos ojos azules que brillaban. Tal vez por pasar la mayor parte de su vida en el mar habían adquirido un azul intenso. Descendiente de los primeros franceses que llegaron a ese lugar, cuando algunos lugareños vivían de la exportación del palo de tinte, que se enviaba, vía marítima, a las naciones europeas.

      En ese tiempo, la mayoría de los isleños eran pescadores de anzuelo o de red y había personas que se dedicaban a la pesca de camarón, realizada en pequeños barcos conocidos en el medio como “patrones de barco” o “camaronero”. Pues bien, don Lauro Bolón era uno de ellos. Pero este señor no era un camaronero del montón, pues era un hombre culto, aficionado a la lectura y además tenía amplios conocimientos marinos y sobresalía entre sus compañeros por la amplia experiencia que le avalaba toda su vida en el mar. Gracias a ello, era conocedor de sus caprichos en cuestión de mareas, corrientes y vientos e intuía, sin necesidad de aparatos sofisticados, las condiciones meteorológicas antes de que ocurrieran, ya fueran propicias o adversas. En otras palabras, era un viejo lobo de mar muy respetado por sus compañeros.

      Pues ese hombre fue nada menos que el descubridor de la veta más grande de camarón de la que se tenga memoria Ese banco de camarón se encontraba situado a unas 45 millas náuticas, a sea, alrededor de 80 kilómetros mar adentro. Pero tal descubrimiento no fue anunciado con bombos y platillos, como para que todo mundo se enterara, sino que se guardó el secreto, pues don Lauro Bolón conocía el dicho que decía: “calladito te ves más bonito” y esa revelación se mantuvo en secreto por algún tiempo.

      Sus colegas solo divisaban aquel barquito llamado El Invencible cuando salía de la isla, antes de la alborada, y lo veían regresar al tercer día con las hieleras repletas de crustáceo seleccionado, conocido como “16-20”, que quiere decir que había entre dieciséis y veinte camarones descabezados en una libra, un tamaño muy codiciado por los conocedores. Platicaban sus ayudantes que el pacotilla lo tiraba. Ese lujo solo se lo podía dar aquel hombre.

      Después de cargar su barco a su máxima capacidad, a su regreso la embarcación navegaba despacio, muy despacio, ya que la proa casi besaba el agua, por el sobrepeso. La empacadora del lugar le daba cierta preferencia debido a la calidad de su producto, lo recibían de inmediato, sin un horario establecido. Pero nunca faltan las envidias y algunos camaroneros que no corrían con la misma suerte preguntaban extendiendo las manos con evidente enojo: “¿Por qué el viejo tiene tanta suerte?”. Hasta que se resolvieron a seguirlo y a tirar la red en las cercanías de donde lo hacía él y así se dieron cuenta de la magnitud de esa veta de camarón. Y se corrió la voz como reguero de pólvora, un secreto a voces y que llenó de júbilo a todos los camaroneros.

      Al poco tiempo esa bonanza se convirtió en un detonante para la economía local, lo que marcó un progreso sin precedentes entre la reducida población, que era bendecida por el cuerno de la abundancia.

      ★★★

      Qué hermoso era pasear por el centro de la isla donde se respiraba un ambiente netamente provinciano, sin cansarse de observar aquellas altas casas de madera techadas con tejas rojas importadas de Europa, vigiladas por las palmeras verdes, que se veían desde las calles cubiertas de arena blanca como la nieve, mientras eran arrulladas por la suave melodía de las olas de aquel tranquilo mar color turquesa.

      ★★★

      La tripulación del camaronero del señor Bolón la formaban seis personas, incluyéndose él, que era el patrón de barco: un timonel, un mecánico y tres marineros. Por la mañana se levantaba temprano y arreglaba su pequeño camarote, tenía especial cuidado con sus libros, que nunca le faltaban. En seguida hablaba con el timonel, que ocupaba el puente de mando, para informarse de las condiciones climatológicas y con base en ello le indicaba en qué coordenadas mantenerse.

      Aquella mañana pasó a la pequeña cocineta y se preparó unos huevos y un café, se dirigió a la popa de su barco y observó la red de pescar. Su intuición de pescador le aconsejó que era el momento de levantar las redes de la pesca nocturna y ordenó las maniobras de rigor. Los malacates pujaron y las bien aceitadas carruchas rodaron afanosas, jalando una pesada red que se negaba a subir. Mientras tanto, una parvada de gaviotas blancas surcaba un cielo plomizo antes de la salida del sol, desviando la atención del hombre que daba órdenes, pero las observó con beneplácito, se sentía feliz en medio de aquel mar en el que había pasado toda su vida. Por fin, al extender la pesada red sobre su barca se dio cuenta de la abundante pesca y se sintió satisfecho. Con la ayuda de sus trabajadores, hizo la selección preliminar y colocó la báscula junto a las hieleras para su almacenamiento; observó con satisfacción la calidad y cantidad del producto neto y alabó la destreza de uno de sus ayudantes en el “descabeceo” del crustáceo con una pequeña broma. En el cielo, el sol parecía hacerle un pequeño